Traducción: JoséMaría Puig de la Bellacasa
Publicado en LA VANGUARDIA, 31/01/11;
¿Quién había previsto tal vuelco? ¿Quién se atrevía, hace apenas tres meses, a abrigar siquiera la ilusión de que el pueblo tunecino podía echar abajo un régimen deshonrado cuya estabilidad y solidez era motivo de elogio en Europa y otros lugares?
Reconozcamos tamaña sorpresa: un joven en paro, acosado por la policía en Sidi Buzid, procede a inmolarse y se desencadena todo un movimiento de revuelta. Desde la zona centrooccidental del país (Kasserin, Sidi Buzid, Feriana, etcétera), el movimiento se propaga, como reguero de pólvora, a todo el país, que a continuación se moviliza y se pone en marcha.
Creyendo que no pasa de ser un disturbio similar a los que han jalonado la historia de este país, la policía actúa sin contemplaciones: gases lacrimógenos y disparos de fuego real. Sin embargo, a medida que hay más manifestantes muertos, más se incrementan y generalizan las manifestaciones. Sordo a la voz de la calle, Ben Ali se refugia al principio en el mutismo, atrincherado en su confiada autocomplacencia, para atribuir luego los “disturbios” a elementos “exaltados” y “subversivos”, antes de pronunciar esa frase célebre de otro general (aunque de distinta talla): “Os he comprendido”. Demasiado tarde. La protesta ya no admite vuelta atrás. Ben Ali recurre a las fuerzas armadas, pero estas se rebelan y por boca de su jefe se niegan a disparar contra la multitud. El régimen se derrumba yel dictador, perseguido, huye.
Como a todo el mundo, me ha cogido desprevenido. Indudablemente, deseaba el cambio y lo invocaba con todas mis fuerzas. No cesaba de repetirme a mí mismo lo de “antes del alba es cuando es más negra la noche” y que “después del invierno de la dictadura llegará necesariamente la primavera de la libertad”. Sin embargo, los regímenes autoritarios árabes muestran tal resistencia a los llamamientos a favor del cambio y a los torbellinos que hacen girar el mundo, que he deducido que su eternización no obedecía únicamente a factores internos, sino también a factores externos de tipo geopolítico. Es un hecho evidente tras los atentados del 11-S, cuando la lucha antiterrorista revistió tal carácter obsesivo, que Occidente atenuó deliberadamente sus invocaciones al respeto a los derechos humanos y a la libertad, convirtiendo así a los regímenes autoritarios en “vigilantes contra el terrorismo”.
Vaya misión: ¡qué ganga para los regímenes faltos de legitimidad! De modo que, en calidad de “muralla contra el terrorismo”, el régimen tunecino ha podido castigar toda manifestación de la sociedad civil, islamista o no, encarcelando, amordazando, torturando, exiliando, prácticamente en medio de un silencio ensordecedor de los poseedores de patente en lo concerniente a los derechos humanos.
Tras la revolución iraní de 1979, era menester evitar a cualquier precio “el contagio iraní”, la “tentación revolucionaria” y la “subversión religiosa”. Se repetía, en una suerte de emulación entre las cancillerías occidentales, que “más vale diablo conocido que diablo por conocer” y que las dictaduras estables son en todo caso más recomendables que los “islamistas barbudos”. Y así es como han sobrevivido los regímenes en cuestión, no sólo debido al nivel de sus aparatos de control y represión, sino también a su función instrumental.
El problema estriba en que ciertos regímenes, como el de Ben Ali, han elevado la represión y la corrupción a tal nivel que hasta los estadounidenses empezaban a enseñar los dientes, según han revelado los documentos de Wikileaks. Se abrió una brecha…
Aunque no ha sido tal el factor determinante en la revolución tunecina, sino un elemento entre otros: en especial, el rumbo represor, la presencia tentacular del clan Ben Ali en todos los ámbitos, la generalización de la corrupción, el impacto de la crisis económica mundial sobre una economía tunecina de subcontratación textil, el débil aumento de la gama de productos en el país, la excesiva verticalidad de los intercambios con la Unión Europea, el débil grado de integración regional y, sobre todo, ese “capitalismo de compadreo”.
El pueblo tunecino acaba de echar abajo este sistema. Ha escrito con su sangre el epitafio de la dictadura tunecina y acaso incluso de la dictadura en suelo árabe. Al hacerlo, ha dado una lección magistral a todos los que no veían más que “multitudes apáticas y dóciles” en las calles del mundo árabe. Ha puesto de manifiesto la incoherencia de la Unión Europea, que se planteaba dar satisfacción a Túnez concediéndole un “estatuto avanzado”. Ha revelado las amistades sospechosas de algunos estados europeos con los regímenes autoritarios del sur en nombre de una falsa concepción de la realpolitik.
Cabe extraer diversas enseñanzas de los acontecimientos de Túnez. La primera es la madurez de este pueblo: se ha mantenido unido y su movimiento ha conservado el carácter de espontaneidad sin quedar encuadrado en los esquemas de un partido político u organización religiosa. Más aún: los lemas que profería la multitud mantuvieron carácter de laicidad: libertad, empleo, dignidad. En ningún momento oí “Dios es grande” o “el Corán es la solución”.
Las mujeres han sido actrices eficaces del movimiento. Punta de lanza del cambio social en Túnez, no han quedado al margen ni fuera de juego. En todos los países árabes se les pone como ejemplo.
Esta revolución no ha sido la de los “vientres vacíos”, sino de “cabezas llenas” de sueños y esperanzas en otro Túnez. Indudablemente, se ha apuntado a los problemas económicos como el paro juvenil, la corrupción y el clientelismo, pero el motor que impulsaba a los manifestantes era el deseo irreprimible de libertad.
Caído el dictador, resta por conquistar la democracia. Pero en este ámbito el terreno es escarpado: será menester desmantelar la tecnoestructura de la dictadura y las peanas de la dictadura (milicias, servicios secretos, partido único, etcétera), organizar elecciones dignas de este nombre, instaurar una democracia bajo el signo de la serenidad y la inclusión social y política. Las fuerzas armadas, cuyo crédito ha permanecido intacto, deben actuar con prudencia y evitar los patinazos, lejos de la tentación de hacer aflorar en su seno “la efigie salvadora de la nación”.
¡Cuántos “militares salvadores de la nación” han sido – bajo otros horizontes-los sepultureros de la democracia!
Reconozcamos tamaña sorpresa: un joven en paro, acosado por la policía en Sidi Buzid, procede a inmolarse y se desencadena todo un movimiento de revuelta. Desde la zona centrooccidental del país (Kasserin, Sidi Buzid, Feriana, etcétera), el movimiento se propaga, como reguero de pólvora, a todo el país, que a continuación se moviliza y se pone en marcha.
Creyendo que no pasa de ser un disturbio similar a los que han jalonado la historia de este país, la policía actúa sin contemplaciones: gases lacrimógenos y disparos de fuego real. Sin embargo, a medida que hay más manifestantes muertos, más se incrementan y generalizan las manifestaciones. Sordo a la voz de la calle, Ben Ali se refugia al principio en el mutismo, atrincherado en su confiada autocomplacencia, para atribuir luego los “disturbios” a elementos “exaltados” y “subversivos”, antes de pronunciar esa frase célebre de otro general (aunque de distinta talla): “Os he comprendido”. Demasiado tarde. La protesta ya no admite vuelta atrás. Ben Ali recurre a las fuerzas armadas, pero estas se rebelan y por boca de su jefe se niegan a disparar contra la multitud. El régimen se derrumba yel dictador, perseguido, huye.
Como a todo el mundo, me ha cogido desprevenido. Indudablemente, deseaba el cambio y lo invocaba con todas mis fuerzas. No cesaba de repetirme a mí mismo lo de “antes del alba es cuando es más negra la noche” y que “después del invierno de la dictadura llegará necesariamente la primavera de la libertad”. Sin embargo, los regímenes autoritarios árabes muestran tal resistencia a los llamamientos a favor del cambio y a los torbellinos que hacen girar el mundo, que he deducido que su eternización no obedecía únicamente a factores internos, sino también a factores externos de tipo geopolítico. Es un hecho evidente tras los atentados del 11-S, cuando la lucha antiterrorista revistió tal carácter obsesivo, que Occidente atenuó deliberadamente sus invocaciones al respeto a los derechos humanos y a la libertad, convirtiendo así a los regímenes autoritarios en “vigilantes contra el terrorismo”.
Vaya misión: ¡qué ganga para los regímenes faltos de legitimidad! De modo que, en calidad de “muralla contra el terrorismo”, el régimen tunecino ha podido castigar toda manifestación de la sociedad civil, islamista o no, encarcelando, amordazando, torturando, exiliando, prácticamente en medio de un silencio ensordecedor de los poseedores de patente en lo concerniente a los derechos humanos.
Tras la revolución iraní de 1979, era menester evitar a cualquier precio “el contagio iraní”, la “tentación revolucionaria” y la “subversión religiosa”. Se repetía, en una suerte de emulación entre las cancillerías occidentales, que “más vale diablo conocido que diablo por conocer” y que las dictaduras estables son en todo caso más recomendables que los “islamistas barbudos”. Y así es como han sobrevivido los regímenes en cuestión, no sólo debido al nivel de sus aparatos de control y represión, sino también a su función instrumental.
El problema estriba en que ciertos regímenes, como el de Ben Ali, han elevado la represión y la corrupción a tal nivel que hasta los estadounidenses empezaban a enseñar los dientes, según han revelado los documentos de Wikileaks. Se abrió una brecha…
Aunque no ha sido tal el factor determinante en la revolución tunecina, sino un elemento entre otros: en especial, el rumbo represor, la presencia tentacular del clan Ben Ali en todos los ámbitos, la generalización de la corrupción, el impacto de la crisis económica mundial sobre una economía tunecina de subcontratación textil, el débil aumento de la gama de productos en el país, la excesiva verticalidad de los intercambios con la Unión Europea, el débil grado de integración regional y, sobre todo, ese “capitalismo de compadreo”.
El pueblo tunecino acaba de echar abajo este sistema. Ha escrito con su sangre el epitafio de la dictadura tunecina y acaso incluso de la dictadura en suelo árabe. Al hacerlo, ha dado una lección magistral a todos los que no veían más que “multitudes apáticas y dóciles” en las calles del mundo árabe. Ha puesto de manifiesto la incoherencia de la Unión Europea, que se planteaba dar satisfacción a Túnez concediéndole un “estatuto avanzado”. Ha revelado las amistades sospechosas de algunos estados europeos con los regímenes autoritarios del sur en nombre de una falsa concepción de la realpolitik.
Cabe extraer diversas enseñanzas de los acontecimientos de Túnez. La primera es la madurez de este pueblo: se ha mantenido unido y su movimiento ha conservado el carácter de espontaneidad sin quedar encuadrado en los esquemas de un partido político u organización religiosa. Más aún: los lemas que profería la multitud mantuvieron carácter de laicidad: libertad, empleo, dignidad. En ningún momento oí “Dios es grande” o “el Corán es la solución”.
Las mujeres han sido actrices eficaces del movimiento. Punta de lanza del cambio social en Túnez, no han quedado al margen ni fuera de juego. En todos los países árabes se les pone como ejemplo.
Esta revolución no ha sido la de los “vientres vacíos”, sino de “cabezas llenas” de sueños y esperanzas en otro Túnez. Indudablemente, se ha apuntado a los problemas económicos como el paro juvenil, la corrupción y el clientelismo, pero el motor que impulsaba a los manifestantes era el deseo irreprimible de libertad.
Caído el dictador, resta por conquistar la democracia. Pero en este ámbito el terreno es escarpado: será menester desmantelar la tecnoestructura de la dictadura y las peanas de la dictadura (milicias, servicios secretos, partido único, etcétera), organizar elecciones dignas de este nombre, instaurar una democracia bajo el signo de la serenidad y la inclusión social y política. Las fuerzas armadas, cuyo crédito ha permanecido intacto, deben actuar con prudencia y evitar los patinazos, lejos de la tentación de hacer aflorar en su seno “la efigie salvadora de la nación”.
¡Cuántos “militares salvadores de la nación” han sido – bajo otros horizontes-los sepultureros de la democracia!
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