Publicado en EL PAÍS, 19/03/12;
Decía María Zambrano que el hombre es el único ser que no sólo padece la
historia, sino también la hace. Que en ese hacer la historia ha buscado el ser
humano la realización de creencias y de ideas; pero que mientras las creencias
nos ligan necesariamente hacia el pasado, las ideas nos orientan hacia el
futuro y lo adelantan.
Se cumplen en estos tiempos con el de la Constitución de Cádiz, los
bicentenarios de las independencias, un parteaguas, un punto de inflexión de la
historia de los pueblos de los entonces españoles de ambos hemisferios que la alumbraron,
no sólo en el qué, sino también y especialmente en el cómo de ese hacer la
historia. De las creencias a las ideas como guía y motor de ésta. De la
sociedad cerrada a la sociedad abierta.
Fin de un mundo construido en ambos hemisferios sobre la expansión por la
conquista –reconquista peninsular primero, conquista del nuevo mundo
descubierto después- de una creencia, la fe católica común que lo aglutinaba
junto a la común condición de súbditos de un monarca cuya legitimidad dinástica
provenía de la voluntad de Dios. Un mundo que se ve cuestionado a partir de
1808 con las abdicaciones de Bayona y la imposición de José Bonaparte. El
cuestionamiento de la validez de éstas y por ello de la legitimidad de la nueva
dinastía lleva al levantamiento, a la creación de las juntas, siempre en nombre
del Rey deseado, y en definitiva en Cádiz a la afirmación de una nueva fuente
de legitimidad aglutinadora de la Monarquía: la voluntad del pueblo que
suscribe a través de la reunión en Cortes de sus representantes el contrato
social expresado en la Constitución para garantizar los derechos fundamentales
de los ciudadanos, afirmar su condición de tales, y regular el funcionamiento
del Estado y sus instituciones. Se establece no sólo la división de poderes,
sino también el triple nivel nacional, provincial y municipal en que se
organizarían sus territorios peninsulares, americanos y asiáticos. A partir de
su proclamación, se instalan las ideas, sus ideas, frente a las creencias como
necesario referente en la construcción de la historia, y la pugna entre unas y
otras marcará la lucha fraticida que atraviesa en las décadas siguientes el
mundo hispánico, su devenir histórico.
De alguna manera tal es la cuestión decisiva, por encima de cualquier otra,
a uno y otro lado de ese mundo bañado por el Atlántico, a partir de la
reinstauración del absolutismo por Fernando VII en 1814. Hasta el punto de que
sólo la pérdida de la perspectiva autonómica y federal en el seno de la
Monarquía y de los derechos y principios que implicaba la Constitución de Cádiz
promueve definitivamente la opción por la independencia entre quienes luchan
contra la reinstauración del viejo orden en las guerras civiles que en América
llevaron a las separaciones. Hasta el punto, carente de precedente en cualquier
otra historia imperial o colonial, de que con el pronunciamiento en Cabezas de
San Juan que conduce a la reinstauración de la Pepa en 1820, Riego rehúsa
embarcar las tropas destinadas a luchar contra los liberales americanos y en su
lugar las dirige a Madrid para forzar la implantación de esta Constitución.
Sólo desaparecida de nuevo su vigencia, y con ella la de cualquier posible
evolución interpretadora en sus parámetros del encaje de las aspiraciones
liberales americanas, identificada definitivamente la permanencia del poder
español con la del absolutismo, es cuando los liberales americanos realizan
finalmente sus ideas en la historia a través de las independencias.
Pues así como la presencia de 60 diputados americanos en
Cádiz nos muestra que la Pepa fue un proyecto hemisférico; la de firmantes
americanos en el Manifiesto de los Persas que instó a Fernando VII a la
reinstauración del absolutismo en 1814 muestra que éste también lo fue. Hasta el punto, en definitiva, de que el qué determina
al quiénes, la opción por el contrato social frente al poder absoluto, la
creación de comunidades políticas distintas y su organización en Estados tras
la realización efectiva de las independencias.Cuestión decisiva, esencial, que
no tiene sólo como corolario los procesos de construcción nacional e
identitaria y de escritura o reescritura de la historia que tienen lugar en las
repúblicas americanas, sino también el de la independencia de España y la
necesidad de reinvención de ésta que conlleva. Pues el discurso clásico que
presenta el proceso de creación de las repúblicas americanas como su
independencia de España presupone que éstas y España eran previamente
comunidades políticas diferenciadas y no que, como proclamaba la Constitución
de Cádiz, la nación española cuya soberanía afirmaba fuese “la reunión de los
españoles de ambos hemisferios”.
Cuando, como ha demostrado la historiografía reciente, el sujeto político
previo era una un Imperio, la Monarquía Católica, aglutinado por la común
soberanía del monarca, que Cádiz intentaba transformar en Monarquía
Constitucional afirmando la soberanía de los habitantes de todos sus
territorios. Su ruptura implica el desmembramiento del Imperio, del que todas
sus partes, incluyendo la que impulsó su creación, son herederas. Y a todas se
les plantea un reto de reinvención, de construcción nacional desde la nueva
comunidad política constituida. Todas, de alguna manera, si ése es el término
que se quiere utilizar, se independizan.
Bien pudiera sostenerse también, frente al relato canónico, que la España
que resiste al orden napoleónico, la que cuestiona la legitimidad de éste y le
derrota, no es sólo la del Cádiz sitiado, sino éste y los territorios de
ultramar que lo sostienen y cuyos representantes participan en sus Cortes. Y
que la restauración del absolutismo por Fernando VII da lugar a una nueva
guerra de legitimidades en el mundo hispánico, saldada primero en América y
después en España a favor del liberalismo constitucional, al precio de la
implosión y fragmentación del Imperio.
La independencia de España, implica para ésta el fin de su dependencia
económica de América – que plantea la necesidad de búsqueda de un nuevo modelo
económico – y de su condición de potencia de primer orden, consagrado en el
Congreso de Viena. Y la necesidad de reinventarse, de concebirse de nuevo en su
nueva realidad y límites, algo que no asumirá, sin embargo, hasta 1898.
La promulgación de la Pepa, los
bicentenarios de la independencia de España y, sobre todo, el paso de las
creencias a las ideas como motor de la historia, la afirmación del contrato
social como fundamento de la ley y del sistema político, suponen un sueño y
referente compartido, de pasado y de futuro, en el caminar por la historia de
los pueblos que la alumbramos, para los que fue alumbrada.
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