22 ago 2021

El maoísmo/Mario Vargas LLosa

 El maoísmo/Mario Vargas LLosa

El País, Domingo, 22/Ago/2021


El libro que acaba de publicar Debate sobre el Maoísmo, una historia global, no está muy bien traducido al castellano, pero no es una obra literaria sino política, así que no importa tanto. En todo caso, sus más de setecientas páginas se leen de manera apasionante por las sorprendentes novedades que contiene. Su autora, Julia Lovell, una inglesa, profesora de historia en el Birkbeck College de la Universidad de Londres, habla y lee chino y se ha pasado muchos años sin duda investigando esta obra que describe los empeños de Mao Zedong por reemplazar a los dirigentes rusos como líder teórico de la revolución socialista que daría a los países pobres del mundo una doctrina y una organización que elevaría sus niveles de vida y su fuerza militar, lo que les permitiría aplastar a las democracias imperialistas.

La rivalidad que esto motivó entre China Popular y la URSS, en la época en que Nikita Jrushchov dirigía este país, llegó varias veces al extremo de casi la ruptura, sobre todo por el dinamismo y el veneno con que el maoísmo acusaba a la URSS de haberse aburguesado y de traicionar a la revolución proletaria y campesina. Al mismo tiempo, Mao enviaba dinero y equipos de técnicos a todos los países asiáticos y africanos donde, estaba convencido, estallaría primero la lucha insurreccional. A la vez, se imprimían por millones los ejemplares de las obras completas de Mao, en especial el Libro rojo, resumen personal de sus teorías sobre la preeminencia campesina ante los centros urbanos en la lucha revolucionaria y su convencimiento de que “el poder político reside en el fusil”. En sus conclusiones, que no son para nada las visiones revolucionarias de Mao Zedong, la pulcra Lovell señala que en la actualidad China rinde culto al Gran Timonel amortiguando considerablemente sus teorías militantes y considerándolo una especie de patriarca bondadoso, un héroe nacionalista y moderado. Como los veinte millones de ejemplares del Libro rojo que se habían quedado sin regalar al mundo entero creaban un problema logístico considerable, Deng Xiaoping los mandó quemar. Probablemente este incendio monumental que convirtió a China de revolucionaria en capitalista es la razón del desarrollo económico que ha hecho de este país un supuesto modelo para el tercer mundo, y su verdadero autor no es Mao sino Deng Xiaoping, ese personaje que el peruano Abimael Guzmán, el jefe de Sendero Luminoso —”la cuarta espada del marxismo” según él—, mandó ahorcar junto a perros rabiosos a fines de 1980 en los postes de Lima, explicando así que, a su juicio, quienes habían traicionado la revolución no eran los rusos sino los propios chinos, desde que el poder cayó en manos de ese “traidor”. De modo que, aunque sea el cadáver de Mao Zedong el que reciba los aplausos, es probablemente Deng Xiaoping —un celador estricto del marxismo horrorizado con los estragos que causó en el destino de China el baño de sangre inaudito que fue la “revolución cultural” maoísta, según Julia Lovell—, quien por otra parte autorizó la inclusión de empresarios millonarios en el Partido Comunista chino, el verdadero responsable de la nueva cara de China y su capitalismo de “amiguetes”, es decir, de capitalistas que tienen derecho a ganar fortunas pero opinan sólo como lo hacen los ciegos y los sordos, con el bolsillo pero sin el cerebro ni la razón.

El libro de Julia Lovell es particularmente revelador sobre la revolución que intentó llevar a cabo en Ayacucho, en los Andes peruanos, el llamado Sendero Luminoso, y que dejó nada menos que setenta mil cadáveres, campesinos en su gran mayoría. Se sabía que su líder, Abimael Guzmán, era un fanático seguidor de las teorías de Mao, según el cual serían los campesinos, no los obreros, los que “asaltarían las ciudades”, pero no se sabía que había estado dos veces en China, donde, la segunda vez, recibió probablemente instrucción militar. Y que todo el comité central de Sendero Luminoso, unas cuarenta personas, estuvo también en China, invitados por los gobernantes de aquel país, de modo que hubo contactos bastante directos y estrechos —y probablemente ayuda económica y de armamento— entre China y el Perú de aquellos años, que los peruanos recuerdan con espanto, de la revolución senderista —asesinatos, voladuras de postes eléctricos y estrictos toques de queda— que dejó esa montaña de cadáveres. Julia Lovell hace un balance bastante justo de aquella “revolución” que traicionó a los campesinos de la sierra cuando, de acuerdo a las teorías de Mao, Abimael Guzmán mandó clausurar todas las ferias de los sábados, donde los campesinos iban a vender los productos de sus chacras. Fue esa la época en que nacieron las “rondas” campesinas, en que éstas ayudaban a los oficiales del Ejército, y a los soldados a sus órdenes, a infligir los más serios golpes militares a los comandos maoístas.

Sin embargo, no fue América Latina, sino el Asia y el África donde Mao volcó todo su empeño en acelerar la revolución socialista. El resultado no fue nada exitoso, a juzgar por las consecuencias. El Asia que vemos hoy día, no es el socialismo sino el capitalismo democrático el que está cambiando su cara, y disparando el desarrollo de países como Singapur (del que, dicho sea de paso, era un gran admirador Deng Xiaoping), Corea del Sur y Taiwán, donde han subido los niveles de vida de manera espectacular y se van instalando de manera irreversible las instituciones democráticas. Es muy interesante, por otra parte, el capítulo que Julia Lovell dedica a Vietnam. Aunque China apoyó su lucha contra los Estados Unidos, pese a la tradicional enemistad que existió siempre entre ambos países, el Vietnam de Ho Chi Ming trató siempre de frenar y hasta sabotear las aspiraciones chinas a dirigir las revoluciones africanas y asiáticas en Corea, Laos, Camboya e incluso la India, donde China envió múltiples ingenieros y técnicos y prestó ayuda sobre todo en proyectos agrícolas. Los gobiernos africanos, en general, recibieron esa ayuda con mucho gusto, pero a menudo se iba a los bolsillos de sus gobernantes, ministros y diputados, de manera que los verdaderos campesinos se beneficiaron muy poco de ella, con los tristes resultados que vemos en la actualidad en el panorama africano.

¿Cuál es el resultado del frenético entusiasmo que despertó Mao Zedong en toda China con la idea de que el tercer mundo seguiría las tesis de éste de que la revolución socialista sería de carácter campesino antes que proletario, que las ciudades serían devoradas por los trabajadores del campo, pues bastaba una chispa para incendiar una pradera, según afirmaba Mao? Para Julia Lovell las ideas comunistas del líder chino están todavía vigentes, aunque su propio país no las aplique y, más bien, como ocurre en Rusia, haya optado por un orden capitalista “vigilado” por el Partido, quien dirige la vida política y económica del país. Me permito discrepar de esta inteligente ensayista, y afirmar que, sin la libertad de investigar y la indispensable competencia, así como el derecho de propiedad, un país ve truncado su desarrollo y el despegue de su economía en algún momento de su historia. Le ocurrirá a China, como les ha ocurrido a tantos países latinoamericanos, por ejemplo a Chile ahora, donde la falta de continuidad y los traspiés políticos han puesto un freno al único país que parecía haber dado un golpe de muerte al subdesarrollo.

En todo caso, este es un libro importante, que vale la pena leer, no sólo para descubrir los gigantescos y fracasados intentos de Mao Zedong de liderar una revolución mundial, sino para entender por qué el comunismo no ha funcionado ni funcionará mientras la propiedad privada y la libertad, que son inseparables, no sean el sustento básico del desarrollo

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El maoísmo no es un tigre de papel

Julia Lovell firma un lúcido ensayo histórico sobre la doctrina que analiza tanto su importancia en la China de las últimas décadas como su irradiación internacional

Un grafiti dedicado a Mao en el barrio londinense de Hoxton, junto a bolsas de la basura.


Un grafiti dedicado a Mao en el barrio londinense de Hoxton, junto a bolsas de la basura.BARRY LEWIS / CORBIS VIA GETTY IMAGES

ANTONIO ELORZA

El Paçis, 24 JUN 2021 -

Julia Lovell es profesora del Birkbeck College, el mismo centro de la Universidad de Londres donde trabajó Eric J. Hobsbawm. En esta historia global del maoísmo nos ofrece un estudio de capital importancia para entender no solo el significado de Mao en su época, con su gran irradiación exterior, sino lo que representa la China posmaoísta de hoy. Es un análisis que llega a tiempo, al convertirse la transformación económica de la República Popular en un protagonismo mundial. Atentos a este deslumbramiento, se suceden los ensayos donde resulta minusvalorada la amenaza hegemónica de un sistema comunista en el que se conjugan una impresionante revolución técnica y económica y el potencial agresivo del que fuera “gran timonel”.

La conclusión frecuente es que Europa debe aprender de China, construyendo un modelo alternativo capaz de responder a su reto. Tal apreciación es válida, siéndolo menos que el tema de los uigures o el fin de la autonomía en Hong Kong —mucho más que una simple “restricción de libertades”— admitan la trivialización propuesta desde la óptica económica. Forman parte de una estrategia que Lovell califica acertadamente de posmaoísmo, vuelta hacia la apropiación del mundo exterior. No cabe ya creer en la tranquilizante presentación de la nueva China por Deng Xiaoping en 1978 como futuro gigante económico en un marco de paz. La represión de Tiananmen anunció ya que la violencia a ultranza, la antidemocracia, formaba parte del arsenal modernizador. También la renuncia a la autocrítica. Los ecos de La cometa azul, de Tian Zhuangzhuang, y de ¡Vivir!, de Zhang Yimou, en los primeros noventa se apagaron. El segundo, encumbrado en el sistema, se dedicó a darnos la paliza con sus dagas voladoras y en Héroe puso las artes marciales al servicio del nacionalismo. La imagen de Mao no tardó en ser recuperada.

La indeterminación política y la corrupción parecieron, en principio, bloquear la dimensión estratégica del crecimiento chino. Es entonces cuando entra en escena Xi Jinping, quien plantea un doble plan de control estricto en el interior y expansión hacia afuera. Su inspiración será la mitificación del pasado imperial más el impulso maoísta, tanto en lo concerniente al poder indiscutible del Partido Comunista como a su poder personal. Su “sueño de China” supone el descenso a la tierra de la voluntad de dominio universal revolucionario. “Xi ha recorrido la senda maoísta igual que ha hablado su jerga”, resume Lovell. El establecimiento del culto a su personalidad es la última consecuencia en la China cuasimaoísta.

La reconstrucción del posmaoísmo por la historiadora británica es precedida por una no menos lúcida investigación sobre las variantes del legado de Mao en distintas áreas del mundo: Indonesia, Perú, África, Europa, India, Nepal, Camboya. Las dinámicas de formación y desarrollo de estas hijuelas son diferentes. En Europa se mezclan el desencanto ante el modelo soviético y la fulgurante novedad de unas doctrinas que los intelectuales ni siquiera entienden bien, dada la tardía traducción de los textos de Mao en sus incompletas Obras completas. Eso no significa que la adhesión al maoísmo no tenga una eficacia a veces terrible, como sucede con las Brigadas Rojas en Italia o la banda Baader-Meinhof en la República Federal de Alemania. El recurso al prestigio de Mao permitía practicar un anticomunismo fáctico, disfrazado de condena del revisionismo, según ocurrirá en España o en Francia, paso previo incluso de giros a la extrema derecha. Al mismo tiempo legitimaba la utilización de la violencia y del terrorismo hasta un alto grado de inhumanidad. “Mata y huye. Golpea a uno para educar a un centenar”, reza el eslogan de las Brigadas que destaca Lovell. La Revolución Cultural fue un mito en el que cayeron muchos jóvenes intelectuales europeos a fines de los años sesenta. Clave en 1968.

La autora insiste en que la revolución maoísta desbordó muy pronto las fronteras de China, en sociedades agrarias donde un profundo malestar fue capitalizado por formaciones insurreccionales, que miraban con admiración el ejemplo chino. Y cuyos líderes, además, como el camboyano Pol Pot o el peruano Abimael Guzmán, no bebieron solo en los libros, sino que forjaron su personalidad política en China. El voluntarismo propio de Mao les llevó a desastres como el indonesio, también a experiencias genocidas como en Camboya, incluso a una larga duración en la India o en Nepal. El espectro de los líderes maoístas también es amplio, desde quienes se convirtieron en puros y simples tiranos, caso de Robert Mugabe en Zimbabue, hasta los que insistieron hasta el final en la asociación de maoísmo y terror (jemeres rojos, Sendero Luminoso). Luminosos son casi siempre los capítulos de Lovell: gracias a su análisis resulta comprensible la singular peripecia del maoísmo nepalí, con Prachanda en el tránsito de una brutal guerrilla al parlamentarismo. La observación participante y las entrevistas con actores del proceso enriquecen aún más el relato.

Al contar ya con una rigurosa bibliografía precedente, la aportación de Lovell es menor al estudiar monográficamente el pensamiento y la acción revolucionaria de Mao. Incluso con aspectos discutibles, como la centralidad del lavado de cerebro. No toma en consideración el enfoque de Robert Jay Lifton sobre el marco en que tiene lugar la más sofisticada reforma del pensamiento y su secuela teórica en el enfrentamiento con el partido en los sesenta. A Mao ya lo conocíamos. Con Lovell nos adentramos en el maoísmo.

portada 'Maoísmo. Una historia global' JULIA LOVELL. EDITORIAL DEBATE

Maoísmo. Una historia global

Autor: Julia Lovell. Traducción de Jaime E. Collyer.

Editorial: Debate, 2020.

Formato: 750 páginas. 29,90 euros.

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