Desde mucho antes de que Tomás Moro situara la sociedad perfecta en la imaginaria isla de Utopía, las islas han sido espacios en los que los hombres han proyectado sus sueños. Territorios de leyendas y quimeras. Como si sus superficies, claramente delimitadas por el mar, las convirtieran en bancos de pruebas, en laboratorios ideales para que la imaginación humana, la individual y también el imaginario colectivo campen a sus anchas.
Algunas pertenecen sólo al mundo de la literatura, otras al del mito, pero incluso las reales, las que se pueden hallar en los mapas y visitar en vacaciones, suelen estar aureoladas de misterio, como si la fantasía formara parte de los cúmulos de nubes que delatan su cercanía en el mar cuando su perfil todavía no ha aparecido en el horizonte.
La isla mítica por excelencia es la Atlántida. Fue Platón quien por primera vez habló de ella en el diálogo Critias, donde la describe como un vasto imperio cuyo centro estaba en una isla fortificada por Poseidón y situada más allá de las columnas de Hércules. Sus reyes eran los hijos del dios del mar y sus reinados se describían con la añoranza de una Edad de Oro perdida, cuyas sabiduría y mesura terminaron destruidas por unos descendientes corruptos y abusadores de su poder.
El hundimiento de la Atlántida vendría a ser el equivalente del Diluvio, el castigo a la maldad humana y a la injusticia.
En el corazón de toda leyenda suele haber un grano, por pequeño que sea, de verdad. La búsqueda de la legendaria Atlántida ha propiciado todo tipo de teorías disparatadas, pero la mayor parte de los historiadores sitúa hoy el origen del mito en un hecho ocurrido hace 3.600 años en la zona del mar Egeo y, en particular, en las islas de Creta y Santorini (Thera).
La espléndida civilización micénica, que prosperó en ellas y cuyas ruinas todavía hoy podemos admirar, desapareció efectivamente de manera súbita, coincidiendo con el momento en que, según los rastros hallados por los geólogos, una gigantesca inundación arrasó las costas del mar Egeo, causada por la explosión del volcán de la isla de Thera. Con una violencia equivalente a una bomba atómica de 700 kilotones, la catastrófica erupción hundió en el mar el centro de la isla, lanzando un tsunami monstruoso y dejando tan sólo un escarpado arco terrestre, que hoy es una de las principales atracciones turísticas del archipiélago griego de las islas Cícladas, y una leyenda.
Durante la Edad Media, otras islas míticas, como la isla itinerante de San Borondón -seguramente sugerida por avistamientos de las desconocidas tierras americanas en distintas latitudes- o la isla de las Amazonas, alimentaron la imaginación de los marinos europeos. Pero estas islas ya no evocaban tanto ecos de un trágico pasado como espejismos de un porvenir lleno de peligros, pero también de posible fortuna.
Buen ejemplo de esa mirada fue, en el año 981, el vikingo Eric el Rojo, quien lanzó la que se podría considerar primera campaña publicitaria de la Historia al bautizar la isla de Groenlandia con ese nombre -que significa Tierra Verde-, como si, en vez del territorio frío e inhóspito que era, fueran a encontrar en ella los posibles colonos fértiles praderas.
Los cuentos de islas rebosantes de riquezas han excitado a aventureros y consolado las penurias del presente. Con ese imaginario en la cabeza se hizo a la mar Cristóbal Colón en 1492, como perfecto ejemplo de la mentalidad de la época, escindida entre las nacientes ciencias renacentistas y la fantasía.
La cartografía del mundo, en la época del Descubrimiento, pintó en los mapas islas imaginarias, tomó por tierra firme lo que no eran sino islas -tal fue el caso de Cuba- y llevó a Colón a sugerir, durante su tercer viaje, que el Paraíso Terrenal debía de hallarse en las inmediaciones de la isla de Trinidad.
El mundo crecía a los ojos de los hombres, islas y continentes parecían brotar de la nada, más allá del horizonte. Eran “no lugares”, tierras nuevas que abrieron paso a la idea de que otros mundos eran posibles en este mundo. Otras formas de vivir.
Una isla vino a poner nombre a ese descubrimiento intelectual, la isla de Utopía, en la que Tomás Moro imaginó una sociedad libre de las explotaciones e infelicidades de la nuestra. No era ya el perdido jardín del Paraíso Terrenal que buscaba Colón, sino un paraíso de igualdad y justicia construido en la Tierra por los seres humanos, no por Dios. Una verdadera rebelión contra la fatalidad del destino.
La imaginaria isla de Utopía fue presentada como el hallazgo de un marinero que habría viajado con Américo Vespucio en sus viajes a tierras americanas, sellando así la alianza intelectual de la modernidad, la que hermana el conocimiento del mundo con la emancipación de los hombres. Moro publicó su libro el año 1516, tan sólo 24 años después del Descubrimiento de América, pero su referente lejano hay que buscarlo en el mito de la perdida Atlántida.
Tanto Utopía como la Atlántida usan la isla como expresión simbólica de la ciudad, es decir, del espacio político de la civilización humana. Platón se sirvió de la leyenda de un reino perdido por la ambición de sus gobernantes para criticar el imperialismo de la Atenas de su época. Y Tomás Moro planteó en su sociedad utópica el núcleo de la pugna política de los tiempos modernos: el que enfrenta a libertad e igualdad, a propiedad privada y social, a individuo y comunidad.
No es extraño, pues, que las islas hayan jugado también un papel simbólico fundamental en la literatura. Desde la Ítaca de Ulises a la isla de Robinson Crusoe (inspirada por la muy real isla de Juan Fernández), pasando por La isla del tesoro, de Stevenson; la terrible isla de El señor de las moscas, donde los niños náufragos de William Golding redescubren el ceremonial de la crueldad, o las islas que son escenarios de experimentos científicos o de catástrofes ecológicas, como La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells; la isla de La invención de Morel, de Bioy Casares, o la imaginada por Cristina Fernández Cubas en El año de Gracia.
Alimentado por leyendas y por ficciones literarias, queda también el recuerdo de las numerosas islas que durante los siglos XVI, XVII y XVIII se convirtieron en guaridas de piratas, como la isla de la Tortuga, descubierta por Cristóbal Colón y en la que los bucaneros construyeron su fortaleza, o la república de Barataria, un conjunto de islas y marismas situado cerca de la ciudad de Nueva Orleans, donde los corsarios de los hermanos Jean y Pierre Laffite rindieron un sangriento homenaje a Cervantes. Individuos enfrentados al orden social, como islas a la deriva, los piratas reflejaron brutalmente las contradicciones del moderno pensamiento utópico, pues en las sociedades que levantaron en sus islas, como la Cofradía de Hermanos de la Costa, el ansia de libertad y la fraternidad coexistían con la violencia, la esclavitud y la codicia.
No tiene nada de raro tampoco que haya sido en dos islas donde se produjeran, con todas sus contradicciones, dos de las revoluciones sociales más significativas de los últimos 200 años: la revolución antiesclavista de los negros haitianos y la revolución socialista cubana. Pero ya en el mismo libro de Utopía, Moro trazaba el retrato en claroscuro del esfuerzo humano por hallar un orden social igualitario (sus virtudes y también sus riesgos).
Y en la búsqueda de conocimiento y de justicia emprendida por nuestra civilización hace ya más de cinco siglos, de alguna manera las islas han terminado por convertirse en la metáfora de la condición humana: individuos que vivimos en sociedad, como islas en un archipiélago. Un curioso archipiélago que tiene la prodigiosa capacidad de soñarse a sí mismo.
Algunas pertenecen sólo al mundo de la literatura, otras al del mito, pero incluso las reales, las que se pueden hallar en los mapas y visitar en vacaciones, suelen estar aureoladas de misterio, como si la fantasía formara parte de los cúmulos de nubes que delatan su cercanía en el mar cuando su perfil todavía no ha aparecido en el horizonte.
La isla mítica por excelencia es la Atlántida. Fue Platón quien por primera vez habló de ella en el diálogo Critias, donde la describe como un vasto imperio cuyo centro estaba en una isla fortificada por Poseidón y situada más allá de las columnas de Hércules. Sus reyes eran los hijos del dios del mar y sus reinados se describían con la añoranza de una Edad de Oro perdida, cuyas sabiduría y mesura terminaron destruidas por unos descendientes corruptos y abusadores de su poder.
El hundimiento de la Atlántida vendría a ser el equivalente del Diluvio, el castigo a la maldad humana y a la injusticia.
En el corazón de toda leyenda suele haber un grano, por pequeño que sea, de verdad. La búsqueda de la legendaria Atlántida ha propiciado todo tipo de teorías disparatadas, pero la mayor parte de los historiadores sitúa hoy el origen del mito en un hecho ocurrido hace 3.600 años en la zona del mar Egeo y, en particular, en las islas de Creta y Santorini (Thera).
La espléndida civilización micénica, que prosperó en ellas y cuyas ruinas todavía hoy podemos admirar, desapareció efectivamente de manera súbita, coincidiendo con el momento en que, según los rastros hallados por los geólogos, una gigantesca inundación arrasó las costas del mar Egeo, causada por la explosión del volcán de la isla de Thera. Con una violencia equivalente a una bomba atómica de 700 kilotones, la catastrófica erupción hundió en el mar el centro de la isla, lanzando un tsunami monstruoso y dejando tan sólo un escarpado arco terrestre, que hoy es una de las principales atracciones turísticas del archipiélago griego de las islas Cícladas, y una leyenda.
Durante la Edad Media, otras islas míticas, como la isla itinerante de San Borondón -seguramente sugerida por avistamientos de las desconocidas tierras americanas en distintas latitudes- o la isla de las Amazonas, alimentaron la imaginación de los marinos europeos. Pero estas islas ya no evocaban tanto ecos de un trágico pasado como espejismos de un porvenir lleno de peligros, pero también de posible fortuna.
Buen ejemplo de esa mirada fue, en el año 981, el vikingo Eric el Rojo, quien lanzó la que se podría considerar primera campaña publicitaria de la Historia al bautizar la isla de Groenlandia con ese nombre -que significa Tierra Verde-, como si, en vez del territorio frío e inhóspito que era, fueran a encontrar en ella los posibles colonos fértiles praderas.
Los cuentos de islas rebosantes de riquezas han excitado a aventureros y consolado las penurias del presente. Con ese imaginario en la cabeza se hizo a la mar Cristóbal Colón en 1492, como perfecto ejemplo de la mentalidad de la época, escindida entre las nacientes ciencias renacentistas y la fantasía.
La cartografía del mundo, en la época del Descubrimiento, pintó en los mapas islas imaginarias, tomó por tierra firme lo que no eran sino islas -tal fue el caso de Cuba- y llevó a Colón a sugerir, durante su tercer viaje, que el Paraíso Terrenal debía de hallarse en las inmediaciones de la isla de Trinidad.
El mundo crecía a los ojos de los hombres, islas y continentes parecían brotar de la nada, más allá del horizonte. Eran “no lugares”, tierras nuevas que abrieron paso a la idea de que otros mundos eran posibles en este mundo. Otras formas de vivir.
Una isla vino a poner nombre a ese descubrimiento intelectual, la isla de Utopía, en la que Tomás Moro imaginó una sociedad libre de las explotaciones e infelicidades de la nuestra. No era ya el perdido jardín del Paraíso Terrenal que buscaba Colón, sino un paraíso de igualdad y justicia construido en la Tierra por los seres humanos, no por Dios. Una verdadera rebelión contra la fatalidad del destino.
La imaginaria isla de Utopía fue presentada como el hallazgo de un marinero que habría viajado con Américo Vespucio en sus viajes a tierras americanas, sellando así la alianza intelectual de la modernidad, la que hermana el conocimiento del mundo con la emancipación de los hombres. Moro publicó su libro el año 1516, tan sólo 24 años después del Descubrimiento de América, pero su referente lejano hay que buscarlo en el mito de la perdida Atlántida.
Tanto Utopía como la Atlántida usan la isla como expresión simbólica de la ciudad, es decir, del espacio político de la civilización humana. Platón se sirvió de la leyenda de un reino perdido por la ambición de sus gobernantes para criticar el imperialismo de la Atenas de su época. Y Tomás Moro planteó en su sociedad utópica el núcleo de la pugna política de los tiempos modernos: el que enfrenta a libertad e igualdad, a propiedad privada y social, a individuo y comunidad.
No es extraño, pues, que las islas hayan jugado también un papel simbólico fundamental en la literatura. Desde la Ítaca de Ulises a la isla de Robinson Crusoe (inspirada por la muy real isla de Juan Fernández), pasando por La isla del tesoro, de Stevenson; la terrible isla de El señor de las moscas, donde los niños náufragos de William Golding redescubren el ceremonial de la crueldad, o las islas que son escenarios de experimentos científicos o de catástrofes ecológicas, como La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells; la isla de La invención de Morel, de Bioy Casares, o la imaginada por Cristina Fernández Cubas en El año de Gracia.
Alimentado por leyendas y por ficciones literarias, queda también el recuerdo de las numerosas islas que durante los siglos XVI, XVII y XVIII se convirtieron en guaridas de piratas, como la isla de la Tortuga, descubierta por Cristóbal Colón y en la que los bucaneros construyeron su fortaleza, o la república de Barataria, un conjunto de islas y marismas situado cerca de la ciudad de Nueva Orleans, donde los corsarios de los hermanos Jean y Pierre Laffite rindieron un sangriento homenaje a Cervantes. Individuos enfrentados al orden social, como islas a la deriva, los piratas reflejaron brutalmente las contradicciones del moderno pensamiento utópico, pues en las sociedades que levantaron en sus islas, como la Cofradía de Hermanos de la Costa, el ansia de libertad y la fraternidad coexistían con la violencia, la esclavitud y la codicia.
No tiene nada de raro tampoco que haya sido en dos islas donde se produjeran, con todas sus contradicciones, dos de las revoluciones sociales más significativas de los últimos 200 años: la revolución antiesclavista de los negros haitianos y la revolución socialista cubana. Pero ya en el mismo libro de Utopía, Moro trazaba el retrato en claroscuro del esfuerzo humano por hallar un orden social igualitario (sus virtudes y también sus riesgos).
Y en la búsqueda de conocimiento y de justicia emprendida por nuestra civilización hace ya más de cinco siglos, de alguna manera las islas han terminado por convertirse en la metáfora de la condición humana: individuos que vivimos en sociedad, como islas en un archipiélago. Un curioso archipiélago que tiene la prodigiosa capacidad de soñarse a sí mismo.
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