Spitzer, Liechtenstein y el dinero ilícito/Moisés Naím, director de la revista Foreign Policy
Publicado en EL PAÍS, 16/03/2008;
A primera vista, Eliot Spitzer ex gobernador del Estado de Nueva York y Klaus Zumwinkel el ex presidente de la gigantesca empresa alemana Deutsche Post no tienen mucho en común. En sus momentos de ocio a Spitzer le gusta frecuentar prostitutas caras. A Zumwinkel en cambio le gusta el alpinismo. “En mi tiempo libre me gusta escalar montañas y en mi vida profesional también quiero alcanzar cimas muy altas”, ha dicho. En esto último se parecen mucho: ambos alcanzaron altas cimas profesionales. Spitzer llego a ser el mandatario de un Estado cuya economía es más grande que la de muchos países independientes y Zumwinkel fue durante 18 años el jefe del sistema postal más grande de Europa y dueño de importantes empresas como DHL y Deutsche Postbank AG. Otra cosa que tienen en común es que ambos cayeron estrepitosamente de las alturas del poder casi al mismo tiempo y por la misma razón: blanqueo de dinero.
Naturalmente, el escándalo que produjo la caída de Spitzer tuvo que ver con el descubrimiento de que él era el asiduo Cliente Nº 9 del Club Emperador VIP, un negocio de prostitución promovido en la Red. Pero esta afición del gobernador sólo se descubrió cuando el año pasado el banco HSBC reportó a las autoridades una serie de transacciones sospechosas. Dos compañías, QAT y QAT Consulting Group, constantemente recibían transferencias de fondos a pesar de no tener actividades comerciales conocidas. Varias de estas transferencias venían de cuentas en el North Fork Bank que estaban a nombre de empresas que tampoco tenían actividades comerciales, pero que evidentemente le servían de fachada a alguien. La investigación reveló que ese alguien no era ni un narcotraficante ni un terrorista. Era Eliot Spitzer. También se descubrió que las transferencias a las dos empresas QAT provenían de los ingresos generados por las prostitutas del Club Emperador VIP.
A Klaus Zumwinkel le pasó algo parecido, aunque quien lo tumbó de la cima que había alcanzado no fueron prostitutas sino espías. Los agentes del BND, el servicio secreto alemán, pagaron 4,2 millones de euros por varios DVDs robados al LGT Bank, el mayor banco de Liechtenstein, propiedad de la familia de los príncipes de ese país. Los DVDs contenían los nombres de los clientes del banco LGT que escondían allí sus fortunas para evadir impuestos en sus países. Klaus Zumwinkel era uno de ellos. Al igual que Spitzer, el ejecutivo alemán renunció a su cargo en Deutsche Post en medio de un gran escándalo a los pocos días de ser descubierto. Estas informaciones compradas por los espías alemanes a un ex empleado del LGT Bank revelan que miles de acaudalados europeos [alemanes, italianos, ingleses, españoles, nórdicos] regularmente utilizaban a ése y otros bancos de Liechtenstein así como las facilidades que el principado otorga para la creación de fundaciones cuyo propósito no es la filantropía, sino la evasión fiscal.
Esta información provocó una gran conmoción en Alemania y la opinión pública reaccionó indignada al ver cómo los más privilegiados no sólo ganaban mucho sino que, además, se las arreglaban para pagar pocos impuestos. Las autoridades, tanto alemanas como de otros países, han estado utilizando la información de los DVDs y otras fuentes para investigar y encarcelarlos, pero sobre todo para cobrar lo que los evasores le deben al fisco. También se han generado fuertes presiones para endurecer las normativas europeas sobre la evasión fiscal y obligar a países como Liechtenstein, Mónaco y Andorra a acatarlas.
Este nuevo fervor en contra de la evasión fiscal también tiene sus detractores. La periodista Lola Galán escribe en EL PAÍS que Michael Lauber director de la Asociación de Banca de Liechtenstein opina que en ese país ni se lava dinero, ni se permite ninguna transacción vinculada con redes terroristas o criminales. “Pero la evasión de impuestos es otra cosa”, le dijo Lauber a la periodista; “no lo consideramos un delito”. El propio príncipe Alois von und zu Liechtenstein declaró que “Alemania utilizaría mejor su dinero arreglando su sistema fiscal que gastando millones en comprar información robada”.
En estos argumentos está implícita la idea de que si un país cobra impuestos demasiado altos la evasión fiscal será inevitable. Los países que presionan demasiado a sus contribuyentes los estimulan a buscar maneras de bajar las cargas fiscales y siempre existirán países, abogados, prestanombres, bancos y otras instituciones que a cambio de un pago les ofrecerán a los interesados la posibilidad de esconder sus ingresos del fisco. De hecho, en el mundo existe una intensa competencia entre países y bancos para atraer los depósitos de los evasores a través de garantías de confidencialidad bancaria, facilidades para la creación de empresas tapadera, fundaciones filantrópicas, fideicomisos e incentivos de todo tipo.
Fue por esto que a finales de los años 1990 el departamento del Tesoro de Estados Unidos resistió los intentos de otros entes gubernamentales de imponer reglas más severas para controlar los depósitos de fondos de proveniencia poco clara. “No sólo es difícil de controlar esto, sino que lo único que vamos a lograr es espantar a los depositantes extranjeros que se llevarán su dinero a los bancos de otros países”, argumentaban los funcionarios del Tesoro en esa época.
Hasta que ocurrieron los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001.
De allí en adelante los expertos en seguridad le quitaron la batuta a los expertos en finanzas. Follow the Money fue la consigna para investigar a las redes terroristas. ¿De dónde obtienen el dinero? ¿Cómo lo mueven? ¿Dónde lo depositan? ¿A nombre de quién están las cuentas? Responder a estas preguntas permitiría no sólo investigar a los culpables, sino prevenir nuevos ataques. Para ello había que contar con leyes mucho más estrictas de control y seguimiento de los movimientos internacionales de capital. Estas leyes fueron rápidamente aprobadas tanto en Estados Unidos como en muchos otros países, creando así el sistema más ambicioso que jamás ha existido para supervisar la manera de cómo se mueve el dinero por el mundo.
El sistema mundial contra el blanqueo de dinero que resultó de la reacción al 11-S es excesivamente oneroso y complicado. Y además tampoco funciona muy bien. Ted Truman y Peter Reuter, dos reconocidos expertos, dedicaron cuatro años a evaluar rigurosamente el sistema antilavado de dinero vigente. Su conclusión es que si bien a los blanqueadores de dinero se les ha hecho la vida más difícil, quienes tienen incentivos y recursos para esconder fondos aún cuentan con infinitas posibilidades para hacerlo, y los riesgos de ser detectados son relativamente bajos.
Esto me lo confirmó un banquero que entrevisté en Zúrich y que es un muy discreto líder en el mundo de la “gestión de patrimonios”. “En comparación con la situación que reinaba antes del 11-S, ¿cuánto más difícil es para usted gestionar ahora, digamos, 50 millones de dólares de un cliente que desea mantener esos fondos ocultos de las autoridades?”, le pregunté. Sonrió y me respondió: “La principal diferencia es que ahora le cobro más”.
¿Debemos entonces concluir que los gobiernos deben simplemente rendirse y abandonar cualquier intento de evitar el blanqueo de dinero y la evasión fiscal? Por supuesto que no. Pero una cosa es lo deseable y otra lo posible.
En un mundo donde el sistema financiero internacional ha crecido de manera extraordinaria, adquirido una complejidad institucional y técnica casi inimaginable y donde cientos de millones de personas pueden transferir fondos de un país a otro sin salir de sus casas tan sólo tecleando un ordenador conectado a Internet, tener la ambición de controlarlo todo puede llevar a controlar muy poco y hacerlo muy mal. Para hacerlo mejor no hay recetas sencillas. Pero una muy obvia es que los esfuerzos deben ser mucho más selectivos e inteligentes de los que tenemos hoy en día.
Y en todo caso es bueno siempre tener presente que ningún sistema puede neutralizar la creatividad de quienes tienen enormes incentivos para evadirlo. Y esto es cierto por más que el sistema logre victorias ocasionales como las que tuvo con Spitzer y Zumwinkel. Pero, como todos sospechamos, estos dos casos en el fondo tienen más que ver con mareos producidos por las alturas que con el blanqueo de dinero.
Naturalmente, el escándalo que produjo la caída de Spitzer tuvo que ver con el descubrimiento de que él era el asiduo Cliente Nº 9 del Club Emperador VIP, un negocio de prostitución promovido en la Red. Pero esta afición del gobernador sólo se descubrió cuando el año pasado el banco HSBC reportó a las autoridades una serie de transacciones sospechosas. Dos compañías, QAT y QAT Consulting Group, constantemente recibían transferencias de fondos a pesar de no tener actividades comerciales conocidas. Varias de estas transferencias venían de cuentas en el North Fork Bank que estaban a nombre de empresas que tampoco tenían actividades comerciales, pero que evidentemente le servían de fachada a alguien. La investigación reveló que ese alguien no era ni un narcotraficante ni un terrorista. Era Eliot Spitzer. También se descubrió que las transferencias a las dos empresas QAT provenían de los ingresos generados por las prostitutas del Club Emperador VIP.
A Klaus Zumwinkel le pasó algo parecido, aunque quien lo tumbó de la cima que había alcanzado no fueron prostitutas sino espías. Los agentes del BND, el servicio secreto alemán, pagaron 4,2 millones de euros por varios DVDs robados al LGT Bank, el mayor banco de Liechtenstein, propiedad de la familia de los príncipes de ese país. Los DVDs contenían los nombres de los clientes del banco LGT que escondían allí sus fortunas para evadir impuestos en sus países. Klaus Zumwinkel era uno de ellos. Al igual que Spitzer, el ejecutivo alemán renunció a su cargo en Deutsche Post en medio de un gran escándalo a los pocos días de ser descubierto. Estas informaciones compradas por los espías alemanes a un ex empleado del LGT Bank revelan que miles de acaudalados europeos [alemanes, italianos, ingleses, españoles, nórdicos] regularmente utilizaban a ése y otros bancos de Liechtenstein así como las facilidades que el principado otorga para la creación de fundaciones cuyo propósito no es la filantropía, sino la evasión fiscal.
Esta información provocó una gran conmoción en Alemania y la opinión pública reaccionó indignada al ver cómo los más privilegiados no sólo ganaban mucho sino que, además, se las arreglaban para pagar pocos impuestos. Las autoridades, tanto alemanas como de otros países, han estado utilizando la información de los DVDs y otras fuentes para investigar y encarcelarlos, pero sobre todo para cobrar lo que los evasores le deben al fisco. También se han generado fuertes presiones para endurecer las normativas europeas sobre la evasión fiscal y obligar a países como Liechtenstein, Mónaco y Andorra a acatarlas.
Este nuevo fervor en contra de la evasión fiscal también tiene sus detractores. La periodista Lola Galán escribe en EL PAÍS que Michael Lauber director de la Asociación de Banca de Liechtenstein opina que en ese país ni se lava dinero, ni se permite ninguna transacción vinculada con redes terroristas o criminales. “Pero la evasión de impuestos es otra cosa”, le dijo Lauber a la periodista; “no lo consideramos un delito”. El propio príncipe Alois von und zu Liechtenstein declaró que “Alemania utilizaría mejor su dinero arreglando su sistema fiscal que gastando millones en comprar información robada”.
En estos argumentos está implícita la idea de que si un país cobra impuestos demasiado altos la evasión fiscal será inevitable. Los países que presionan demasiado a sus contribuyentes los estimulan a buscar maneras de bajar las cargas fiscales y siempre existirán países, abogados, prestanombres, bancos y otras instituciones que a cambio de un pago les ofrecerán a los interesados la posibilidad de esconder sus ingresos del fisco. De hecho, en el mundo existe una intensa competencia entre países y bancos para atraer los depósitos de los evasores a través de garantías de confidencialidad bancaria, facilidades para la creación de empresas tapadera, fundaciones filantrópicas, fideicomisos e incentivos de todo tipo.
Fue por esto que a finales de los años 1990 el departamento del Tesoro de Estados Unidos resistió los intentos de otros entes gubernamentales de imponer reglas más severas para controlar los depósitos de fondos de proveniencia poco clara. “No sólo es difícil de controlar esto, sino que lo único que vamos a lograr es espantar a los depositantes extranjeros que se llevarán su dinero a los bancos de otros países”, argumentaban los funcionarios del Tesoro en esa época.
Hasta que ocurrieron los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001.
De allí en adelante los expertos en seguridad le quitaron la batuta a los expertos en finanzas. Follow the Money fue la consigna para investigar a las redes terroristas. ¿De dónde obtienen el dinero? ¿Cómo lo mueven? ¿Dónde lo depositan? ¿A nombre de quién están las cuentas? Responder a estas preguntas permitiría no sólo investigar a los culpables, sino prevenir nuevos ataques. Para ello había que contar con leyes mucho más estrictas de control y seguimiento de los movimientos internacionales de capital. Estas leyes fueron rápidamente aprobadas tanto en Estados Unidos como en muchos otros países, creando así el sistema más ambicioso que jamás ha existido para supervisar la manera de cómo se mueve el dinero por el mundo.
El sistema mundial contra el blanqueo de dinero que resultó de la reacción al 11-S es excesivamente oneroso y complicado. Y además tampoco funciona muy bien. Ted Truman y Peter Reuter, dos reconocidos expertos, dedicaron cuatro años a evaluar rigurosamente el sistema antilavado de dinero vigente. Su conclusión es que si bien a los blanqueadores de dinero se les ha hecho la vida más difícil, quienes tienen incentivos y recursos para esconder fondos aún cuentan con infinitas posibilidades para hacerlo, y los riesgos de ser detectados son relativamente bajos.
Esto me lo confirmó un banquero que entrevisté en Zúrich y que es un muy discreto líder en el mundo de la “gestión de patrimonios”. “En comparación con la situación que reinaba antes del 11-S, ¿cuánto más difícil es para usted gestionar ahora, digamos, 50 millones de dólares de un cliente que desea mantener esos fondos ocultos de las autoridades?”, le pregunté. Sonrió y me respondió: “La principal diferencia es que ahora le cobro más”.
¿Debemos entonces concluir que los gobiernos deben simplemente rendirse y abandonar cualquier intento de evitar el blanqueo de dinero y la evasión fiscal? Por supuesto que no. Pero una cosa es lo deseable y otra lo posible.
En un mundo donde el sistema financiero internacional ha crecido de manera extraordinaria, adquirido una complejidad institucional y técnica casi inimaginable y donde cientos de millones de personas pueden transferir fondos de un país a otro sin salir de sus casas tan sólo tecleando un ordenador conectado a Internet, tener la ambición de controlarlo todo puede llevar a controlar muy poco y hacerlo muy mal. Para hacerlo mejor no hay recetas sencillas. Pero una muy obvia es que los esfuerzos deben ser mucho más selectivos e inteligentes de los que tenemos hoy en día.
Y en todo caso es bueno siempre tener presente que ningún sistema puede neutralizar la creatividad de quienes tienen enormes incentivos para evadirlo. Y esto es cierto por más que el sistema logre victorias ocasionales como las que tuvo con Spitzer y Zumwinkel. Pero, como todos sospechamos, estos dos casos en el fondo tienen más que ver con mareos producidos por las alturas que con el blanqueo de dinero.
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