22 oct 2017

Las Rastreadoras de El Fuerte, Sinaloa..., mis respetos...

¿Y qué ha hecho la fiscalía especializada de la PGR?
PROCESO # 2138, a 22 de octubre de 2017..
Rastreadoras indómitas "...Hasta encontrarte..."/GLORIA LETICIA DÍAZ
Las Rastreadoras de El Fuerte, encabezadas por Mirna Medina, convirtieron la búsqueda de cadáveres en una lucha contra la angustia de no saber nada de sus seres queridos. “Sólo nosotras sabemos lo que sentimos”, dice una de ellas.  Muchas de las integrantes del colectivo continúan en él aunque ya se haya identificado a quienes habían desaparecido: es una forma de llevar algo de paz a las familias en medio de “la matadera” y la indolencia o complicidad de los gobiernos.
LOS MOCHIS, SIN.- Con una tristeza que se refleja en sus ojos, Paz Quiroz Cota, de 72 años, mira a los danzantes que asisten al funeral de su nieto José Manuel Luna Quiroz, quien también participaba en los bailes pascolas y venados de los pueblos mayos y yaquis de esta región de Sinaloa.

Sobre el féretro de José Manuel, colocado bajo una palapa de su humilde casa, descansa una máscara que el joven usaba en las danzas durante las celebraciones religiosas de Semana Santa –parte de la cosmogonía indígena compartida en Sonora y Sinaloa– y, sobre el piso de tierra, una cocacola de tres litros, la bebida preferida del joven, que tenía 21 años.
Un día antes del sepelio, el 24 de agosto, Quiroz Cota y su familia recibieron la confirmación de la identidad de José Manuel por parte de la Fiscalía General de Sinaloa, gracias a la confirmación de los perfiles genéticos a través de una prueba de ADN.
El muchacho fue reportado como ­desaparecido desde el 4 de abril de este año y sus restos se hallaron el 12 de julio, en un operativo encabezado por Mirna Medina Quiñónez, líder de las Rastreadoras de El Fuerte.

“Cuando el nieto de don Paz desapareció, él me llamó por teléfono y me dijo: ‘Doña Mirna, así como le he ayudado a encontrar, ahora ayúdeme a mí; mi nieto está desaparecido’. Ahí te das cuenta cómo nadie se salva. Don Paz nos ayudó a encontrar 10 cuerpos, después se colocó en la misma situación que todas nosotras”, reflexiona Mirna.
Un día previo al rescate de Manuel, el señor Paz tuvo información de que un cuerpo se hallaba flotando sobre un río cercano a su pueblo en San Blas; intentó llegar, pero en el trayecto vio “a unos enfierrados” (hombres armados) y después presenció una balacera que puso en peligro su vida y la de su acompañante.
El 12 de julio, decidió llamar a Mirna, quien regresaba de Culiacán. “(Mirna) me dijo que me esperara donde estaba y llegó con las señoras y policías ministeriales. Llegamos al lugar, vimos el cuerpo flotar, pero la corriente estaba muy fuerte. Una de las señoras se aventó al agua y luego yo, sacamos el cuerpo. Era mi nieto”, narra Paz.
El grupo de las Rastreadoras de El Fuerte ha rescatado 99 cuerpos desde el 12 de septiembre de 2014. Empezaron a operar sin ningún tipo de apoyo ni preparación; ahora cuentan con el resguardo de agentes ministeriales y peritos, que actúan una vez que las mujeres descubren los restos.
Desde hace tres años, don Paz es uno de los informantes de Medina. Él, a su vez, obtiene datos de leñadores que recorren el monte y llegan a encontrar restos, pero no se atreven a denunciar por temor a ser incriminados por las autoridades.
“Me siento tranquilo porque, cuerpo que hallo, no se va a quedará allá  en el monte, sino que va a venir la señora con su gente y se lo va a llevar a reposar en tierra santa”, apunta don Paz, que corta leña y lajas de mármol para subsistir.
Un día después de que las Rastreadoras estuvieron con don Paz para expresarle sus condolencias, la fiscalía estatal confirmó la identidad del cuerpo número 93: eran los restos de Roberto Corrales Medina, hijo de Mirna, al que había desenterrado el 14 de julio de este año, exactamente a tres años de su desaparición.
El 12 de septiembre pasado, durante la marcha que cada año realizan las Rastreadoras de El Fuerte para recordar el inicio de su lucha por localizar a sus seres queridos, Medina Quiñónez reveló que un año antes de que ella desenterrara los restos de su hijo, las autoridades de la Fiscalía General de Sinaloa estaban enteradas de su ubicación, pero no los rescataron.
“Tuvimos que obtener nosotras la información para rescatar lo que quedó de Roberto, porque las autoridades no hicieron nada el año pasado. Es el primer cuerpo que no rescatamos completo, y es el de mi hijo”, dijo Mirna durante el mitin dentro del ayuntamiento de El Fuerte, municipio de donde desapareció el joven de 21 años.
La labor de Mirna no cesó con la localización del cuerpo de Roberto. Se comprometió con sus compañeras a continuar las búsquedas, ahora de 510 desaparecidos de la región norte de Sinaloa. Cuando inició su lucha, Medina Quiñónez y 20 rastreadoras buscaban a 140 personas (Proceso 2042).
Tres días después de sepultar a su hijo, la mujer continuó su rutina de salir a explorar montes y parajes abandonados.
“Soy una buscadora compulsiva”, admite Mirna, quien con sus compañeras se siente viva al buscar a los muertos, igual que 46 familias y mujeres, integrantes del colectivo, que ya han recuperado a seres queridos.
Buscar entre malandros
Entre el lunes 21 y el jueves 24 de agosto, Proceso acompañó a las Rastreadoras en sus labores de búsqueda cotidiana, que empiezan con la concentración de mujeres en la oficina del colectivo, financiada por el ayuntamiento de Ahome. Éste asume así “el trabajo que le toca a las autoridades; si ellos no pueden hacerlo, al menos que nos ayuden”, apunta Mirna.
El ambiente, en momentos festivo de las Rastreadoras, contrasta con su objetivo, la búsqueda de cadáveres.
“Sólo nosotras sabemos lo que sentimos, aquí podemos reír, llorar, abrazarnos, sin que nadie nos juzgue. Lo que uno podría pensar es que los primeros que van a estar junto a ti cuando desaparece tu hijo o hija es tu familia, pero no es así: se van alejando hasta dejarte sola. Pero aquí, con mis compañeras, nos sentimos vivas nuevamente”, dice Lizbeth Ortega Higuera, madre de Zumiko Lizbeth Félix Ortega, desaparecida el 16 de febrero de 2016.
En la oficina de las Rastreadoras, en el centro de Los Mochis, Lizbeth cuenta que se unió al colectivo tres meses después de que su hija desapareció. Le ha tocado participar en el rescate de unos 15 cuerpos, entre ellos los de tres hijos de sus compañeras, y ha pasado por situaciones difíciles.
“Mirna ya nos había advertido que íbamos a ir donde hay sicarios, donde estaba la matadera. Un día que no llegaron los ministeriales a cuidarnos, encontramos unos cuerpos. Ella nos estaba explicando cómo limpiar un cuerpo para no alterar las pruebas, cuando escuchamos unos balazos cerca de donde habíamos dejado los carros. Eran unos malandros que no querían que rescatáramos los cuerpos.
“Corrimos al monte mientras Mirna buscaba ayuda por teléfono, rodeamos la zona para regresar adonde estaban los carros y por ahí nos escondimos hasta que llegó la policía”, narra Lizbeth, quien también colabora recibiendo denuncias de desaparición, mismas que se han incrementado “90%, la mayoría sobre jóvenes de entre 19 y 26 años”.
A la camioneta de doble cabina que maneja Medina Quiñónez se van subiendo mujeres en el camino hacia el fraccionamiento Virreyes, que tiene un sinfín de viviendas abandonadas, rodeadas de áreas descampadas, muchas de las cuales se utilizan como basurero.
Liliana Bernal, quien busca a su hijo Oswaldo Leyva, a su esposo y cuñado Oswaldo y Raymundo Leyva Núñez, entierra una varilla entre las ramadas de huizaches y mezquites, remueve basura, busca indicios para identificar zonas que hayan sido usadas como campamentos de “malandros” o para ocultar cuerpos.
La mujer consulta a sus compañeras para tratar de identificar los olores de la varilla, porque “a veces nos confundimos con una raíz de una planta que se llama dinorama, huele a podrido”, aclara.
Con una pala, Liliana escarba donde, de manera irregular, se hunde la varilla. Encuentra restos de ropa, de un cinturón, pero por el momento nada más.
“Nos dicen ‘las locas de las palas’, que si no tenemos qué hacer en nuestras casas, que para qué buscamos a los nuestros si están muertos… Mucha gente no nos entiende, por eso andamos juntas. Sólo aquí siento apoyo de mis compañeras, me dan fuerza para seguir buscando a mi hijo”, apunta Liliana, quien sostiene que ha participado en la localización de unos 55 cuerpos, entre ellos 14 que estaban en un terreno donde fueron perseguidas por “los malos”.
“A la caja le pusimos un moño”
Entre las mujeres que se unen a las Rastreadoras hay quienes tienen varios años buscando a sus hijos, desde antes que surgiera el colectivo. Es el caso de Hilda Rodríguez, cuyo hijo Alfonso Fong Rodríguez desapareció el 13 de septiembre de 2011; y más recientemente, el de Rosa Rodríguez González, cuyo hijo Federico López Rodríguez fue detenido el 21 de junio de 2017 por policías ministeriales en El Fuerte, que lo encerraron en los separos de la sindicatura de Mochicahui y desde entonces no se le volvió a ver.
También hay mujeres mayores, como María Cleofas Lugo Torres, de 62 años, quien pese a su fragilidad aparente no deja de caminar bajo el sol inclemente de Los Mochis, movida por la esperanza de encontrar a su hijo Juan Francisco Murillo Lugo, desaparecido el 19 de julio de 2015.
Mientras buscan en la zona de Jitzanuri, María Cleofas bromea con sus compañeras y hasta baila animada bajo el sol inclemente, en un área arenosa de cactáceas, que explora hundiendo la varilla en zonas que considera irregulares, donde podría haber cuerpos.
“Me ha tocado hallar a varios hijos de mis compañeras. Los sacamos casi completos, algunos en descomposición. Cuando los hallamos pensamos ‘a lo mejor es el nuestro’, y cuando vemos que no, eso nos da esperanza de que el nuestro esté vivo”, dice la mujer pequeñita de cabello blanco.
Entre las personas que dejan sus actividades para buscar cuerpos bajo la tierra sobresale Miriam Ruelas Castro, de 24 años, integrante de una familia que suele acompañar a las Rastreadoras en las búsquedas a pesar de que los restos de su hermano Paul Gilberto fueron identificados oficialmente desde el 10 de mayo pasado.
Apreciada por las señoras, Miriam cuenta que su hermano desapareció cuando tenía 18 años, el 8 de diciembre de 2014, en el ejido Bachoco. Sin embargo, dos años después la familia completa se unió al grupo, porque no esperaban encontrarlo muerto.
“Mi mami me pedía en las fechas especiales, en el cumpleaños de mi hermano, que le ayudara a que Paul regresara. El 5 de mayo que fuimos a la búsqueda al ejido de Levante, me dijo: ‘Qué tal que hoy lo encontramos’. Ella y mi papi removieron la tierra y luego reconocimos la ropa y los zapatos de mi hermano.
“El 10 de mayo, de la fiscalía me confirmaron que el ADN de ese cuerpo correspondía al de nosotros, y a la caja (el ataúd) le pusimos un moño, era el regalo para mi mami”, detalla Miriam. Destaca que su familia interpuso una denuncia en cuanto no tuvieron noticias de Paul, pero nunca recibieron llamadas de la fiscalía, que no realizó investigaciones.
Lo mismo ocurrió en el caso de Roberto Montes Apodaca, desaparecido el 10 de julio de 2014 y localizado por su madre, Yolanda Apodaca, el 16 de junio de 2016.
En diciembre de 2015, la reportera entrevistó a la señora Yolanda en su casa (Proceso 2042). Con una mirada distinta a la que tenía entonces, ahora Yoli, como la conocen las Rastreadoras, sonríe con facilidad, dice que ya duerme y puede convivir con su familia sin estar medicada.
Desde que la familia Montes Apodaca se unió al colectivo encabezado por Mirna Medina, en diciembre de 2015, acudían regularmente a las búsquedas, misión a la que Yoli se resistía.
Griselda, hija de doña Yoli, empezó a recibir llamadas anónimas sobre el sitio donde Roberto había sido sepultado clandestinamente. “Se veía que nos vigilaban, porque unas tres veces fuimos con doña Mirna siguiendo las instrucciones de quienes nos llamaban, y no dábamos con el lugar; luego me volvían a llamar y me daban más detalles”, comenta.
Una tarde después de que las hijas de Yoli y su esposo Roberto regresaban de una búsqueda en la que localizaron a la hija de una integrante del colectivo, la señora ­reaccionó:
“Les dije a mis hijas y a mi esposo: ‘Qué tal que si voy mañana a la búsqueda encuentro a Robertito’. Nunca había ido, yo no quería encontrarlo así, pero como están las cosas, me empecé a hacer a la idea.
“Fui a la búsqueda, otra vez donde nos dijeron esos anónimos, y me tocó hallarlo en junio del año pasado. En septiembre nos confirmaron que era él.”
Agrega Yoli que, después de esa fecha, decidió continuar apoyando al grupo de las Rastreadoras de El Fuerte, participando en el rescate de tres cuerpos más desde entonces.
“Los de la fiscalía nos entregaron el cuerpo de Roberto. Ya no hicieron ninguna investigación. Pero estoy más tranquila, ya tengo donde llevarle una florecita a Robertito”, dice la mujer y acompaña a los reporteros al cementerio donde descansan los restos de su hijo.
Apunta Griselda: “Estamos muy agradecidas con las Rastreadoras. No pensamos dejar al grupo. Cuando encontramos un cuerpo sentimos desesperación y tristeza por encontrarlos así, pero a la vez dicha, porque gracias a Dios otra familia va a tener dónde llorar a quien le hacía falta: su hijo, su hermano, su padre…”.
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PROCESO # 2138, a 22 de octubre de 2017..
Aquí ya es un lujo que te maten y te tiren en la calle/
GLORIA LETICIA DÍAZ
CULIACÁN, SIN.- La presidenta de la organización Voces Unidas por la Vida, Alma Rosa Rojo Medina, asegura que en el estado no tienen freno los homicidios ni las desapariciones, sobre todo los casos relacionados con la lucha de los cárteles por la plaza más emblemática para los narcotraficantes, ni los ligados a la “guerra contra el crimen organizado” declarada por Felipe Calderón y que mantiene el actual mandatario, Enrique Peña Nieto.
“Aquí la violencia no para. Nomás de enero para acá van más de mil 300 ejecuciones y no sabemos cuántas desapariciones. Creo que el gobierno y la delincuencia son lo mismo, porque si realmente existiera un gobierno no habría desapariciones”, dice la defensora que busca a su hermano Miguel Ángel desde el 9 de junio de 2009.
Para Rojo Medina no basta con ver las cifras oficiales, pues éstas deben multiplicarse “por dos o por tres, porque en cada hecho violento hay cuatro o cinco víctimas. Si en cada caso no hay más que una denuncia, es por miedo o amenazas”.
Hasta el 31 de julio, el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED), dependiente de la Secretaría de Gobernación (Segob), contabiliza dos mil 852 casos.
Aunque Voces Unidas por la Vida se creó en 2010, Alma Rosa y las personas que la acompañan decidieron apenas hace tres años armarse con palas para buscar a sus familiares, “porque nadie lo hace”.
Entrevistada en las oficinas de la organización no gubernamental Comisión Ciudadana de Derechos Humanos de Sinaloa, Alma Rosa señala que muchas de las 45 familias que integran Voces Unidas buscan a víctimas de desaparición forzada.
“En la mayoría de los casos (de desaparición) participan policías municipales, estatales y ministeriales. Todas las autoridades aquí están coludidas”, asegura.
Las amenazas no la doblan
Por sus propios medios, Voces Unidas ha localizado 43 cuerpos, 12 de ellos ya identificados, “y muchísimos restos calcinados que no se sabe a cuántas personas correspondan”.
La activista explica que en mayo “solicitamos que viniera personal de la División Científica de la Policía Federal, quienes tomaron 783 muestras durante una semana en Culiacán, Los Mochis, Guasave, El Fuerte, Guamúchil, Mazatlán, Rosario y en Concordia. Sabemos que falta más gente porque, por miedo, muchos no se dejan tomar muestras de ADN”.
Rojo Medina asegura haber recibido amenazas de muerte por buscar a víctimas en territorios en disputa. A ella y a sus compañeras sólo las impulsa el deseo de encontrar a sus familiares o “aunque sea un resto” de ellos. Quieren y necesitan saber qué pasó con sus seres queridos, porque la justicia y el castigo a los culpables, dice, no les van a devolver a los suyos.
Convocados por Rojo Medina, integrantes de Voces Unidas por la Vida, entre quienes predominan mujeres, cuentan a Proceso sus historias ligadas a la violencia que se padece en Sinaloa.
En los casos de Ramón Alberto Jiménez Valenzuela y de Pedro Ventura Quevedo, desaparecidos el 6 de junio de 2012 y el 20 de octubre de 2013, respectivamente, sus madres Antonia Valenzuela y María Angélica Quevedo señalan a policías ministeriales como los responsables. Ellas sostienen sus denuncias con base en testimonios de personas que presenciaron las detenciones. Ambos casos, se supone, son investigados por la Fiscalía Especializada de Búsqueda de Personas Desaparecidas (FEBPD) de la Procuraduría General de la República (PGR).
Antonia Valenzuela y su esposo, Guadalupe Jiménez, cuentan a este semanario que unos policías ministeriales acudieron a la fábrica en la que trabajaba su hijo Alberto, mostraron su placa al personal de vigilancia, “lo sacaron del lugar y también se llevaron el vehículo en el que se transportaba y que, en días pasados, había prestado a un compañero de trabajo que más tarde fue asesinado”.
“Cuando nos avisaron que mi hijo había sido detenido por ministeriales lo buscamos por todas partes; nos dijeron que antes de poner una denuncia por desaparición teníamos que esperar 72 horas por si lo habían presentado ante un juez”, recuerda Antonia.
Continúa: “Esos ministeriales nunca lo presentaron, negaron haberlo arrestado. La autoridad tampoco solicitó los videos de la empresa ni tomaron los testimonios de los trabajadores que presenciaron la detención”.
Búsqueda en tiraderos
María Angélica Quevedo también denuncia anomalías en el caso de su hijo Pedro. Revela que debido a su desesperación ha recurrido a supuestas videntes y se ha “disfrazado de hombre” para averiguar quién se lo llevó.
“Cada vez que salgo a buscarlo rezo y le digo a mi hijo que si ya no está vivo, me dé una señal en un sueño o que se mueva algo para que yo ya no esté con esta carcoma de no saber si está muerto, porque estar con esa duda no es vida”, refiere entre sollozos.
Esa misma preocupación que lo consume todo también la sufren Filiberto Lozoya y Micaela González, padres de Jesús Antonio y Christian, respectivamente. Ambos fueron detenidos el 27 de noviembre de 2012 en diversos operativos realizados por hombres armados y embozados que se movían en patrullas.
“Ese día detuvieron a cinco jóvenes en la colonia; a uno de ellos lo soltaron y fue quien nos avisó y dijo que parecían federales. Ese muchacho nunca fue interrogado y cuando insistimos en que se le investigara ya se había ido de Culiacán. La autoridad tampoco revisó la sabana de llamadas telefónicas y sólo nos encargó buscar los videos de cámaras de vigilancia”, dice Micaela.
Pese a la insistencia de los padres, el desdén de las autoridades estatales fue tal que mejor les recomendaron buscar a sus hijos en los tiraderos de cadáveres; les dijeron que fueran “a los sitios donde les gusta a los delincuentes tirar cuerpos”, relata Filiberto, y señala que, guiados por informes periodísticos de hallazgos, acudieron sin ningún tipo de protección o seguridad a diversos lugares clandestinos.
“Señora, no se meta”
Son reiteradas las quejas sobre las irregularidades en las investigaciones de la Fiscalía General de Sinaloa pese a que su titular, Juan José Ríos Estavillo, documentó casos de desaparición forzada cuando fue presidente de la Comisión Estatal de Derechos Humanos del estado.
La negativa de las autoridades a darle una respuesta fue de tal magnitud que María Elena Astego Salas, madre de Óscar Osuna, no desea saber nada de ellas. Su hijo, cuenta, supuestamente murió en una balacera ocurrida el 8 de abril pasado. Sin embargo, no ha recuperado su cadáver.
“Hay notas periodísticas que reportan que la zona donde murió mi hijo y cinco muchachos más que viajaban en una camioneta fue resguardada por el Ejército, pero los cuerpos no aparecen. Puse una denuncia, porque es necesaria para que me entreguen a mi hijo. Es lo único que me importa. No me interesan las investigaciones”, asegura esta mujer que recientemente se sumó a Voces Unidas por la Vida.
La falta de resultados de la autoridad estatal para resolver las desapariciones ha llevado incluso a que familiares de policías de Culiacán pidan la intervención de la PGR.
Personas allegadas a los uniformados municipales José Antonio Saavedra y Yosimar García Cruz dicen contar con indicios de que fueron víctimas de sus propios compañeros de corporación. Ambos no aparecen desde el 23 y 26 de enero.
Estos agentes pertenecían a un grupo de la policía municipal comandando por Israel Ruiz Félix que el 30 de septiembre de 2016 apoyó a militares que fueron emboscados en Culiacán. Ruiz Félix fue sacado de su casa el 21 de enero pasado por un comando y en marzo notificaron a sus familiares que sus restos habían sido localizados carbonizados en febrero.
En entrevistas por separado, María Isabel Cruz, madre de Yosimar, y Juan Carlos Saavedra, hermano de José Antonio, cuentan que entre el 21 de enero y el 22 de marzo fueron asesinados cinco agentes del grupo que comandó Ruiz Félix y que asistieron a los militares.
En los casos de Yosimar y de José Antonio, los denunciantes sostienen que antes de que las victimas fueran sacadas de sus domicilios, patrullas de la policía municipal fueron vistas en la zona.
“La PGR no quiere tomar el caso de mi hijo. Ya lo investigaron y saben que no tenía nexos con ningún cártel. Aquí en Culiacán no hacen nada. Si me pongo a investigar, me dicen ‘señora, no se meta, es muy peligroso’, pero no me ayudan”, denuncia María Isabel.
A su vez, Juan Carlos lamenta que a su hermano sólo lo hayan buscado durante media hora. “Después de que denunciamos la fiscalía hizo como que lo buscó, nos dijeron que nos hiciéramos la prueba de ADN y que fuéramos a los Semefos (servicios médicos forenses) o a la fosa común a buscar a José Antonio”.
“Sí hablamos con los malos”
La ausencia de una autoridad que resuelva de manera eficaz los hechos violentos en el estado ha causado el surgimiento de organizaciones civiles que se lanzan a la búsqueda de sus familiares.
Irma Arellanes Hernández, madre de Irving Alan Cortés Arellanes, desaparecido el 7 de junio de este año en Mazatlán, cuenta que ante la indiferencia de la Fiscalía, y al encontrarse en el camino con otras familias que padecen su mismo dolor, decidió crear una organización social.
“El 27 de julio formalizamos ante notario público la asociación “Tesoros perdidos. Hasta encontrarlos”. Somos unas 15 familias que decidimos salir a buscar a los nuestros”, dice Arellanes, quien lleva la imagen de su hijo tatuada en uno de sus brazos.
Nacida en Oaxaca, pero con una vida hecha en Mazatlán, dice: desde que tomaron varillas y palas “los agentes del Ministerio Público ya no nos tratan mal y nos acompañan nomás para cuidarnos, porque nosotras somos las que nos reunimos con los malos para tener información de dónde pudieran estar nuestros hijos o para ir a buscarlos en fosas”.
Así, en su tercer día de investigación, la organización civil encontró tres cuerpos.
“En todo esto hay policías involucrados, hay mucha corrupción y por eso no encontramos a nuestros hijos. En Sinaloa ya es un lujo que te maten y te dejen tirado en la calle”, lamenta la señora Arellanes.

1 comentario:

Unknown dijo...

Estremecedor. Me desgarro por dentro, a la vez me recupero cuando se de los prodigios humanos que siguen en pie de lucha contra el mal. Es su única razón de vida. Bendiciones a esas mujeres cuyo valor no tiene límites.

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