21 mar 2009

Llorar de alegría

Columna semanal Retrovisor/Ivonne Melgar
Excélsior, 21 de marzo de 2009;
El presidente periodista
A la salud de Jorge Fernández, el columnista de los argumentos, el periodista de las preguntas, el cronista de las respuestas, el amigo de las razones.
Hacia finales de los años ochenta, como aspirante a reportera, admiré profundamente a Mauricio Funes. Lo veía dialogar con miles a través de la televisión salvadoreña.
Valiente, incisivo, analítico, escudriñaba la circunstancia del país con unos deseos contagiosos de hacerla comprensible y, a través del entendimiento, transformable.
Tenía características tan valiosas como difíciles de sumar en el oficio del periodista: respeto, temor y confianza por parte de los políticos y actores sociales y económicos que comparecían cotidianamente en su noticiario. Y gozaba de credibilidad, entre los protagonistas de la escena pública y entre la gente, con un impacto de alcance popular.
Este domingo 15 de marzo, otra vez frente al televisor, en mi calidad de involuntaria exiliada de la guerra civil salvadoreña, festejé a control remoto el triunfo de la democracia en la patria de mi infancia.
Recordé otros domingos: el del 19 de noviembre de 1978, cuando mi hermana Gilda y yo llegamos a México, sin imaginar que nos convertiríamos en parte de estos 2.5 millones de compatriotas que vivimos lejos.
Pensé en el domingo del 24 de marzo de 1979, cuando monseñor Oscar Arnulfo Romero le exigió al ejército no disparar más contra sus hermanos del pueblo, en una homilía que sería la última.
Rememoré la escena del domingo siguiente, cuando, otra vez, desde la distancia, atestiguamos aquí, llorando, incrédulos, los funerales del arzobispo asesinado y la imagen de centenares de zapatos apilados que los deudos dejaron en la estampida, mientras los gases lacrimógenos, los toletes, la fuerza represora, acentuaban el sentimiento de orfandad.
Ese domingo de hace 30 años, El Salvador se hizo noticia mundial. Supimos, porque así nos lo hicieron saber los comandantes de la guerrilla en ciernes, que no habría camino de retorno. Y empezó a sonar la sentencia: “¡Revolución o muerte! ¡El pueblo armado vencerá!”
La promesa cundió en una sociedad burlada en su voluntad popular. Las urnas se habían mancillado descaradamente. Contaban las botas, no los votos.
Y muy pronto, con el respaldo de la emoción organizada de miles de estudiantes, maestros, campesinos, obreros, artistas, intelectuales y emprendedores, también se hicieron sentir el paso y el peso de las botas insurgentes.
Hubo dolor, mucho dolor. Fuera por cárcel, incertidumbre, desarraigo, duelo, desconfianza, miedo, nostalgia, resignación, 75 mil muertos, 300 mil refugiados y un éxodo económico que se volvió marca nacional, trasladando a la cuarta parte de los salvadoreños a territorio estadunidense.
La muerte pasó factura. Con el país dividido, pero sufriendo al parejo, llegó la tregua, el pacto de una salida negociada y la incorporación del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) a la vida política.
Con los Acuerdos de Paz firmados en México en 1992, cesaron las balas. Pero la herida siguió supurando. Porque no hubo revolución triunfante ni pueblo liberado. El perdón y el olvido suscritos en el pacto fueron de papel.
Nadie volvió a las armas. Sin embargo, permaneció la polarización. Aquellos que se enfrentaron a morir continuaron protagonizando sus diferencias políticas e ideológicas con un encono propio de quien se entrenó para aniquilar al enemigo.
Y aunque el FMLN fue consolidándose como una opción partidista, legislativa y administrativa al gobernar departamentos y municipios, esta izquierda histórica perdía con desventaja numérica al disputar la presidencia. Así ocurrió en las tres elecciones anteriores.
De modo que el partido gobernante de derecha que negoció la paz hace 17 años, la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), se quedó en el poder con un proyecto antagónico al de su contraparte, incluyendo la desaparición de la moneda nacional —el colón— para dolarizar la economía.
La medida se justificó por la dependencia que El Salvador tiene de las remesas enviadas por sus migrantes en Estados Unidos. Y políticamente fue una jugada para golpear a los frentistas, declarados antiyanquis y desde sus orígenes sujetos y aliados a la Cuba de los Castro.
Con esa radicalidad como telón de fondo, se logró coronar esta semana una transición política tersa y conmovedora.
Cuando el Tribunal Supremo Electoral salvadoreño entregó cuentas a menos de tres horas de haber concluido la votación, con una diferencia de 2.5 por ciento a favor del candidato del FMLN, reviví la pregunta que alguna vez hizo mi hijo Santiago durante una estancia en el terruño: “¿Por qué aquí todo es en dólares, y todos hablan tanto siempre de Estados Unidos y hay tanta gente que detesta a los gringos? Sigo sin responderle.
Pero justo cuando buscaba una
explicación, Mauricio Funes llenó la pantalla de la transmisión en vivo que hacía este domingo CNN, la misma cadena estadunidense en la que él narró durante años la ensangrentada cotidianeidad salvadoreña.
Era su proclama de triunfo. “Este día, a lo largo de toda la jornada, hemos firmado un nuevo acuerdo de paz, de reconciliación del país consigo mismo, veo el resultado de la elección como la victoria de la propuesta de unidad nacional.”
El periodista que será presidente habló de tolerancia, respeto a las diferencias e identificación de objetivos comunes entre todas las fuerzas políticas.
Con un lenguaje ajeno al de los ex comandantes guerrilleros, Funes encarna el relevo generacional de una izquierda que será un activo determinante para la región.
“Es hora de avanzar hacia el futuro y dejar atrás las venganzas del pasado. Humildemente, quiero ofrecer al presidente (Antonio) Saca todo mi apoyo para que él concluya bien los últimos meses de su gobierno”, ofreció.
Funes confirma una premisa de las democracias electorales modernas: los candidatos, los hombres, los nombres, cuentan tanto o más que el aparato partidista.
Su oferta de esperanza sin rijosidad, su deslinde del venezolano Hugo Chávez, aun cuando se trata de un aliado del FMLN, su mano extendida al adversario son lecciones para México y una inyección de entusiasmo para la democracia latinoamericana.
Más allá de las incógnitas de si Cuba, Estados Unidos o el bloque bolivariano permitirán que El Salvador diseñe su propio camino, ese domingo atestiguamos la certeza de la sutura democrática. La herida cicatriza. Y es posible llorar de alegría.

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