Cameron y Clegg empatan en Ohio/Pedro J. Ramírez, director de El Mundo
Publicado en EL MUNDO, 02/05/10):
Es el mismo ritual de todos los periódicos del mundo. A media tarde los redactores jefes y responsables de las secciones se sientan en una mesa ovalada en torno al director y van cantando los asuntos del día. Se debaten los enfoques, se asignan los espacios preferentes y, previo examen de las fotos disponibles, se perfila ese manifiesto diario que es la portada. Business as usual? No porque esta editorial conference del jueves 29 de abril, a la que por una vez asisto como invitado, no sucede en un diario cualquiera sino en el mítico The Times -225 años de periodismo nos contemplan-, en su sede junto a la Torre de Londres; y no estamos ante el cierre de una jornada más, sino a pocas horas del tercer y último debate que debe decidir las elecciones más cruciales de la historia reciente del Reino Unido.
La primera línea de la minuta que se reparte al empezar resume bien el dramatismo del momento: «Última oportunidad de Brown para levantar a un Partido Laborista desmoralizado». Incluso podría decirse que la descripción es elegante y generosa porque más que «desmoralizados» los laboristas están hundidos en la más perra de las miserias tras lo que le acaba de suceder la víspera a su primer ministro y candidato con la viuda Gillian Duffy.
Que un aspirante a un cargo público pierda los nervios e insulte a los votantes de sus adversarios es síntoma de descarrilamiento estratégico y hay que hacérselo mirar, pero si la coz la dirige a su propia grey ya estamos directamente ante un caso de seppuku político. Así lo ha reflejado con su brillantez habitual el dibujante del Times Peter Brookes al presentar a Gordon Brown clavándose en el estómago el bocadillo de la viñeta que contiene la terrible descripción que hizo de la persona que acababa de abordarle, sin darse cuenta de que seguía llevando un micrófono colgado de la solapa: «Mujer fanática».
Y lo peor de todo es que el encuentro con la señora Duffy no había sido en sí mismo «un desastre», como también comentaría Brown, sino más bien un saludable baño de realidad. En definitiva ella le había planteado los dos asuntos que más preocupan en la calle: el déficit y la inmigración.
Que una viejecita de izquierdas se queje de cosas que habitualmente molestan a la derecha dice mucho sobre la madurez democrática de una sociedad como la inglesa en la que un alto porcentaje de votantes cambia de opción según lo que cada vez le ofrecen los partidos. De hecho el a la vez entusiasta y reflexivo director del Times James Harding, el hombre que ha heredado de Robert Thompson la silla más prestigiosa y codiciada del periodismo británico, me explica que sus lectores, a mitad de camino entre los conservadores del Telegraph y los progresistas del Guardian, son todo un indicador de por dónde soplan los vientos del electorado: «Somos como Ohio», dice aludiendo a la regla que indica que quien gana en ese estado del Midwest siempre gana en Estados Unidos.
En las dos últimas elecciones el Times apoyó al nuevo laborismo de Blair pero esta vez parecía cantado que se inclinaría por Cameron tal y como ha hecho este sábado. El episodio con la señora Duffy terminó de ponérselo fácil. El lance callejero no había acabado mal para el líder laborista pues, tras los reproches, ella había comentado que a pesar de todo le apoyaría en las urnas. Era lo máximo a lo que podía aspirar Brown: conservar a sus votantes aunque fuera cabreados. Sin embargo su ego, su mal carácter y su paranoia le jugaron la peor de las pasadas al llevarle a preguntar a un asistente quién le «había puesto delante a esa mujer», transmitiendo la sensación de que mientras se presenta como paladín de los más humildes en realidad considera a la gente como una especie de elemento decorativo de «quita y pon» y sólo desea toparse con amables habitantes de impostadas aldeas Potemkin que le halaguen los oídos.
Lo único que le faltaba para que el desastre fuera, ahora sí, completo e irremisible era hundir la frente y llevarse la mano a la cabeza al descubrir lo que le había pasado, durante un programa de radio en el que no era consciente de que también había cámaras de televisión. Como dice el malvado Matthew Parris, columnista estrella del Times, «Gordon es la única persona capaz de ponerse a cavar al caerse a un agujero».
En la editorial conference se especula con la posibilidad de que Brown aproveche el debate de esta noche para pedir disculpas o intentar darle la vuelta de algún modo al episodio, pero James Harding duda de que tenga la capacidad de hacerlo. Mientras salimos a estirar las piernas entre los cercanos pubs de St. Katherine’s Docks -un pequeño atracadero en el Támesis en el que ya se siguen con pasión los prolegómenos del Liverpool-Atlético de Madrid-, mi colega evoca la habilidad con que reaccionó Blair en el congreso laborista de 2006 cuando se publicó que su esposa Cherie había dejado traslucir su inquina hacia Brown, exclamando «¡mentiroso!» al escuchar sus cánticos a la amistad, la unidad y la lealtad. Al día siguiente, Blair habló de sus años de estupenda colaboración con Brown y de la tranquilidad que para él siempre supuso saber que su mujer «no se iba a escapar con el vecino de al lado».
La anécdota me recuerda a la del septuagenario Reagan, abriendo el debate con Mondale con la promesa de que no iba a plantear la cuestión de la edad para «no abusar de la inexperiencia» de su contrincante o al inicio del discurso de Sarkozy en el que aludió a las notorias infidelidades de Cecilia diciendo que él había «cambiado» a mejor al pasar por «problemas similares» a los de los demás franceses. Nada revela tanto la envergadura de un líder como su capacidad de transformar las crisis en oportunidades y las debilidades en ventajas.
Pero Brown no es ni Blair, ni Reagan, ni Sarkozy y, en efecto, su única referencia a lo ocurrido al inicio del debate -«Como vieron ayer no todo lo hago bien…»- más parece destinada a cubrir el expediente, a tapar el hueco del «para que no se diga» que a ofrecer una perspectiva redentora de los hechos. Luego, cuando se hable de inmigración, Brown perderá una ocasión perfecta para aclarar el malentendido de fondo que no es otro que la distinta perspectiva con que se ve este asunto desde los despachos y desde la calle. «Nadie se acordará de la señora Duffy dentro de un año», alega Peter Mandelson, ideólogo hace 15 años del nuevo laborismo y paradójico último bastión de Brown tras toda una serie de encarnizadas batallas internas.
Puede que lleve razón, pero la sombra de esta jubilada con su dignidad ofendida en su casita de los suburbios va a planear toda la noche sobre el debate. Hasta el extremo de que al final la única conclusión rotunda será que el aún primer ministro tiene todas las papeletas para desvanecerse de la actualidad a la vez que la inesperada estrella invitada de su campaña.
Apenas empiezan a hacer los tres contendientes sus comentarios iniciales queda patente que Brown con su aire anticuado; su extraña manera de hablar, como si cada palabra fuera un objeto incómodo que se paseara previamente por su paladar antes de abrirse de forma trabajosa camino hasta los labios; y su descoordinación al sonreír mientras se refiere a los asuntos más graves, es un hombre acabado. Hay algo nixoniano en su figura. Pero ni siquiera es el Nixon cordial y ocurrente hasta que derrapa, visto por Ron Howard e interpretado en su duelo con David Frost por Frank Langella, sino el Nixon turbio y siempre fuera de registro que reflejó Oliver Stone e interpretó Anthony Hopkins con descarnada crudeza.
Pobre Brown. Qué crueles pueden ser las cámaras. Cuanto más demuestra saberse la asignatura, menos parece estar diciendo la verdad. Es tal la machaconería con que se aferra al voto del miedo que se merece que Cameron le conteste en clave rooseveltiana, advirtiéndole que sólo hay que temer al miedo mismo. Pero Cameron no ha venido esta noche a buscar la frase sino a dar la talla, a demostrar que tiene hechuras de primer ministro, eso que se llama gravitas. De ahí que haya abierto su intervención con un diagnóstico a la vez claro y moderado: «Nuestra economía está atascada en un bache». De ahí que su único radicalismo sea para abominar del euro por los siglos de los siglos, de modo que los contribuyentes británicos no tengan que pagar el despilfarro de Grecia y «otros países».
No es difícil comprender que para todo votante que considere que la gran prioridad debe ser equilibrar las cuentas públicas para reflotar la economía -y en el Reino Unido hay millones y millones educados en la sana observancia de esa regla- David Cameron sea el hombre. Se aferra al valor del trabajo y a la recompensa del esfuerzo. Él mismo da la impresión de estar dispuesto a remangarse y ponerse manos a la obra de un momento a otro. Comunica solvencia y confianza. No concreta dónde y cómo meterá la tijera pero sólo aquellos que tratan de evitar su victoria le exigen que lo haga ahora.
Sin embargo, para quienes observamos esta recta final de la campaña desde esos «otros países» en dificultades y sobre todo para quienes creemos que los problemas de Europa sólo se arreglarán con más Europa la personalidad impermeable de Cameron y sobre todo el alineamiento de su partido en el grupo situado a la derecha del PP en Estrasburgo nos producen la inquietud de lo excéntrico. Concéntrico es en cambio lo que dice y hace Nick Clegg, el líder de los lib-dem. Como ya explicó hace unos días nuestro corresponsal Eduardo Suárez, desde esta perspectiva, Clegg tiene dos grandes puntos fuertes: su apuesta por una tercera vía basada en la reforma política y el perfil de su mujer, Miriam González.
¿Cómo no reconocerse en las propuestas de Clegg cuando ya desde los primeros compases del debate plantea una gran cumbre de líderes nacionales para arreglar «juntos» la economía? Supongo que Miriam le habrá hablado de la leyenda de los Pactos de la Moncloa. Me cuentan que ella lloró el día que dimitió Adolfo Suárez y no hay más que leer sus declaraciones de ayer en Yo Dona para darse cuenta de que lleva en los genes la causa de la regeneración democrática que siempre enarbolaron quienes como su padre pasaron de la UCD al PP.
Pero además es una cuestión de formas. El senador González Caviedes se sentía muy próximo a los grupos liberales que lideraban Garrigues y Camuñas y, con todas las salvedades del tiempo y el espacio, Clegg encarna el mismo desparpajo, el mismo estilo directo que desacraliza la política y la acerca a los ciudadanos. Es Clegg quien esta noche pone de verdad el foco en ellos -«El debate de hoy es sobre ustedes»-, es Clegg quien llama por su nombre a cada uno de los que le preguntan, es Clegg quien en medio de las dos cariátides mueve las manos argumentando con pasión, es Clegg quien demuestra la audacia suficiente para resultar políticamente incorrecto respecto a la inmigración.
Alguien que la ha tratado recientemente me cuenta que Miriam es aún más atractiva de lo que parece en las fotos y todavía más inteligente de lo que indica su currículo. De que a su marido le vaya bien el jueves sólo podrán desprenderse consecuencias positivas para España. Y es difícil que le vaya mal porque, por obra y gracia de la televisión, la política británica va a ser a partir de ahora cosa de tres y los lib-dem pueden tener la llave para controlar al Gobierno o convertirse en la referencia de la oposición. Incluso cabría una carambola que llevara a Clegg a Downing Street con los votos del laborismo descabezado.
De momento, esta noche ha superado la prueba de demostrar que puede salir airoso de un gran debate económico. El primer sondeo, elaborado para The Sun, da a Cameron como claro vencedor pero a Clegg en segundo lugar. Ésa será la tónica de las demás encuestas, lo que permitirá a los lib-dem, arropados por el apoyo del Guardian, proclamar que los laboristas están ya fuera del juego y que el jueves los británicos deberán optar entre dos modelos de cambio.
Falta el sondeo para el Times. Harding, Anoushka Healy -la primera mujer que ha llegado al puesto de directora ejecutiva del diario- y sus adjuntos esperan en tensión sus resultados para decidir el enfoque de la portada. «Too close to call», me dicen al recibir los primeros datos. Demasiado reñido para pronunciarse. Al cabo de unos minutos se perfila un desenlace: Cameron 39%, Clegg 37%, Brown 25%. Pero enseguida llega la corrección definitiva: Cameron 38%, Clegg 38%. Parece un guión de Hitchcock: empate en Ohio tras el tercer debate.
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