The New York Times, 6 de mayo 2020
El trabajador de un cementerio municipal pen Guayaquil, Ecuador, en abril de 2020. Credit José Sánchez/Agence France-Presse — Getty Images
El coronavirus está transformando nuestra vida y nuestra muerte a velocidad de contagio.
En Italia se cerraron los cementerios y se prohibieron los funerales. En Perú solo cinco personas tienen derecho a ir al entierro, dos, si es cremación. En Estados Unidos se inauguran servicios funerarios transmitidos en internet o grabados para cuando la familia pueda hacer el duelo. Las despedidas de enfermos graves a sus seres queridos son a través de videollamadas.
El nuevo orden mundial regido por el virus que se contagia con el contacto nos impone velorios remotos, breves, higiénicos, individualizados, sin abrazos, condolencias al oído ni lamento colectivo, sin lágrimas presenciales y sin difuntos como protagonistas.
Estos días en que la nueva pandemia va arrebatando vidas a escala de calamidad me identifico entre las personas contagiadas por la misma pesadilla: que una persona amada muera en soledad, sin una mano que la conforte, sin un rostro familiar cerca, sin escuchar un “te amo”. Que su cadáver, arrebatado de singularidad y sin ritual de despedida, sea introducido a un crematorio o enterrado en una fosa, entre muchos otros, con una clave como identificación.
La otra dimensión de este mal sueño es muy real. Los cadáveres tirados en las calles de Guayaquil; la isla-fosa de Nueva York, donde se cavaron zanjas para hacer entierros masivos; la pista de patinaje convertida en morgue en Madrid y los camiones cargados de cadáveres que cruzan Italia moldean los nuevos imaginarios de la muerte.
Cuando la cercanía y el abrazo quedaron proscritos para mantenernos a salvo, ¿cómo se procesa la muerte si las reglas nos impiden despedirnos en vida y acompañar a la persona amada en un ritual post mórtem? ¿Por qué son tan importantes los rituales?
“Así como declaramos que los vivos están vivos con el bautizo, que los amantes están enamorados con las nupcias, los funerales son la forma en la que cerramos la brecha entre la muerte que sucede y la muerte que importa. Es la manera en la que les damos significado a nuestras pequeñas historias memorables”, escribe en El enterrador Thomas Lynch, quien además de poeta y ensayista tiene como oficio familiar el de agente funerario.
Si velar a los muertos es importante para tener una oportunidad de decir adiós —plantea Lynch en su libro—, el ataúd supone que el cuerpo le importa a alguien. Por eso nos duelen las cajas de cartón improvisadas como ataúdes en Ecuador como nos duelen las bolsas negras de basura que contienen cadáveres desde antes de la COVID-19 en México, un país con una permanente crisis forense a causa de la epidemia de la violencia.
En México, la despersonalización de la muerte es nuestro estado natural desde que inició la “guerra contra las drogas”. La violencia desatada nos resulta demasiado familiar: se han instalado tráileres que sirven de morgues, hay hornos industriales donde se incinera personas no identificadas y miles de cadáveres han sido descubiertos en fosas comunes y clandestinas. Incluso pese a las medidas de confinamiento en el país, abril de 2020 ha sido uno de los meses más violentos de la historia reciente mexicana: 2492 personas fueron asesinadas; más que las 2.270 que han muerto por el virus en México hasta el 4 de mayo.
Pareciera que tanto la violencia desbordada como las nuevas reglas sanitarias nos arrebatan uno de los derechos más importantes, íntimos y sagrados: el derecho al buen morir. Aunque cada cultura tiene criterios distintos para considerar las características de una digna muerte puedo aventurar que es no morir en aislamiento y sin un ritual de despedida.
Ese instinto, entiendo hoy, fue el que me obligó a quedarme una noche sola en la funeraria velando a mi abuela cuando era adolescente. Tendida en un sillón, mirando con temor, dolor y compasión hacia aquel ataúd solitario en el centro de la sala, la “acompañé” esas primeras horas sin vida.
“La capacidad de ser llorado es un presupuesto para toda vida que importe”, dice la filósofa Judith Butler. Así que como una manera de sobrellevar las reglas sanitarias comienzan a surgir Antígonas —la heroína de la mitología griega que desafía las leyes para enterrar a su hermano— que intentan restaurar el derecho de las personas fallecidas a ser recordadas, a tener despedidas dignas.
Los vemos en pequeños motines mediados por la tecnología, como casi todo durante la expansión del coronavirus, que florecen en las redes sociales como este: “Se llama Julián Iglesias, 89 años. Como él no era famoso no saldrá en las noticias ni será TT [trending topic]. Solo un número más entre las muertes provocadas por el coronavirus. En nombre de todos los ancianos que han muerto y morirán estos días, #JuliánIglesias”.
Descubrí este tuit una noche de insomnio y me emocionó porque el mensaje incubaba en sí mismo un memorial y se rebelaba a la muerte en el anonimato. Julián Iglesias no es ya solo uno de los 25.428 muertos en España, es un padre recordado por su hija.
En Ecuador, por ejemplo, un grupo de periodistas y ciudadanos se propuso devolver nombres e historias a las cifras de muertes, a manera de homenaje. Con esa lógica de que toda vida merece ser honrada, estudiantes de arquitectura de una universidad en Londres lanzaron un memorial virtual para hacer un homenaje colectivo. En China, el último mensaje en redes del médico que alertó del nuevo coronavirus, Li Wenliang, se ha convertido en memorial y símbolo de resistencia. Una televisora española abrió un muro digital donde se pueden escribir las palabras que no pudieron ser dichas en los últimos momentos; ahí, Isabel le escribió a Pedro, su padre de 86 años: “No pudimos estar contigo pero no estabas solo, querido papá. Todos te acompañamos y jamás, jamás te olvidaremos”.
El virus muta nuestra vida y nuestra forma de morir. Así como en este momento se lucha desde la ciencia para encontrar una vacuna, también se libra una pelea ciudadana por dejar claro que cada muerte importa, que los puntos rojos que los noticieros y los gobiernos nos presentan a diario en una tabla no son cifras, son personas, como lo son las víctimas invisibles de nuestras otras epidemias.
*Marcela Turati es periodista mexicana que desde 2008 se dedica a cubrir la búsqueda de las familias de personas desaparecidas durante la llamada “guerra contra las drogas” y su lucha por recuperarlas muertas o vivas. Es cofundadora de Quinto Elemento Lab.
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