La entrevista del presentador estadounidense Tucker Carlson al presidente ruso, Vladimir Putin, difundida el jueves comenzó con un muy cuestionable discurso de media hora sobre la historia de Rusia y Ucrania.
Carlson, que a menudo parecía desconcertado, escuchaba las extensas explicaciones de Putin sobre los orígenes del Estado ruso en el siglo IX, Ucrania como un Estado artificial y la colaboración polaca con Hitler.
Putin comenzó la entrevista afirmando que el "establecimiento del Estado ruso" ocurrió en el año 862. Ese año Rurik, un príncipe escandinavo, fue invitado a gobernar la ciudad de Novgorod, la capital de los Rus, el pueblo que eventualmente se convertiría en los rusos de hoy.
Putin declaró a Tucker Carlson que en el siglo XVII, cuando Polonia llegó a gobernar parte de la actual Ucrania, introdujo la idea de que los habitantes de esas áreas "no eran exactamente rusos” y que “debido a que vivían en la periferia, eran ucranianos".
"Originalmente, la palabra ucraniano significaba que la persona vivía en las afueras del Estado, en la periferia", alegó.
Putin continuó afirmando que "Ucrania es un Estado artificial que fue moldeado por voluntad de Stalin", argumentando que fue creada por el liderazgo soviético en la década de 1920 y recibió tierras sobre las que no tenía ningún derecho histórico.
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Periodismo para adultos/ Juan Manuel de Prada
ABC, Sábado, 10/Feb/2024
La entrevista de más de dos horas del periodista Tucker Carlson al presidente ruso Vladímir Putin es una sonora bofetada en el rostro abotargado del periodismo occidental. Y conste que la entrevista nos pareció en exceso complaciente, o siquiera un tanto estólida, por parte del entrevistador; y también, a ratos, un poco tediosa o previsible por parte del entrevistado, que sin embargo ofreció algunas ráfagas de escalofriante clarividencia (sobre todo cuando se refirió a cuestiones económicas). Tucker Carlson –ya lo habíamos comprobado en otra entrevista anterior al penoso Milei– no es un buen entrevistador, porque no tiene reflejos suficientes para retrucar la alfalfa que le sueltan sus entrevistados (aunque, en honor a la verdad, le perjudica que sus entrevistados no se expresen en inglés); y sobre todo porque pesan demasiado en su juicio y en la orientación de sus preguntas sus preferencias ideológicas (pero en esto no se distingue de la inmensa mayoría de los periodistas). Claro que Carlson podría defenderse diciendo aquello de Bergamín: "Si me hubieran hecho objeto sería objetivo, pero me hicieron sujeto".
Y quienes escuchamos la entrevista que le ha hecho a Putin, como también somos sujetos, podemos enjuiciarla subjetivamente y advertir dónde al entrevistador se le escapa la liebre y dónde el entrevistado trata de colarnos gato por liebre. Por la sencilla razón de que, además de sujetos, somos adultos. Y, porque somos sujetos adultos, nos gusta poder escuchar una entrevista con Putin, como nos gusta en general escuchar una entrevista con cualquier persona relevante, para formar nuestra opinión sobre la realidad que habitamos, máxime si la persona entrevistada tiene el poder o la influencia para cambiarla. Y, también porque somos sujetos adultos, sabemos que esas personas relevantes a menudo no son santitos de peana; mas no por ello dejamos de escucharlas, sino que, por el contrario, prestamos todavía mayor atención a lo que dicen, para tratar de identificar las mentiras o maldades que deslizan. Y la misión del periodismo consiste, precisamente, en que los sujetos adultos puedan escuchar o leer tranquilamente una entrevista como la que Carlson le ha hecho a Putin, para después meditarla, enjuiciarla y formar su opinión.
En cambio, no es misión del periodismo aceptar que los gobernantes impongan prohibiciones o restricciones al acceso a la información, como ocurre actualmente en la Unión del Pudridero Europeo. Tampoco es misión del periodismo aceptar las "versiones oficiales" que esos mismos gobernantes imponen obligatoriamente. Mucho menos lo es impedir que las personas que osan disentir de tales "versiones oficiales" puedan expresarse, o incluso arruinar su prestigio de las formas más viles (como se hizo, por ejemplo, con científicos eminentes que no comulgaban con las ruedas de molino sistémicas durante la plaga coronavírica) o divulgar intoxicaciones gruesas que ningún sujeto adulto que no tenga las meninges arrasadas por el napalm de la propaganda puede tragarse (como se hizo, por ejemplo, tras el sabotaje del gaseoducto llamado Nord Stream 2). La misión del periodismo, en fin, no es tragarse bulos chuscos y estrafalarios cocinados burdamente con intereses espurios, sobre todo si tales bulos desafían la lógica, la racionalidad o la verosimilitud. Y, sin embargo, tales bulos son el pan nuestro de cada día en la prensa occidental, que con el mismo desparpajo nos asegura que Putin está gravemente enfermo (por echarse sobre las rodillas una manta mientras asiste a un interminable desfile militar) que atribuye el aumento de infartos y afecciones cardíacas al cambio climático.
Inevitablemente, los sujetos adultos empiezan a abominar de un periodismo que acepta restricciones en el acceso a la información, que se traga las "versiones oficiales", que impide escuchar la voz del disidente, que divulga intoxicaciones gruesas y bulos chuscos. Los sujetos adultos quieren escuchar entrevistas como las que hace Carlson, aunque sean complacientes o estólidas; por la sencilla razón de que a los sujetos adultos no les gusta que los traten como a niños sin discernimiento o zoquetes incapaces de enjuiciar críticamente la realidad y formar su opinión, a quienes se debe abastecer con morrallas aliñadas por los fontaneros de tal o cual gobernante o chisgarabís, de tal o cual servicio de inteligencia u oficina de la señorita Pepis.
Conozco a un sedicente periodista que, siendo director de un importante periódico español, se negó a publicar sendas entrevistas con Pablo Iglesias y Carles Puigdemont que colaboradores de ese periódico se ofrecieron a hacer, precisamente en los momentos más álgidos de Iglesias y Puigdemont. Y se negó a publicarlas alegando que los lectores de su periódico no tenían interés en leer las mentiras que Iglesias y Puigdemont pudieran proferir. Naturalmente, el sedicente periodista estaba calumniando a sus lectores; y si no quiso que su periódico entrevistase a Iglesias o Puigdemont fue por razones espurias, que son las mismas por las que el periodismo occidental divulga las intoxicaciones más burdas y los bulos más chuscos, o acepta las restricciones en el acceso a la información, o concede crédito a "versiones oficiales" por completo delirantes. Así el periodismo tal vez pueda garantizarse la inmediata supervivencia económica, pero a la larga está cavando su propia tumba. Y quienes les dispararán el tiro de gracia son los mismos que ahora le garantizan malévolamente la supervivencia económica.
Juan Manuel de Prada
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