¡Viva la discrepancia!/Humberto Musacchio
Excelsior, 16 de junio de 2022
Hace unos días, el autor de este artículo presentó, junto con Raymundo Riva Palacio, el libro Fuego de mis entrañas, fascinante crónica autobiográfica de Rafael Cardona Sandoval. Algunos amigos me han reclamado esa participación, pues resulta muy conocido el tono crítico de Cardona hacia la llamada Cuarta Transformación y quien la encabeza. Ofrezco aquí un resumen de mi ponencia para que sean los lectores quienes juzguen lo que dije.
En todo el mundo, los medios de comunicación viven un intenso y muy complejo proceso de transformación y asistimos a un cambio profundo de los modos de informar. En medio de tales cambios, hay colegas que han hecho y siguen haciendo buen periodismo. Uno de ellos es Rafael Cardona, hijo, nieto y sobrino de tigres de nuestra jungla informativa, quien ha pasado por todas las etapas, puestos y oportunidades que exige y ofrece el periodismo. Para él, nuestro oficio es una bendita enfermedad parecida al alcoholismo, un mal progresivo, incurable y mortal.
Y lo dice alguien que lo mismo ha sido reportero de a pie que muy eficiente enviado, maestro de la entrevista y el reportaje, cronista de polendas, articulista implacable y eficiente directivo. Cardona Sandoval ha sido todo eso y también se ha situado al otro lado del mostrador, trabajando en oficinas de información para dar a los reporteros lo que la fuente misma considera digno de divulgarse. Ha estado en todo y en todo ha cumplido con eficiencia y profesionalismo, con agudeza, sensibilidad, inteligencia y muy buena prosa.
Como sabemos quienes hemos vivido en ese mundo fascinante, el periodismo es también, como dice Rafael, una cofradía sin fronteras, escenario privilegiado de la excitante aventura de vivir sin límites y, a veces, como hoy ocurre en nuestro sufrido México, de morir sin más motivo que haber cumplido con el deber de informar, de haber incomodado con el trabajo —nuestro trabajo— a los que ostentan o detentan un poder, institucional o fáctico, poder que se vuelca en forma criminal sobre aquel que se atreve a decir lo que vio, lo que escuchó, lo que sabe, lo que entiende, lo que interpreta.
México es, desde hace varios años, uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo, como lo muestra la cantidad de colegas asesinados por las mafias o por uniformados y políticos igualmente mafiosos. Por desgracia, esa triste realidad no parece preocupar a quien cada mañana condena a todo disidente y, al mismo tiempo, ofrece a los delincuentes “abrazos, no balazos”.
Ese siniestro postulado hay que combatirlo. Y lo vamos a hacer ejerciendo las libertades que tenemos, las que no son regalo de gobernante alguno, sino conquistas producto de largas, difíciles y tenaces luchas sociales. La mejor resistencia ante la negativa gubernamental a respetar la libertad de expresión y someter a los delincuentes al imperio de la ley debe ser, sencillamente, el cumplimiento de nuestra función con la conciencia de que estamos para servir al lector, a la sociedad, no al poder, lo que no excluye la coincidencia en objetivos, posturas y realizaciones.
Los verdaderos periodistas, los mejores, son profesionales que aman su oficio y, a la vez, respetan y defienden su verdad. Rafael Cardona Sandoval pertenece a esa estirpe, una especie que no ha de llegar a la extinción porque es la que sostiene el enorme edificio de la información, del análisis, de la opinión y, sobre todo, de la indispensable pluralidad.
En el periodismo no hay moneditas de oro y las diferencias integran el gran mosaico de la profesión.
Desde luego, con Rafael Cardona se puede coincidir o discrepar, pero ahí reside la importancia de nuestro oficio. La sociedad y el poder necesitan del gran abanico de enfoques y opiniones que implica la libertad de prensa, porque es en la diversidad donde podemos hallar lo que buscamos, donde ciudadanos y autoridades conocemos nuestras limitaciones, donde vemos expuestos nuestros errores y atisbamos las eventuales soluciones. Por eso, es función nuestra exigir respeto a los informadores y analistas de nuestra realidad y volver, una y otra vez, al grito que lanzara durante el movimiento de 1968 el inmenso Javier Barros Sierra: “¡Viva la discrepancia!”.
Sí, que viva, porque México la necesita.
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