El enredo de Libia/Shlomo Ben Ami, a former Israeli foreign minister, is Vice President of the Toledo International Center for Peace. He is the author of Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy.
Project Syndicate, 4 de mayo de 2017
Seis años después de la caída del coronel Muammar el-Kadafi, Libia sigue atrapada en el conflicto y el caos político. Desprovisto de toda autoridad central o estructura de seguridad nacional, el estado libio ahora existe sólo de nombre. Es hora de una nueva estrategia -que Estados Unidos debería respaldar activamente.
Sin duda, Libia tiene un gobierno reconocido internacionalmente: el Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA por su sigla en inglés), nacido del Acuerdo Político Libio de diciembre de 2015, firmado en Sjirat, Marruecos, bajo los auspicios de las Naciones Unidas. Pero ese gobierno no sólo recibió un voto de no confianza de la Cámara de Representantes basada en Tobruk en agosto pasado, sino que hoy es cuestionado enérgicamente por otra entidad con sede en Trípoli, el Congreso Nacional General (CNG), controlado en gran medida por grupos islamistas.
La conclusión es que Libia hoy está dirigida por una infinidad de grupos criminales y milicias armadas de estilo mafioso. Su lealtad está dividida entre los dos gobiernos rivales, al Qaeda y Estado Islámico (EI), que ve al país como una provincia de su califato declinante y un refugio importante para sus miembros que escapan de la guerra en Siria e Irak. Olas descontroladas de inmigrantes del país hoy están cruzando el Mediterráneo e ingresando en Europa.
En lugar de resolver el conflicto libio, el acuerdo de 2015 simplemente lo reformuló. El texto engorroso creó un “consejo presidencial” encargado de nombrar un gobierno de unidad nacional y un consejo de asesores integrado por ex miembros del CNG. Su objetivo subyacente era garantizar una transición inclusiva hacia una gobernancia democrática y una integración territorial.
Sin embargo, la estrategia establecida en el Acuerdo Político Libio ha demostrado ser completamente inviable. Quizá no debería sorprender: el acuerdo da muestras de una falta asombrosa de perspectiva histórica y de sensibilidad cultural.
La historia colonial y post-colonial de Libia refleja una resistencia a las instituciones centralizadas. En consecuencia, el país carece de una identidad nacional compartida -una realidad que la guerra civil actual ha agravado-. La categoría de Estado llegó en 1951 a través de una constitución que equilibraba el poder centralizado con una amplia autonomía para las regiones históricas de Libia, Cyrenaica, Tripolitania y Fezzan.
Según la constitución de 1951, la monarquía federal estaba liderada por el rey Idris as-Senussi, el arquitecto de la Libia moderna y nieto del fundador de la dinastía. Como jefe de Estado, Sanussi nombró un primer ministro y un consejo de ministros, responsables ante el rey y la Cámara de Diputados, la cámara baja de una legislatura bicameral.
Para reflejar la estructura regional del país, la cámara alta de la legislatura, el Senado, estaba conformada por ocho representantes de cada una de las tres regiones históricas. La capital nacional alternaba entre Trípoli y Bengasi.
Pero el Acuerdo Político Libio de 2015 no se basó en el legado de la constitución de 1951. Por el contrario, buscó una fuente de legitimidad en el legado caótico de la actual guerra civil. Y no reconoció la importancia de cierta descentralización. Como resultado de ello, estaba destinado al fracaso.
¿Cuál es la alternativa? Libia no está en condiciones de ir a elecciones generales. Pero se podría elegir un jefe de Estado transitorio en una gran asamblea de líderes tribales y notables, en base al modelo de la Loya Jirga afgana.
Se podría posponer una decisión sobre si restituir o no la monarquía en Libia, aunque parece haber un argumento a favor de ello. La idea de que los gobernantes hereditarios representan un gobierno legítimo y cuentan con una sanción religiosa -como en Marruecos, Arabia Saudita, Jordania y las dinastías del Golfo- puede ser el único principio de autoridad política que sobrevivió a la agitación de la Primavera Árabe.
La base de legitimidad religiosa, hasta divina, de las monarquías árabes resultó más sólida que la de las repúblicas árabes -Egipto, Siria, Yemen, Libia y Túnez- donde la dependencia de los gobiernos seculares de elecciones amañadas y de un aparato estatal represivo erosionó su autoridad. Y, por cierto, en ninguno de los reinos las protestas de la Primavera Árabe apuntaron a derribar a la monarquía; la lucha siempre y en todas partes fue por una reforma.
La figura del sacerdote-rey mantiene una suerte de autoridad intangible en muchas sociedades árabes. Una versión secular de esa autoridad también fue crucial en la transición a la democracia de España en los años 1970, y sigue siendo fundamental para otras monarquías constitucionales occidentales. En el caso de Libia, recuperar la memoria colectiva de su fundación en torno de la trinidad de estado, dinastía y religión -la Casa de Senussi representa un orden sufí religioso en los países vecinos- bien puede ser la clave que dé lugar a la paz y la reconstrucción. Si se tomara la decisión de restablecer la monarquía, hay candidatos disponibles: príncipes de la Casa de El Senussi que hoy viven exiliados en Europa.
Por supuesto, restablecer ese tipo de sistema, basado en el legado de la constitución de 1951, no sería una panacea para Libia, sobre todo porque el país se ha convertido en un teatro de competencia entre poderes regionales y globales. El capitán general Jalifa Haftar, el hombre fuerte al servicio de la Cámara de Representantes (y al servicio de su propia ambición política de convertirse en una versión libia de Abdel Fattah el-Sisi de Egipto) hoy cuenta con el respaldo de Egipto y Rusia.
Rusia ha desplegado fuerzas en la frontera entre Egipto y Libia, y hasta recibió a Haftar en el portaaviones Almirante Kuznetsov. Como en Siria, el presidente ruso, Vladimir Putin, pretende que sus esfuerzos en Libia, claramente destinados a defender sus propios intereses estratégicos -como asegurar el control de los colosales pozos petroleros de Libia- apunten a respaldar la “lucha contra el terrorismo”. Todo esto le da poder a Jaftar, quien no respaldaría ningún acuerdo que cuestionara la autoridad de su Ejército Nacional Libio o de la Cámara de Representantes.
The Year Ahead 2017 Cover Image
La mejor manera de compensar ese poder tal vez sea el involucramiento de otra gran potencia: Estados Unidos. Pero el presidente estadounidense, Donald Trump, recientemente rechazó la sugerencia del primer ministro italiano, Paulo Gentiloni, de que debería asumir un papel activo en Libia, trabajando junto con Europa para respaldar la reconstrucción del país.
Si Estados Unidos quiere frenar el crecimiento de un refugio extremista en las puertas de Europa e impedir que Libia se convierta en otro campo de juego ruso, Trump necesitará cambiar de postura e involucrarse con sus aliados occidentales en la construcción del estado en Libia. Existen algunas situaciones en el mundo -y ésta es una de ellas- en las que un giro inédito en materia de política exterior por parte de Trump podría realmente generar un desenlace positivo.
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