Es sostenible este Estado?/ Araceli Mangas Martín, catedrática de Derecho
Internacional Público de la Universidad Complutense de Madrid
Publicado en EL MUNDO, 19/03/12;
La crisis económica ha hecho emerger problemas latentes en la sociedad
española. Uno de los ámbitos a revisar serían las administraciones públicas,
que a pesar de las positivas reformas realizadas en la etapa democrática
todavía evidencian una notoria ineficiencia por su falta de adaptación a las
nuevas exigencias de la democracia contemporánea, a la estructura autonómica de
España y a las nuevas tecnologías que dominan la sociedad de la información.
La democracia no se limita al voto periódico en los procesos electorales.
Las administraciones públicas deben ser transparentes y rendir cuentas día a
día. Al carecer las políticas públicas de un sistema de evaluación de su
eficacia, no se sabe si se deben eliminar, reducir o ampliar servicios y con
ello su financiación. Una ley de 2006 creó una Agencia supervisora, pero al ser
secretas sus evaluaciones, era en sí misma inútil y despilfarradora. La
opacidad y el oscurantismo de los procedimientos favorecen las prácticas
corruptas de los cargos públicos.
Es urgente una ley de transparencia que establezca el acceso general a los
procesos de decisión y a los documentos que manejan los funcionarios y cargos
públicos (con un registro público y accesible en internet), tanto los que ellos
mismos generan como los que solicitan a ciudadanos o empresas. Estos informes
influyen en la toma de decisiones o son una fuente de conocimiento que debe ser
compartida con la sociedad, pues se pagan con fondos públicos.
La gran mayoría de los interminables casos de corrupción que le han costado
cientos de millones de euros a la ciudadanía han consistido en falsos informes.
Naturalmente, el principio general del acceso debe tener ciertas excepciones o
límites en relación con la seguridad del Estado y otras contadas
circunstancias. Pero lo que es insoportable es el secretismo decimonónico de
nuestras administraciones, que hacen que la calidad de la democracia española
sea ínfima y propician la corrupción generalizada y el saqueo de los fondos
públicos para su reparto a través de sociedades u otras redes entre familiares
y clientela partidaria.
En materia de transparencia, España aún no está en Europa. Algún Estado
europeo está peor que nosotros, cierto, pero la gran mayoría está mucho mejor y
aunque la UE no es el modelo idóneo, por ejemplo, a ojos de un escandinavo, es
un paradigma seguramente inalcanzable para la incuria y altivez de los
corrompidos poderes públicos españoles.
En segundo lugar, la Administración General del Estado no ha sabido
adaptarse al sistema autonómico, confundiendo una estructura cuasifederal con
la excusa para hacer incluso dejación de las funciones propias de un Gobierno
central. Los tres niveles de administraciones rivalizan en la prestación de los
mismos servicios y han sido incapaces de conjugar Estado descentralizado con
políticas integradoras. Es cierto que en la Constitución falta claridad en el
reparto competencial y la laguna ha sido suplida parcialmente por el Tribunal
Constitucional, pero lo que ha faltado es recíproca lealtad. La organización
provincial fue una buena respuesta, acorde con las necesidades, ideas y valores
propios de 1833, pero el sistema ideado por Javier de Burgos es insostenible.
Hay que reconducir y ensamblar las funciones que cumplen las diputaciones y
cientos de municipios con la moderna administración autonómica. Pero si, como
decíamos, el Estado no ha sabido adaptarse al hecho autonómico, las autonomías
han mimetizado por su parte el modelo estatal, cometiendo sus mismos errores y
duplicando el sistema (subdelegados del Gobierno y delegados autonómicos,
direcciones provinciales de cada Ministerio y direcciones territoriales de cada
consejería…).
Las administraciones españolas -estatal y regional- tampoco han sabido o no
han querido adaptarse a las consecuencias de la integración europea: no han
digerido la atribución del ejercicio de competencias en exclusiva o de forma
compartida a las instituciones de la UE, con la correlativa pérdida de
competencias internas, confinadas en ocasiones a la ejecución administrativa y
a la inspección.
Aunque los ordenadores han sustituido a las vetustas máquinas de escribir y
la nueva Ley de Administración Electrónica facilita y extiende los
procedimientos por esa vía, las administraciones públicas no han asimilado las
consecuencias de la revolución tecnológica. Todavía hay demasiadas cargas
administrativas sobre ciudadanos y empresas y no se han aprovechado los
portales para facilitar una administración única. A su vez, la relación de puestos
de trabajo no ha variado: ni se han creado nuevos empleos adaptados al cambio
tecnológico ni se han eliminado otros superfluos. Es obvio que hoy se necesita
muchísimo menos personal auxiliar, conserjes… En la Administración sobran
muchos puestos de nivel medio o medio-bajo; por el contrario, se necesita
atraer a personal altamente cualificado y, en todo caso, detener la sangría de
los funcionarios de los cuerpos de élite hacia la empresa privada.
Y necesitamos abordar dos temas tabú. Uno: es rigurosamente falso que los
problemas públicos o de atascos en la Administración se resuelven aumentando el
número de funcionarios y de entes u organismos. Lo que debe hacerse es reformar
y simplificar las leyes sustantivas o las procesales (caso de la Administración
de Justicia).
El otro tabú es el de la inamovilidad del funcionariado público y su
carácter de (discutible) derecho adquirido. La Constitución, con buen juicio y
prudencia, se refiere a «las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de
sus funciones». Cuando Pérez Galdós escribió en 1888 su obra Miau, las
cesantías eran el síntoma de una mala y politizada Administración que
desaprovechaba «al servidor leal del Estado que podría enseñar al ministro la
manera de salvar la Hacienda». El problema hoy lo tenemos al revés, debido a la
invasión de las administraciones públicas por los partidos políticos,
funcionarizando a cientos de miles de contratados con carné del partido como
asesores-aduladores en cada legislatura (nacional, regional y municipal). Estos,
junto con muchos funcionarios desaprensivos, se cruzan de brazos (nadie los va
a despedir) propiciando a su vez la contratación de más personas que hagan el
trabajo que ellos no hacen. Así se dispara el número de funcionarios y
contratados y las cargas que tienen que soportar los ciudadanos en forma de
impuestos. En ocasiones sobran funcionarios y en otras faltan, sin que la
Administración tenga autoridad para redistribuirlos. Los empleados públicos
tienen derecho al trabajo, pero no al puesto de trabajo.
Hay que deslindar las funciones de naturaleza pública o de imperio (iure
imperii) que deben ser desempeñadas de forma imparcial (judicatura, cuerpos de
inspección, diplomacia, abogados del Estado, ejército y seguridad…) del resto
de puestos de trabajo que no requieren esa imparcialidad sino la competencia
profesional (actividades iure gestionis como las sanitarias, docentes,
jardineros, chóferes, auxiliares administrativos o informáticos, conserjes…), y
que deben tener un estatuto laboral ordinario por no diferenciarse de tareas
similares en el sector privado.
El Gobierno tiene muchos frentes abiertos. Uno de ellos es si quiere
aprovechar las administraciones públicas como fuente generadora de crecimiento
y de riqueza nacional o como una pesada carga dilapidadora de nuestra poca
riqueza. Los estados no son ricos o pobres en función de sus recursos
naturales. El abismo está originado por la mala organización, en contraposición
a los países que se fundan en sólidas estructuras sociales y políticas con
administraciones públicas profesionales, fuertes, ágiles y, en consecuencia,
eficientes.
El consenso debería presidir las reformas
sobre la sostenibilidad del Estado; pero los grandes partidos nacionales y
regionales sólo se ponen de acuerdo para saquear los caudales públicos. ¿Nos
podemos permitir tanto despropósito y despilfarro? ¿Es sostenible este Estado?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario