El drama olvidado de los moriscos/Manuel Cebrián, jurista. Ha publicado la novela histórica El llanto de azar (Ed. Akrón) sobre la expulsión de los moriscos de España
Publicado en EL MUNDO, 06/08/09;
Se cumple este año el cuarto centenario de uno de los episodios más oscuros y, a la vez, más desconocidos, de nuestra historia: la expulsión de los moriscos, decretada el 9 de abril de 1609 por el Rey Felipe III de Austria. Se trataba de un importante grupo humano que, tras la reconquista de los territorios peninsulares por reyes cristianos, permanecieron en ellos.
Su conversión forzosa al cristianismo no produjo la asimilación religiosa esperada. Y, de hecho, la mayoría de los moriscos mantuvo, a pesar de la persecución a la que se vieron sometidos por las autoridades, su credo y prácticas religiosas. Los procesos inquisitoriales abiertos por tal causa, antes que solucionar el problema, consiguieron enconar la enemistad entre las dos comunidades.
La expulsión ya había sido pretendida por el rey Felipe II, por razones religiosas y de seguridad nacional, pero bajo su reinado la decisión fue de imposible ejecución por los importantes conflictos que ataban al monarca en Europa y en el Mediterráneo. Así que fue a su hijo Felipe III a quien le correspondió abordar el problema heredado.
El levantamiento morisco de las Alpujarras, guardado por ambos monarcas en la memoria como hierro ardiente, tanto por las terribles brutalidades cometidas por ambos bandos como por las fuerzas empleadas para sofocarlo, fue el más remoto antecedente que vino a justificar la expulsión, a lo que se añadió, claro, la siempre presente intransigencia religiosa de la época.
La tregua alcanzada con Holanda, principal centro de conflicto entonces de la Monarquía española, y la ausencia de otros focos de conflicto exteriores, permitieron acometer la empresa. Las razones esgrimidas por Felipe II fueron ganando peso hasta conducir a su hijo, Felipe III, a tomar la terrible decisión de expulsar a los moriscos de todos los reinos de España. Afectó a unas 300.000 personas -el 5% de la población total existente en el país-, casi la mitad perteneciente al Reino de Valencia -principal foco morisco-, quedando el resto repartida por Aragón, ambas Castillas y Andalucía.
Saltaron así por los aires los acuerdos alcanzados por los Reyes Católicos con el último rey nazarí de Granada, Boabdil, de respeto a la religión y propiedades de la población musulmana que había quedado en España tras la Reconquista, así como al derecho de ésta a orientar su propia educación y la de sus hijos.
La expulsión representó un tremendo drama para los moriscos. Aunque ellos se consideraban españoles y contribuyeron, sobre todo en el reinado de Carlos V, con donaciones y hombres a la causa imperial, no fueron conscientes del peligro para sus vidas que representaba su único pecado: la conservación de sus costumbres y prácticas religiosas.
La expulsión supuso, además de la pérdida de todos sus bienes -que pasaron a propiedad de sus señores o de la Hacienda Real- el más absoluto de los desarraigos. Ni eran queridos en España ni tampoco en los lugares de acogida, Berbería o Francia, donde se les veía como extranjeros y posible foco de conflictos. Ni su lengua, ni tampoco su indumentaria, coincidían con la de las gentes de los nuevos lugares donde tuvieron que emigrar. Se vieron desahuciados por los españoles y vistos con recelo allí donde llegaron. Una inmensa pesadilla y un drama que hoy parecen haberse olvidado.
La muerte de 12.000 personas (según las estimaciones más moderadas), el rapto o la esclavitud fue el final de muchos de los que se vieron obligados a marchar de su patria. Otros, la gran mayoría, tuvieron que buscar acomodo en el norte de África, donde, a base de esfuerzo y tesón, se fueron abriendo el hueco que aquí, en España, se les negó.
La economía peninsular también se vio muy afectada por el vacío dejado. Los campos, especialmente los de Valencia y Aragón, se vieron privados de la especializada mano de obra morisca, quebrando la riqueza de esas prósperas tierras. Los cultivos fueron abandonados, las industrias y talleres cerrados y los pueblos quedaron sin gentes. El descenso de la producción extendió las hambrunas por grandes zonas de España y llevó a la ruina a muchos de los señores y propietarios. Y, lo que fue todavía más importante para la Monarquía, y no fue previsto por la misma: se perdieron fuentes de ingresos para afrontar los importantes retos que le estaban reservados.
Puede ser ahora, en el cuarto centenario de aquella expulsión, un buen momento para rememorar este lamentable pasaje de nuestra historia; la mayor limpieza de sangre jamás realizada. Y, a poder ser, para reflexionar no sólo sobre la dureza de la situación, sino sobre las consecuencias que aún hoy padecemos por aquella ruptura de los lazos que unían a muchos de los expulsados con la población cristiana.
Su conversión forzosa al cristianismo no produjo la asimilación religiosa esperada. Y, de hecho, la mayoría de los moriscos mantuvo, a pesar de la persecución a la que se vieron sometidos por las autoridades, su credo y prácticas religiosas. Los procesos inquisitoriales abiertos por tal causa, antes que solucionar el problema, consiguieron enconar la enemistad entre las dos comunidades.
La expulsión ya había sido pretendida por el rey Felipe II, por razones religiosas y de seguridad nacional, pero bajo su reinado la decisión fue de imposible ejecución por los importantes conflictos que ataban al monarca en Europa y en el Mediterráneo. Así que fue a su hijo Felipe III a quien le correspondió abordar el problema heredado.
El levantamiento morisco de las Alpujarras, guardado por ambos monarcas en la memoria como hierro ardiente, tanto por las terribles brutalidades cometidas por ambos bandos como por las fuerzas empleadas para sofocarlo, fue el más remoto antecedente que vino a justificar la expulsión, a lo que se añadió, claro, la siempre presente intransigencia religiosa de la época.
La tregua alcanzada con Holanda, principal centro de conflicto entonces de la Monarquía española, y la ausencia de otros focos de conflicto exteriores, permitieron acometer la empresa. Las razones esgrimidas por Felipe II fueron ganando peso hasta conducir a su hijo, Felipe III, a tomar la terrible decisión de expulsar a los moriscos de todos los reinos de España. Afectó a unas 300.000 personas -el 5% de la población total existente en el país-, casi la mitad perteneciente al Reino de Valencia -principal foco morisco-, quedando el resto repartida por Aragón, ambas Castillas y Andalucía.
Saltaron así por los aires los acuerdos alcanzados por los Reyes Católicos con el último rey nazarí de Granada, Boabdil, de respeto a la religión y propiedades de la población musulmana que había quedado en España tras la Reconquista, así como al derecho de ésta a orientar su propia educación y la de sus hijos.
La expulsión representó un tremendo drama para los moriscos. Aunque ellos se consideraban españoles y contribuyeron, sobre todo en el reinado de Carlos V, con donaciones y hombres a la causa imperial, no fueron conscientes del peligro para sus vidas que representaba su único pecado: la conservación de sus costumbres y prácticas religiosas.
La expulsión supuso, además de la pérdida de todos sus bienes -que pasaron a propiedad de sus señores o de la Hacienda Real- el más absoluto de los desarraigos. Ni eran queridos en España ni tampoco en los lugares de acogida, Berbería o Francia, donde se les veía como extranjeros y posible foco de conflictos. Ni su lengua, ni tampoco su indumentaria, coincidían con la de las gentes de los nuevos lugares donde tuvieron que emigrar. Se vieron desahuciados por los españoles y vistos con recelo allí donde llegaron. Una inmensa pesadilla y un drama que hoy parecen haberse olvidado.
La muerte de 12.000 personas (según las estimaciones más moderadas), el rapto o la esclavitud fue el final de muchos de los que se vieron obligados a marchar de su patria. Otros, la gran mayoría, tuvieron que buscar acomodo en el norte de África, donde, a base de esfuerzo y tesón, se fueron abriendo el hueco que aquí, en España, se les negó.
La economía peninsular también se vio muy afectada por el vacío dejado. Los campos, especialmente los de Valencia y Aragón, se vieron privados de la especializada mano de obra morisca, quebrando la riqueza de esas prósperas tierras. Los cultivos fueron abandonados, las industrias y talleres cerrados y los pueblos quedaron sin gentes. El descenso de la producción extendió las hambrunas por grandes zonas de España y llevó a la ruina a muchos de los señores y propietarios. Y, lo que fue todavía más importante para la Monarquía, y no fue previsto por la misma: se perdieron fuentes de ingresos para afrontar los importantes retos que le estaban reservados.
Puede ser ahora, en el cuarto centenario de aquella expulsión, un buen momento para rememorar este lamentable pasaje de nuestra historia; la mayor limpieza de sangre jamás realizada. Y, a poder ser, para reflexionar no sólo sobre la dureza de la situación, sino sobre las consecuencias que aún hoy padecemos por aquella ruptura de los lazos que unían a muchos de los expulsados con la población cristiana.
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