Las mafias
cambian y crecen/Juan Carlos Garzón Vergara, a researcher at the Woodrow Wilson Center and the Center for Latin American Studies at Georgetown University, has worked as a consultant for the United Nations Development Program and the Organization of American States.
Publicado por Project
Syndicate | 15 de noviembre de 2012
En décadas
recientes los países de América Latina han realizado esfuerzos significativos
en el fortalecimiento del Estado y la consolidación de la democracia en la
región. Al mismo tiempo las redes criminales – entendidas como el conjunto de
relaciones entre los agentes legales e ilegales que participan en actividades
criminales – se han fortalecido. Ahora tienen un papel importante en las economías
formales e informales de la región y en las instituciones políticas, erosionan
el tejido social y amenazan los avances conseguidos en la región.
Las redes
criminales distorsionan las más importantes fuerzas de cambio en América
Latina: la globalización, la tecnología, la apertura de nuevos mercados, la
cooperación regional y la democracia. En contextos de debilidad institucional,
de desigualdades persistentes y de altos niveles de marginalidad y exclusión,
estas fuerzas han abierto nuevas oportunidades para la difusión de la
estructuras criminales. Hoy Latinoamérica tiene más democracia (formal), un
mayor flujo de inversión y comercio exterior, una clase media en crecimiento y
mayor desarrollo tecnológico que 20 años atrás. Y también más crimen organizado.
Las redes
criminales han pasado por encima las instituciones legales y han tomado ventaja
de los cambios en las décadas recientes, aprovechando las lagunas del sistema
internacional y las vulnerabilidades de las democracias latinoamericanas. El
resultado ha sido su expansión en los mercados internacionales, a través de un
sistemas que se encuentra por fuera de la legalidad, basado en relaciones de
clientelismo y corrupción. Antes de resistirse al cambio, las redes delictivas
han adaptado las fuerzas de la modernización en su propio beneficio.
Las facciones
criminales – ya sean los “cárteles” en México, las “bandas” en Colombia o los
“comandos” en Brasil – son sólo la parte más visible de estas redes. El crimen
organizado es más que esto: un sistema basado en una serie de relaciones
complejas que conectan el mundo legal con el ilegal, del cual hacen parte
políticos, jueces y fiscales que están dispuestos a modificar decisiones y
sentencias por dinero; policías y personal militar implicados en actividades ilegales
y empresarios involucrados en el lavado de dinero.
La fuerza de
estas redes criminales radica en personas y organizaciones – presentes en los
distintos niveles de la sociedad – que se relacionan con el mundo ilegal según
dicte su conveniencia. Este sistema se expande global y localmente para
satisfacer las exigencias del mercado, proporcionando los bienes y servicios
que las sociedades demandan.
Los ingresos
obtenidos por dichos mercados ilegales son enormes y compiten en tamaño con los
mercados de commodities más relevantes de América Latina. Considérese solo las
ganancias de las ventas de cocaína en Norteamérica, que según la Oficina de las
Naciones Unidas contras la Drogas y el Delito (UNODC), ascienden
aproximadamente a US$35 mil millones. A esto hay que agregarle, otros US$26 mil
millones de la venta de esta sustancia en Europa Occidental y Central.
La inmensa
mayoría de estos recursos se quedan en poder de las organizaciones delictivas
de los países desarrollados y se lavan en los centros financieros mundiales,
mientras que sólo una pequeña cantidad regresa a Latinoamérica. Según los
economistas Alejandro Gaviria y Daniel Mejía, solo el 2,6 por ciento del valor
total de la cocaína colombiana que se vende en las calles de Estados Unidos
regresa a este país. En México, según un informe reciente publicado por la
revista Nexos, las ganancias totales de la delincuencia organizada ascienden a
US$ 8 mil millones de dólares al año, una porción pequeña de las rentas
totales, pero suficiente para comprar a policías con bajos salarios,
funcionarios públicos corruptos así como para influir en las economías locales.
La expansión
de las redes criminales no sólo ocurre a través de las fronteras; los mercados
ilegales han aumentado también dentro de los países. Brasil es el segundo
consumidor de cocaína en el mundo en términos relativos, y Argentina tiene la
mayor tasa de prevalencia, según los datos de UNODC. Asimismo, la extorsión
está aumentando en Centroamérica y la minería ilegal es un prospero negocio en
Colombia, con el oro convirtiéndose en la nueva cocaína – más fácil de
comercializar y con un menor nivel de riesgo.
La violencia
es la otra moneda de cambio en América Latina. Con la excepción de unos pocos
grupos guerrilleros, el crimen organizado es el único actor estratégico en la
región que tiene la capacidad de disputar al Estado el monopolio del uso
legítimo de la fuerza. Dada la inexistencia de formas legales de mediación, la
violencia es el lenguaje utilizado por las redes delictivas para resolver sus disputas.
Cuando la corrupción y las alianzas con los funcionarios públicos no funcionan,
las redes criminales enfrentan a las instituciones estatales directamente.
De hecho, la
mayoría de los países latinoamericanos superan por mucho el umbral de los diez
homicidios por 100.000 habitantes, que la Organización Mundial de la Salud
utiliza para determinar un nivel “epidémico” de violencia. Países como
Honduras, El Salvador y Guatemala tienen las más altas tasas de homicidios del
mundo, relacionados con una notable densidad de estructuras criminales. La
obsesión de los políticos con la imposición del imperio de ley mediante métodos
de mano dura y la guerra contra los criminales, solo ha provocado más
inseguridad para los ciudadanos.
Para quebrar
el poder distorsionador de las redes criminales es necesario primero confrontar
las distorsiones que las perpetúan: la fracasada guerra contra las drogas y la
penalización de los consumidores; la creciente privatización de la seguridad
privada, sistemas carcelarios que incrementan las capacidades de los
delincuentes y sistemas judiciales que revictimizan a los ciudadanos afectados
por los delitos.
En última
instancia, la clave está en construir instituciones democráticas que sean lo
suficientemente fuertes como para contener la violencia y proteger a los
ciudadanos, lo que a su vez requiere de líderes políticos que propongan nuevas
opciones, y sociedades que asuman más responsabilidad acerca de su destino.
Estos debates están actualmente en curso en América Latina y han llegado a un
punto crucial: Los gobiernos y ciudadanos de Latinoamérica pueden reconocer y
abordar las distorsiones de sus propias concepciones o pueden seguir por una
senda de corrupción y violencia que erosiona tanto los Estados como la misma
idea de la ciudadanía.
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