El siglo de los intelectuales. Michel Winock.
Inteligencia francesa
JOSÉ LUIS PARDO
Babelia, 03/07/2010
Michel Winock recorre la historia del pensamiento desde la aparición de la Nouvelle Revue Française hasta la interminable disputa con el comunismo. Su libro da pie para analizar la condición, las paradojas y la importancia de los intelectuales
Una de las razones por las cuales hoy casi nadie se autodenomina "filósofo" es la exigente definición que de tal cosa se propone en la Crítica de la razón pura, en donde Kant observa la necesidad de reservar el término a quien practica la filosofía no en sentido académico, sino en sentido mundano (en lo que concierne a los intereses de los hombres más que a los de las escuelas); y esta práctica consistiría en ser capaz de vincular todos los conocimientos en cada momento disponibles con los fines esenciales de la razón humana: un ideal que ningún humano podría reclamar para sí sin pecar de arrogancia. Quizá por este motivo hizo más fortuna -para referirse al filósofo "mundano"- el vocablo "intelectual" a la hora de designar a aquellos pensadores que intervienen en la escena pública con intención de provocar debates y extender sus ideas. Sin embargo, y a pesar de la modestia necesaria, está sin duda que la genealogía del "intelectual" hunde sus raíces en los philosophes enciclopedistas franceses de la época de la Revolución, cuyo nivel de influencia social exaltaba en cierta ocasión Carlyle recordando que publicaron una obra en 35 volúmenes que solo contenía ideas, pero cuya segunda edición se encuadernó con la piel de quienes se habían burlado de la primera. Por eso, quien teniendo todo esto en consideración lea además El siglo de los intelectuales, de Michel Winock, puede caer en la tentación de creer que la intelectualidad es una institución exclusivamente francesa y hasta casi de Estado (¿no fue el Estado francés quien inventó el Ministerio de Cultura?): Voltaire dibuja el tipo, Zola descubre la alianza con la prensa como articulación fundamental y suscita la denominación con ocasión del caso Dreyfus, André Gide le da el toque demoniaco y Sartre fija la mezcla de izquierdismo y universalismo que llevará la fórmula hasta la cúspide de la provocación y que irá en lenta decadencia después de 1968, cuando el testigo pase de las manos del autor de El ser y la nada a las de Michel Foucault, a quien algunos consideran enterrador oficial de la figura.
¿Hay que advertir de que no es así, de que más allá de Francia y en esa misma época "gloriosa" que el autor rememora vivieron también intelectuales tan notables como Bertrand Russell, Ortega y Gasset o Thomas Mann, que tuvieron una enorme importancia en sus países respectivos y en Europa y América en general, pero de cuya historia Winock no nos dice nada? Es cierto que si el libro de Winock se hubiese llamado "el siglo de los intelectuales franceses", lo que habría resultado mucho más conforme al contenido, también habría sido mucho más ostensiva la ambición -seguramente excesiva- de declarar que el siglo XX fue el de los intelectuales, cosa cuando menos seriamente discutible. Esto no le resta interés al libro, desde luego, porque la época que atraviesa es suficientemente atractiva como para mantener la intriga: desde el nacimiento de la Nouvelle Revue Française, templo del prestigio de las letras francesas a lo largo de todo el siglo, hasta la interminable disputa con el comunismo (ya sea en torno a la Unión Soviética, en torno al partido comunista o en torno al marxismo como teoría e ideología) sin la cual ningún intelectual obtuvo su correspondiente legitimación, pasando por el surrealismo, por Mauriac y por las mil y una declaraciones y manifiestos firmados por interminables listas de nombres resonantes. Winock avisa de la contradicción esencial que organiza su relato: "La paradoja del intelectual es que el poder del que puede disponer le viene dado por su renombre: ejercerlo en provecho de una gran causa humana redobla su reputación". Pero la historia de cómo los diferentes nombres que circulan por estas páginas han invertido sus respectivas reputaciones se atiene en lo fundamental al género de la biografía de las "grandes personalidades" (por ejemplo, no se nos ahorra el vistoso capítulo de las "rivalidades": Gide-Malraux, Sartre-Camus, Sartre-Aron, etcétera), con la coletilla de psiquismos hinchados o irritados que todo ello trae consigo.
Quizá por ello convenga recordar que este asunto de los "intelectuales" no tiene únicamente que ver con los espíritus nacionales ni con las personalidades desbordantes. Aunque el caso Dreyfus sea el detonante, la condición de posibilidad del intelectual reside en la existencia de territorios artísticos, estéticos, científicos y literarios específicos e independientes con respecto a los poderes "fácticos" en cada caso vigentes (económicos, políticos, religiosos y hasta morales), lo que requiere un complejo dispositivo social que involucra desde universidades hasta editoriales pasando por la prensa libre. El hecho de que alguien sea valorado en cualquiera de esos ámbitos autónomos al margen de su cuota de mercado o de su influencia política, solo por los criterios de calidad fijados por sus pares, además de configurar la ética del hombre de letras o de ciencias, es lo que legitima al así valorado para ejercer públicamente la crítica en asuntos de interés común sin sospecha alguna de buscar beneficios políticos o comerciales, y lo que -por así decirlo- confiere alguna resonancia a los puñetazos que pueda dar sobre la mesa (aunque sea la mesa de redacción de un diario). Y claro está que el intelectual decae como institución cuando desaparece esa autonomía y son, al contrario, el éxito comercial o la influencia política lo que se quiere convertir en prestigio literario o científico. Pero esa, claro está, es otra historia.
http://www.elpais.com/elpaismedia/babelia/media/201007/03/portada/20100703elpbabpor_2_Pes_PDF.pdf
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