El velorio de papá | Por Cecilia Fuentes Macedo
Crónica
Cualquier parecido con hechos o nombres reales NO es coincidencia, en esta crónica que, desde la ironía, repasa los hechos y personajes que rodearon los funerales de una de las glorias de nuestra República de las Letras.
Milenio, / 10.06.2022 ;
A lo largo de nuestra existencia, todos esperamos, con disimulada ansiedad aniquiladora, ese momento único que solo ocurre un par de veces en nuestra vida, ese segundo irrepetible, inolvidable y catastrófico en que te enteras has caído en la orfandad.
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La temida llamada entró por ahí de pasadito el mediodía. Yo trabajaba compulsiva y neuróticamente, tratando de coordinar o salvar alguna de nuestras grabaciones de la telenovela en turno. Lo último que esperaba era contestar el celular para escuchar la voz quebrada de Chelita, la esposa de papá, pasándole el auricular a un médico totalmente desconocido quien se puso a hablar nerviosamente en términos clínicos incomprensibles. Lo único que le entendí fue “ya no pudimos hacer nada” y me colgó.
Tampoco tuve que entenderle mucho al hombre. A sus 83 años, Apá había trascendido. Puff gone byebye. La cabeza te zumba. El estómago se te cae al piso. Las piernas se tambalean. La vista se nubla y la taquicardia toma control. Terminé lo más urgente, le avisé a mi Pato lo ocurrido y luego notifiqué a mis compañeros que debía ausentarme por causas de fuerza mayor. La noticia ya se había difundido. Entraron corriendo a mi oficina Gi, Ju y el Rober, quienes me mandaron a empacar mis tiliches y emprender camino hacia ese evento al que no tenía ni la más mínima gana de asistir. En los largos pasillos de Televisa que te llevan al estacionamiento, me encontré con una Pato desencajada y con mi súper amiga La Gaby Z, guapa y talentosa actriz a quién hemos apodado siempre “la sobrina” (por no decirle: oye, cuero, ya estamos muy rucas para ti pero podemos fungir como tus tías).
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Cual guaruras, con una de cada lado, fui escoltada hasta el auto que nos llevaría a casa del difunto. Mi Apá, mi Pá, mi Papotote. Ese hombre que conocí tan bien en la infancia y que fue transmutando con los años a un individuo desconocido pero entrañable, ya estaba en otra dimensión.
Llegar a su casa en la colonia San Ángel fue una odisea. Los medios ya se habían apoderado de calles y banquetas, coludidos con flores y coronas que abarcaban lo poco que sobraba del empedrado. Una ambulancia yacía estacionada en el garaje. Los vecinos chismosos se asomaban. Los flashes trataban de robarnos nuestra imagen mientras yo gritaba insultos sin razón y llenos de rabia. Logramos subir la escalera de la desgracia (luego entenderán por qué) para llegar hasta el pequeño jardín encubado. Gaby Z y Pato trataban de llenarme de amor sin saber que estaba calmada y sin adivinar que, dentro de toda mi angustia, por fin respiraba libertad. No la que me dieron papá y mamá a manos llenas. Por fin ya no era yo. Ya no era la hija de alguien. Yo, era simplemente yo. Huérfana por primera vez, como nos pasa a todos.
Las chicas del servicio nos abrazaron con lágrimas y quejas. Trataban de explicar lo inexplicable o en su defecto revertir el tiempo mientras el pequeño chihuahua saltaba de un lado a otro. Ahí presentes también estaban tres seres ejemplares. El jefe de la Ciudad Don Gustavo Mastroianni, alto y guapetón, mostrando respeto pero sobre todo su asombro hacia mí, la hija desconocida. Monsieur Charles de Fontainebleu, embalsamador estrella y enviado exclusivo por la agencia funeraria para casos de altas celebridades. Y finalmente, sobre una camilla hospitalaria y cubierto por una corrientísima sábana blanca, el cuerpo de Papá. Ahí abandonado en su jardín, frente a la escultura que tanto apreciaba (un Bach original) y a la cual yo siempre le vi forma de tortuga. Ahí, su cuerpecito vestido pero helado, esperaba y esperaba y esperaba. Pregunté por el paradero de Chelita (la rubia de categoría que todos quieren) a lo que me respondieron “está arreglándose”. O como hubiera dicho Papá: “The late Chelita will be late again for the late me”.
Cuando Don Mastroianni partió y Pato, para no perder la costumbre, tomó el papel de productora del evento, yo fui acercándome al cuerpo témpano para sentir su rigor, tocar su piel ahora como de cera, acariciar por primera vez esas manos maravillosas que mamá admiraba y que algún día me llevaron pasito a pasito hasta el colegio en Venecia. Todo él estaba tan rígido que me entró la necia y compulsiva obsesión de querer arrancarle su dedo chueco. Ese dedo con el que había escrito tantas maravillas. Ese dedo que lo incapacitó para escribir otras tantas, llevándolo a pedirme a mí, ayuda para transcribir sus textos. El dedo culpable y amable. Yo lo quería para mí y guardarlo en un botecito con formol. Como buenos monstruólogos que fuimos, él lo hubiera apreciado. Pero fracasé en el intento. Pato y La Gaby me veían con horror, pero el elegante francés comprendió mi necesidad y se acercó a platicarme en su idioma. Me contó cómo su experiencia le había demostrado que el alma permanece cerca de su cuerpo unos cuatro días antes de irse al más allá. Y ya que el dedo no se desprendería tan fácilmente, me ofreció dejar a mi cuidado la cruz que vendría con la caja y la sábana hospitalaria (no la lavé en casi 7 años)
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El tiempo se detuvo dentro de mí mientras observaba en cámara lenta los vaivenes de estos eventos ya tan familiares para nosotras y para esa triste casa. ¡Si las paredes hablaran! El cuerpo de Apá hizo mutis para irse a embalsamar y regresar más tarde, más guapo, a recibir a sus invitados. Apenas hacía 24 horas Pato y yo comíamos con él en su comedor, mientras bailoteaba y cantaba y comía unos chocolates que le había mandado su no amigo, el presidenciable Señor Copetes. Ahora me pregunto si los chocolates no habrían llegado envenenados.
Poco a poco fueron apareciendo los visitantes. La única destrozada era mi pobre tía TinTin, quien nunca logró hacer las paces con papá antes de que pasara a mejor vida. Entre los otros, más que pésames, se chuleaban entre ellos y platicaban sus próximas hazañas. O quizás querían que el helicóptero que nos sobrevolaba captara su imagen. Al pie del cañón y encabezando al grupo polaco, Don Mastroianni recibía a todos sin soltar a su guapa mujer, Flor Silvestre, una renombrada política sudamericana que podía pasar por cualquier Miss Universo. Por lo menos yo no podía quitarle los ojos de encima. Muy pronto llegó el famoso Chiquidrácula, recordándonos que él sustituiría al jefe de la Ciudad en las próximas elecciones. El Chief Rafa no podía faltar, pero quienes se lucieron de ese grupo fueron el buen Chema López Buga quien en su silla de ruedas refunfuñaba repitiendo una y otra vez “¡Estas son chingaderas!” y la única e incomparable Remedios Solaz, Directora del Consejo de las Artes. Ellos y solo ellos, siempre trataron que yo me ganara un lugarcito en el tan ocupado mundo de papá. Lamento no haberlos complacido.
Del mundo artístico, agradecí la tardía llegada de mi half sister, la rockera consentida, quien logró aparcar su coche a cuadras de distancia y colarse entre la comitiva del presidente De La Barca y su esposa Dalila. Este, al ver a la sister, simplemente le dijo “yo soy tu fan” y sonriente se encaminó al sepelio. Por ahí llegó el regordete poeta tuerto y su encantadora esposita. El fabuloso artista plástico especialista en Pérgolas, Teo Van Rosas. Freddy King, the prodigal son, ese hijo perfecto que papá tanto anhelaba. Los inseparables escritores, comentaristas y pareja, Aquiles Halcón y Milagro de las Nubes (se dice que es parienta mía). Y por supuesto la adorada Pony de Troya, máxima exponente y sobreviviente de un grupo de intelectuales ya desaparecido. Quien no entiendo cómo fue que llegó ahí y aun me pregunto si no fue una aparición, o más bien una pesadilla, fue la de Gina, la Bodoquito Fernández. Era gorda e idéntica cuando yo tenía 11 años. Igual de pesada e insolente que cuando estaba casada con Benito el Bigotes, el misógino más famoso de los 60. Sip. Seguro la imaginé.
La comitiva funeraria fue excusándose para dar paso al acomodamiento del ahora ausente. Vieran lo grandote que abrieron los ojos cuando llegó la caja, la acomodaron en medio jardín y ahí reacomodaron a Papotote. Luego entró en hombros, en su caja, pero por la ventana de la sala ahora fungiendo como capilla ardiente. Ya estaba todo listo para el adiós. Chelita, aunque destrozada, lucía como una reina y compartía sus maquillajes para darle un color más chapeadito a Papá. A él le gustaba verse bronceado y ella decidió darle una manita de gato. De paso le colocó un elegante gazné y lo peinó afanosamente para que quedara bien guapetón. Por momentos me llamaba a que le tomara la mano y lo viéramos juntas. Luego me apartaba para tomarse sus acostumbradas fotos junto al occiso en turno. Habló quien tenía que hablar. Lloró quien tenía que llorar. El cura dio sus bendiciones y todos salieron huyendo de la casa de Los Locos Addams. Yo escondí mi cruz y mi sábana y me dirigí con Gaby y Pato a esperar en el jardín la última parte del show.
Al parecer en esa casa todos olvidan que la escalera que lleva al exterior es demasiado angosta. Apenas una persona parada y caminando puede pasar. Imaginen lo que es tratar de que quepa un ataúd pesado, con un cuerpo humano adentro, acostado. Al bajar o subir la caja por esa escalera, la geometría cambia su forma vertical a una horizontal. Si no hay cuerpo adentro, nadie lo notará. Pero con difunto integrado, al voltear la caja se escuchará “pock, pum, crack”. La cabeza del amado rebotará mientras el resto del cuerpo se va desacomodando. Esta era la tercera vez que Pato y yo lo experimentábamos. Ay papá, pobre papá, como diría mamá.
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Durante toda la noche rumié con mi nueva obsesión. Debía yo ponerle unas monedas en la caja a papá por si acaso se topaba con la barca de la muerte y no lo dejaban pasar. También debía llevarse consigo una foto mía y de la abuela. Así que me paré a preparar las ofrendas y regresé a la cama.
Muy a su pesar, Chelita tuvo que compartir con Pato y conmigo el carruaje de lujo aportado por la buena Remedios. Así escoltaríamos a Papá hasta Bellas Artes. Las avenidas se iban cerrando a nuestro paso. El segundo piso. El primer piso. Reforma. Todo. Papá acariciaba desde su carroza a los fans que lo esperaban orillados para despedirlo y aventarle flores, gritarle adiós, profesarle su amor y mostrar sus libros. Nosotras atrás, envueltas en lágrimas de emoción.
En Bellas Artes ya estaba toda la fauna presente. Los amigos y los familiares. Los interesados y los agregados. En esos momentos maldecía mi suerte de estar en primera fila, tomada constantemente por las cámaras. ¿Qué hago? ¿Qué no hago? Ni tiempo de pensar. Colocaron la caja al centro y sopas, que me mandan a la primera guardia. Yo con pánico escénico y sin haber hecho nunca semejante cosa, pues estaba perdida y aterrada. Nada tonta, nuestra entonces primera dama reaccionó brillantemente. Bien que se había dado cuenta la noche anterior que yo no le quitaba el ojo de encima a Flor Silvestre, la guapa sudamericana. Así que me colocó entre ella (sosteniéndome las espaldas) y las sentaderas de la señora Mastroianni (donde mi vista se enfocaba), y de esa forma sobreviví la guardia sin desmayarme o salir corriendo. Lo que hayan visto los demás, se queda en los demás.
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En la funeraria solo nos encontramos los familiares, Don Mastroianni (quien huyó en cuanto Chelita se puso de nuevo a maquillar al Apá), el francés que hablaba con los espíritus, y el Chema López Buga en su silla de ruedas repitiendo “¡Estas son chingaderas!” Con gran discreción me acerqué el ataúd abierto para un último intento en el arranque del dedo y para depositar mis fotografías, un peluchito, y el óbolo de Caronte, o sea las monedas para que el barquero no nos lo retachara. Y ahí observaba yo a este hombre que en vida dio tanto, que tenía la mente llena de infinitos y me pregunté: ¿Y todo eso dónde está? ¿A dónde se va la esencia, los conocimientos, el esfuerzo, el dolor, la felicidad? ¿Somos tan efímeros? ¿Merecemos siquiera existir? ¿Para qué? Si él, siendo quien fue, ya es nada… ¿qué nos queda a nosotros?
Un famoso escultor especialista en personalidades fallecidas, Apolo del Monte, se nos acercó ofreciendo sus servicios para duplicar las manos de papá en yeso. Yo brinqué de emoción y le pedí a Chelita que hiciera dos copias y me diera una. Apolo asegura haberle dado la copia. Chelita lo niega.
Y pues todo llega a su fin. Y así llegó el momento en que los guantes blancos encaminaron el ataúd hacia otros lares. Nosotras tres no soltábamos la caja. Los seguimos hacia el elevador, hacia el pasillo, hasta la mera entrada de los hornos. Como si fuera un vagón de tren recibiendo a su último pasajero, o un barco a punto de zarpar, vimos como empujaron la caja y cerraron la claraboya. A través de la ventanita le mandamos besos y luego nos colocamos detrás de la gran puerta de acero que marcaba la separación final. Desde ahí lo despedimos moviendo las manos. Les encargamos las monedas, las fotos, el gazné y el maquillaje y regresamos a casa. Por el retrovisor del auto veíamos las cenizas volar. Nunca te dan a tu ser completo.
El presidente De la Barca ofreció pasar por los restos para colocarlos en la Rotonda de los hombres ilustres, cosa que hizo a Chelita brincar como chinampina. “Eso es lo último que él quería”. Traté de convencerla de que les diera un tarrito con tierra del jardín y así todos contentos, pero me vieron re feo y pues a París fue a dar.
Yo conservo hoy en día mi cruz y mi sábana, mejor conocida como “el sudario”. Me acompaña en mis shows en vivo y todos la conocen. Igual que la uña que papá un día me regaló con mucho cariño y yace en un frasquito plástico junto a unos huesitos de mamá. Como digo “ya se chingaron… juntos para siempre”. Y que ¿qué fue lo que le pasó a papá? Pues una posible úlcera combinada con sus acostumbradas aspirinas y unas de esas pastillitas azules milagrosas que se tomó por error confundiéndolos con Advil. Pues sí. Vlad lo dejó vacío o Aura se lo chupó, como en nuestras historias de terror. Y a propósito de terror… la escultura tan famosa con cara de tortuga que vive en el jardín, resultó ser un Chac Mool. Lo que es el arte moderno ¿verdad?
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