Tamaulipas: vientos de barbarieMarcela Turati
Revista Proceso # 1776, 14 de noviembre de 2010;
Revista Proceso # 1776, 14 de noviembre de 2010;
La gente abandonó Ciudad Mier porque los enfrentamientos entre el cártel del Golfo y Los Zetas arrasaron escuelas, comercios, cuarteles de policía y oficinas de gobierno. Quien llega ahí ve la obra de hordas bárbaras, y sí: son los sicarios del narco. Uno de tantos damnificados de la errática estrategia federal antinarco expresa su sentimiento desde un albergue: “Si el Ejército no puede venir a defendernos, que nos manden armas para defendernos”.
CIUDAD ALEMÁN, TAMPS.- Paquetes con botellas de agua purificada yacen en un rincón del salón de baile convertido en albergue donde algunas mujeres expurgan bultos de ropa recién donada. Son las dos de la tarde y los damnificados se levantan de las colchonetas desde donde contemplaban el paso del día para sentarse en mesas de plástico a esperar el plato desechable con los alimentos.
A ellos no los sacó de su casa una inundación o un terremoto. Fue el huracán de la violencia, que se estacionó sobre Ciudad Mier, su pueblo, el que les trituró la vida. Los más de 300 inquilinos de este albergue estrenan el primer campamento abierto para refugiados de la guerra mexicana del narcotráfico.
La vida anterior de estos refugiados no fue fácil. Dormían de día, pasaban la noche tumbados sobre el piso, apretujados adentro de un baño, detrás del refrigerador, encerrados en el clóset, engañándose con que así salvarían la vida. Se trasladaban a gatas dentro de casa. Se imponían toque de queda desde las cinco de la tarde y nadie tenía permitido acercarse a las ventanas.
“Ya tiene mucho tiempo que empezó eso de los bombardeos, pero ahora es todo el día, desde la madrugada, toda la mañana, todo el día”, narra una mujer recostada en una pila de colchonetas. Una vecina tendida en las colchonetas contiguas agrega: “Antes las balaceras ocurrían nada más cada tercer o cuarto día, pero los últimos días eran insoportables. Había demasiada balacera, demasiado bombardeo, andaban adentro del solar, barrían todas las casas, ya no sólo algunas”.
El mal tiempo empezó el 23 de febrero, cuando 40 camionetas tripuladas por hombres armados del cártel del Golfo entraron al pueblo a secuestrar a todos los policías, robar las armas y radios, quemar casas y se llevaron familias enteras, para quitárselo a Los Zetas, sus aliados por 12 años, ahora enemigos a muerte. Nueve meses después, el municipio permanece como campo de batalla. Los Zetas contraatacaron la semana pasada a raíz de que la Marina mató a Ezequiel Cárdenas Guillén, Tony Tormenta, líder del cártel del Golfo y su exaliado.
Por los nueve meses de balaceras y granadazos las construcciones coloniales de Mier –como la alcaldía y la iglesia construida en 1793, desde la fundación del pueblo– lucen cacarizas. El paisaje es el de una invasión bárbara con autos, casas, negocios, patrullas y el cuartel de policía calcinados.
Los Zetas tomaron control del pueblo desde una década antes. “Se fueron adueñando del pueblo. De por sí, tenías un changarrito y te cobraban el depósito, unos impuestos, si no, te lo quitaban”.
Pero este año, a partir del rompimiento, el control fue insoportable: los mierenses quedaron cercados por retenes de asesinos a las salidas del pueblo y en los caminos rurales que conducían a los ranchos y las parcelas; la ruta del camión de pasajeros –que conecta con Laredo, Ciudad Guerrero y Monterrey–, suspendida.
“Acabaron las salidas porque a veces cierran las entradas de la carretera, secuestran el autobús, hacen que se bajen las personas, les quitan su dinero, violan a las mujeres, matan a quien les levanta la voz”, relata una de ellas.
De las 6 mil 500 personas que habitaban Mier, la mitad huyó antes de noviembre, y la semana pasada salieron los que quedaban. Antes del éxodo contaban a 110 personas secuestradas, aunque todo el pueblo era rehén: no tenían agua, la luz llegaba por temporadas, la clínica cerraba por las tardes y las escuelas, que abrían cuando el temporal lo permitía, suspendieron definitivamente labores desde el Día de Muertos.
Para entonces ya los trabajos se habían esfumado: no hubo manera de salir a jornalear a un rancho; las compañías contratistas de Pemex cambiaron de domicilio desde que sus empleados fueron secuestrados; la única gasolinera no abrió más; los comercios cerraron en cadena.
“En obras públicas ya no había trabajo y ya no podías ir a los ranchos, que era el único trabajo, ni nada: los hombres feos te agarraban y secuestraban, salías y no sabías si ibas a volver”, dice una embarazada sin empleo.
Los “hombres feos” estaban en todas partes: se los encontraban corriendo en la calle con granadas en la mano y metralletas, cruzando patios o tumbando puertas para pescar reclutas. Invadieron hasta los sueños desde que dejaron “un regalo” frente a la presidencia municipal: un hombre vivo mutilado de brazos y piernas, clavado en un palo hasta el desangramiento, cuyo dolor impregnó las pesadillas comunitarias.
En el albergue los discursos sobre lo ocurrido son vagos, reflejo de gente que se siente vigilada. Se refieren a “los señores feos”, “los que andaban peleándose”, “los malos”, nunca a Los Zetas o los del Golfo.
“Nos venimos porque nos corrieron, que iba haber quién sabe qué borlote… como balazos y eso”, comentó escueto un ayudante de albañil de 45 años, ranchero de dientes chuecos, renuente a entrar en detalles.
“Nos dan cuello”, explicó su negativa a hablar una joven mientras hacía la señal del ziper sobre la boca. Su hija de tres años caminaba en pañales por el salón, cansada y llorosa por no poder hacer su siesta.
El reporte del médico de Mier –que esquiva las entrevistas como la mayoría– señala que la noche anterior a la visita de Proceso (la del miércoles), 380 personas habían pasado la noche en el albergue. Entre la bola están albergados dos migrantes –uno poblano, otro recién expulsado de Illinois– que fueron obligados por la policía a suspender su viaje a Estados Unidos y a refugiarse como el resto hasta que la carretera sea transitable.
Se soltó el diablo
En Ciudad Miguel Alemán, pueblo colindante con Roma, Texas, el éxodo comenzó a notarse primero en el parque que fue ocupado por personas que acampaban el día entero o se arrimaban a familiares que habitan esa frontera; después fue la llegada masiva de autos llenos de familias y los pocos triques que pudieron agarrar. “Dos o tres mudas de ropa, ¿ya que nos quedaba? Ta’ feo, horrible”.
Entonces el alcalde, Servando López, ordenó habilitar el Club de Leones como albergue y, previendo que el conflicto no pasará pronto, anunció que dará trabajo a los hombres y escuela a los niños. Y, en efecto, el jueves pasado al mediodía un camión escolar pasó por los niños.
Desde hace meses los mierenses querían huir de la violencia (“¿para dónde corríamos, con qué dinero?”), pero lo hicieron hasta que se enteraron de la habilitación del albergue. Hoy Ciudad Mier, el pueblo mágico que promocionaba el gobierno como destino turístico, se convirtió en pueblo trágico, en un pueblo fantasma.
Estas personas no son las primeras desplazadas por la narcoviolencia, el fenómeno ya se había notado en otros estados como Chihuahua; sin embargo, el de Ciudad Alemán es el primer albergue gubernamental para los refugiados por la guerra.
Este salón, a donde todo el tiempo llegan vecinos solidarios con víveres o misioneros con palabras de aliento, concentra historias que hablan de muerte, de frustración y de abandono gubernamental, algunas contra el alcalde de Mier, José Iván Macías, que no se ha aparecido por este lugar: “Se hizo pa’trás, se fue pa’l otro lado, nos dejó pa’ que nos lleve la pura fregada. Y él está bien seguro, queremos lincharlo”, dice un refugiado.
Contra el Ejército: “Los soldados empezaron a decir que valía más que desalojáramos, fueron a la secundaria a decir que iba a haber algo grande. ¿Y cómo nos vamos a quedar si los que traen armas nos están diciendo que no nos van a defender?”.
Contra Felipe Calderón: “¿Onde está la Marina, onde están los soldados? ¿Por qué no los manda el presidente? No estuvieron para defendernos cuando nos sacaron de Mier, de perdida que vengan a protegernos acá, no sé cuánto tiempo tardarán para venir a matarnos aquí, y nos dejaron sin protección”.
Una anciana intenta darle sentido al desamparo cuando comenta: “A lo mejor el gobierno quiere que se queden solos para rodearlos y matar a todos o quiere que se maten entre ellos”.
Poco a poco y bajo el más estricto anonimato desgranan las historias de horror que traen atoradas en la garganta, aunque algunas parecen leyendas a las que el pueblo les fue aderezando nuevos detalles: las violaciones de mujeres en las carreteras; los dos hombres sentados en la plaza, decapitados, cuyas cabezas fueron halladas en una cabina telefónica; el secuestro del “señor Rogelio” y de su hijo de 11 años, en castigo porque se había fugado de un secuestro previo; el destino del bebé de ocho meses al que arrancaron de los brazos de su madre, lo metieron entre las llantas de la camioneta y le pasaron por encima.
–Era un niño de ocho meses que con nadie se metía, ¿a quién le hizo daño? –dice sobre una colchoneta la abuela que lo relata; una vecina asiente con la cabeza a su lado mientras muerde una torta.
–¿Y a qué familia le pasó eso? –se les pregunta; las dos alzan los hombros.
–No sabemos. Eso dicen las malas lenguas.
“A reventar todo”
El tifón de la violencia desplantó a los mierenses de su tierra, los barrió de su casa, separó a las familias, machacó los sueños colectivos. Las historias recabadas por este semanario así lo cuentan.
Está, por ejemplo, el relato de la desempleada que reposa sobre una colchoneta su embarazo, quien recuerda: “Hubo un día que ‘tuvo feo, horrible, yo solita con mi niña, nos metimos al baño, tiradas al piso, yo la abrazaba para que no tuviera miedo, la calmaba, le rezábamos a Diosito para que por culpa de esos maleantes no fuéramos a perder la vida, le aseguraba que esos hombres no se iban a meter dentro de la casa, pero yo creía que estaban adentro. Era horrible, en el patio estuvieron corriendo, tirándose balazos. Y todavía después de ese día nos quedamos, no teníamos dinero ni a dónde ir, hasta que empezaron a decir que se iba a poner más feo, que iban a empezar a entrar a las casas a matar, ¿ya a qué te esperas?”.
Su papá se quedó en Mier, aferrado a su casa, confiado de que quien nada debe, nada teme. La familia ha ido por él varias veces, pero se rehúsa a abandonar su lugar. “Hay como 10 que se quedaron, Mier es un pueblo fantasma”.
–¿Cuántos muertos hubo este tiempo? –se le pregunta.
–Muchos. Y muchas familias se han perdido. Las desaparecieron, con niños, jóvenes, abuelos, todo, y ya no regresaron.
Sueños de muerte
Un adolescente de 12 años que observa cuando el autobús escolar se lleva a los niños de la primaria dice serio: “Ojalá que mandaran a la Marina y a los soldados, que los sacaran”.
Estos meses vivió con escalofríos metidos bajo la piel desde que los asesinos empezaron a quemar negocios. “Temía que el próximo fuera la tienda de Jesús Balleza y que le explotaran una granada, que la explosión alcanzara hasta su casa. Me daban escalofríos casi todo el tiempo”.
Su papá sólo le dejaba jugar a los tazos o ver televisión, siempre tirado al suelo. “Cuando empezaban las balaceras me daban ganas de ir al baño a cada rato, tenía miedo de que se metieran a casa”. Siempre iba a gatas, desde que soñó que a su hermanito lo mataban por ponerse de pie. Tuvo otras pesadillas: “Que salía para fuera, estaban todos los señores y venían otros, yo gateaba, pero empezaban los balazos, ¡y yo afuera!”.
Un día, una balacera lo atrapó en clases. Cuando su mamá fue a recogerlo, mientras caminaban, se toparon a los hombres corriendo con sus metralletas y sus granadas. Ambos palidecieron. Más adelante se encontraron a otros. También a un muerto.
–¿Cuántos muertos hay?
–No sé, no vi ni uno, sólo al que estaba colgado que alguien puso en la plaza y otro que estaba tirado y tenía un balazo aquí (y se toca las costillas).
Sentada en una silla de plástico está una mujer que vivía cerca del río, pasada natural de los sicarios y frecuente campo de batalla. “Fui de las primeritas que me vine, desde el sábado le pedí raid a un prima, sin ropa, sin nada, así nomás agarré a mis huercas y vámonos”, apunta. Ríe nerviosa cuando cuenta que ya aprendió a distinguir los sonidos de las armas que nunca ha visto: “Esa fue una lanza papas, esa una mata policías, ese el cuerno de chivo, esa una granada”.
Una noche, cuando dormía en su cama tres tiros entraron por la ventana de su cuarto y dejaron hoyos en las paredes del tamaño de un tostón. Por puro instinto rodó hacia el piso, gateó al baño y nunca volvió a dormir en alto, tampoco en las noches.
“Una vez me los topé cuando recién empezaba, les vi las caras pero pregúnteme si las recuerdo. Claro que no. Pero de que traen buen armamento, buenos muebles, buenos blindajes, los traen. ¿Y uno con qué se va a defender? Si cuando todo empezó los soldados nos dijeron que les diéramos las armas viejas a cambio de despensa y nos desarmaron. Fue plan con maña.”
Otro día, cuando disfrutaba aliviada la llegada del Ejército en sus camionetas, con un “aparato que gira y gira y no deja de tirar balas”, se desilusionó cuando se acercó y descubrió que “¡eran los clonados!”.
–¿Cuántos muertos hubo?
–No, pos’ sabrá Dios cuántos, pero de que son muchos, son muchos. Si aún estoy impresionada de los que dejaron en la plaza, a los que les mocharon la cabeza, que eran conocidos. También supe de uno que quedó por la casa tumbado, pero no salí a ver, y así, sin querer, me tocó ver a uno tirado dentro de una casa.
Alrededor de una mesa redonda de plástico esperan que les sirvan la comida cinco jóvenes de entre 18 y 20 años, que se sabían población en riesgo porque los asesinos entraban a las casas a matar a capricho, si es que no enrolaban a los jóvenes a su guerra.
“Está todo triste, sin gente, y puro ta-ta-ta-ta-ta y puuuum-pum-pum, plomazos y rafagazos, nomás oscureciendo y pa’ la cueva porque en la noche se desataba el demonio; a las cinco”, dice uno.
“Pensaba que en cualquier rato se calmaría, ¿y cuál? Se venían más y más, hasta dos días enteros. Al ver que no había agua ni trabajo ni tiendas abiertas, y que dejaron de darnos despensa porque ya no había ni presidencia municipal, a correr…”, comenta otro.
Tras las paredes oían insultos, “el tracaleo”, el grito del “ya valió madre… a reventar todo”, que precedía la destrucción. Conocían el procedimiento: “Nomás escuchas balas, el ta-ta-ta y de volada vas pa’l baño donde estén macizas las paredes, donde esté bien tapiñado (escondido)”.
Además de tristes se sienten enojados porque “gente de fuera” los desplazó de su tierra. Entonces, el más vivaracho, comenta: “Si el Ejército no puede, entonces que manden armas para nosotros, que sí sabemos qué hacer para defendernos de los que se quieren adueñar de lo nuestro”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario