18 may 2023

El único plan: un Estado a la vez constitucional y democrático/ Rafael Estrada Michel.

"Ni elecciones populares ni amenazas criminalizantes: para que la democracia subsista no caben planes A, B o C. El único plan viable es el poco lucidor, pero indispensable, de la defensa del Estado constitucional al que, no por casualidad, pensadores como Ferrajoli o Fioravanti han apellidado -aunque pueda parecer contradictorio- “democrático y de Derecho”.

AMLO debería leer este..

 El único plan: un Estado a la vez constitucional y democrático/ Rafael Estrada Michel.


Síntesis de una añeja controversia han resultados las pasadas semanas mexicanas. Me refiero, por supuesto, a la controversia entre Constitución y Democracia.

Sólo comenzaba su Teoría de la Constitución cuando Carl Schmitt (ese genio luciferino, como le llamó Gadamer) resaltaba que el régimen constitucional democrático posee en su seno el germen de su propia destrucción. Llevaba razón, aunque quizá no por las mejores razones: un pueblo x se harta de su sistema democrático y depone su Constitución con una amplia mayoría de votos. Más democrático imposible pero, a labor de zapa semejante, ¿qué es lo que puede seguir?

Como ha recordado reciente y brillantemente el doctor Juan Luis González Alcántara Carrancá, ministro de nuestra Corte suprema, fue precisamente contra tal escenario que Schmitt formuló su propuesta de defensor de la Constitución, que habría de ser no un tribunal sino el Presidente del Reich, jefe del Estado alemán según la célebre ley fundamental de Weimar (1919), para confundirse poco después con el Canciller, guía última y definitiva del espíritu del pueblo. Los resultados pueden ser conocidos con poco que alguien se acerque a la oferta cinematográfica de Netflix o Prime video. No son alentadores.

¿Por qué encargar al führer y no al Parlamento alemán la defensa del ordenamiento? Porque en el concepto de Schmitt sólo la figura del Jefe (primero del Estado y luego del gobierno cancilleril) poseía la representación de la “toma de conciencia del ser político” del pueblo. Sólo sobre las espaldas del Ejecutivo se puede pensar que posa la voluntad popular. Los otros “poderes” son derivados: Parlamento y Justicia se hallan mediatizados por las fuerzas políticas, por las organizaciones intermedias y por los partidos que por definición fraccionan al Estado y a su “toma de conciencia”.

Es célebre la controversia en la que entró Schmitt con el tan frecuentemente calumniado Hans Kelsen, extractor de la quintaesencia de la democracia constitucional y, por tanto, sistematizador de una defensa de la Constitución en sentido jurisdiccional y -lo que quizá sea más importante- a través del cauce del debido proceso.

Kelsen pergeñó la solución del tribunal constitucional (él mismo fue integrante de un órgano concentrador de la Justicia fundamental) para salvaguardar la idea republicana, pluralista y, sobre todo, parlamentaria de tratar las cosas públicas. Estaba convencido de que un pueblo no requería “tomas de conciencia de su ser político” ni “Constituciones en sentido absoluto, es decir, en el sentido de sus inmutables decisiones políticas fundamentales” sino, más bien, ser administrado a través de la búsqueda de la verdad que, ya se sabe, sólo puede hallarse en el diálogo informado y en la deliberación plural. Si tenemos, como parece implicar, entre otras, la Constitución de la Ciudad de México, un “derecho fundamental a la buena administración”, se comprenderá que poseemos el correlativo “derecho humano a la correcta deliberación parlamentaria”. Su contracara judiciaria es, por cierto, el derecho de acceso a la Justicia.

Con Kelsen, la solución del control constitucional concentrado venía a tratar de salvar, un siglo después de lo experimentado en el Continente Americano, los precarios restos de la democracia parlamentaria europea. No se trataba de usurpar funciones ni de aniquilar el esquema de división de poderes, sino precisamente de evitar que el Poder Legislativo derivado (o quien lo controle y guíe[1]) se arrogara funciones constituyentes, disfrazando de Constitución lo que es mera legislación secundaria. Sabemos también cuál de los dos esquemas fue el que se impuso en la Alemania nazi (y en su “área natural de influencia”, Austria y Checoslovaquia, que por un tiempo poseyeron tribunales constitucionales a la Kelsen) y sabemos también con qué consecuencias.

Se ha dicho que los jueces no poseen legitimidad popular. Es necesario matizar, puesto que poseen una legitimidad democrática indirecta, esto es, mediatizada por el orden constitucional. Lo que se pide de ellos no es que busquen ser electos en concursos de popularidad comicial, mucho menos que atiendan a disciplinas partidarias, sino que argumenten adecuadamente y persuadan a una mayoría de sus colegas de que sus razones, siempre discutibles, son las que mejor protegen el esquema constitucional y democrático que una nación ha querido darse con sentido republicano y dialogante. Si obran así, estarán perfectamente autorizados para analizar si se han cumplido los elementos fundamentales de la deliberación parlamentaria, o si una materia puede genuinamente ser calificada como “de obvia y urgente resolución” para dispensar trámites legislativos que de otra forma no podrían más que considerarse esenciales.

Ya hemos probado, en México, el sistema de elección popular -bien que indirecta en un grado- para los “individuos de la Suprema Corte”. La Constitución de 1857, con sus afanes antipresidencialistas derivados del trauma santanista, pretendió hacer de los jueces bocas ya no de la ley, sino de la voluntad popular. El resultado, como probó Rabasa, fue un desastre: el dedo del señor Presidente (licenciado o general, que en esto no hubo distingo) solía designar a los altos jueces de la República simulando impolutos procesos electorales en los que nadie con tres dedos de frente podía creer. El propio general Díaz fue ministro de la Corte (inédito en cuanto a sentencias, por cierto), sin poseer siquiera un título profesional que la Constitución, en otro giro absurdo, tampoco exigía.

La expresión “legislador negativo” que utilizó Kelsen en sus opúsculos sobre la defensa constitucional tal vez no sea la más feliz de todas, pues genera suspicacias y causa escozor. Es, sin embargo, plástica: el tribunal constitucional no legisla, pero expulsa del sistema normativo aquello que entiende contrario a los valores y principios de la regularidad fundamental. Es por ello que puede exigir a las administraciones que funden y motiven sus resoluciones, y a los órganos legislativos que discutan y deliberen los proyectos, que los voten en libertad, que honren la naturaleza del Parlamento como casa de la pluralidad, furibunda defensora de la diversidad, refractaria a pastoreos y a escenas bucólicas o bélicas supuestamente dignificantes de las esencias y proyectos nacionales...

Tenemos en cambio, como coronación de infundios, la poco velada amenaza de sujetar a los más altos jueces a procedimientos de responsabilidad política tan pronto como votan algo que no se corresponde con la “toma de conciencia del proyecto auténticamente nacional”. Cuidado: ya se ha intentado, precisamente bajo la vigencia de la Constitución del 57, cuando la Corte votó el amparo Miguel Vega, indignando al Congreso, y sólo la furibunda independencia de algunos ministros encabezados por el valiente Nigromante, don Ignacio Ramírez, impidió que la sangre de la República llegara al río.

Se ha dicho también que la Constitución impone a los tribunales colocar los contenidos por encima de las formalidades, el fondo sobre las maneras. ¿Para qué discutir semejante aserto, si sabemos (y ya lo confirmó el supremo tribunal) que no hay nada más sustancial, más material, más de fondo, que cumplir con los procedimientos parlamentarios con miras a garantizar el pleno goce del derecho básico a la correcta y suficiente deliberación de lo que habrá de sujetarnos?

Cerremos con kelseniana libertad, sin buscar enemigos al estilo schmittiano: “políticamente libre es aquel que se encuentra sujeto a un orden jurídico en cuya creación participó”. Y mantengamos, constitucionalmente, semejante libertad democrática.

Ni elecciones populares ni amenazas criminalizantes: para que la democracia subsista no caben planes A, B o C. El único plan viable es el poco lucidor, pero indispensable, de la defensa del Estado constitucional al que, no por casualidad, pensadores como Ferrajoli o Fioravanti han apellidado -aunque pueda parecer contradictorio- “democrático y de Derecho”.

[1] Führer en alemán significa “el que guía, encabeza, conduce, acaudilla”.


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