Lo
que aún es nuestro/ Gustavo Martín Garzo
El
País | 28 de abril de 2013
Una
joven vive feliz con su familia. Un día, un desconocido les visita y se queda a
vivir en la casa. Pasean juntos, se miran, cuando están solos unen con cuidado
sus manos. Pero el desconocido se va, y la melancolía invade el corazón de la
joven. Pasa un año e inesperadamente el huésped regresa. Ella se sobresalta al
verle en la casa. “No temas, querida, le dice su amigo, soy invisible para los
demás”. Y se besan apasionadamente. A partir de ese momento viven su idilio a
espaldas de todos. Las mejillas de la muchacha se sonrojan y sus padres piensan
que tiene fiebre, pero es la presencia de ese huésped secreto quien las hace
encenderse de amor. El relato se titula El secreto, y pertenece al último libro
de Juan Eduardo Zúñiga, Misterios de las noches y de los días. Un libro lleno
de aparecidos, de perturbadores secretos, de promesas que regresan. El relato
de la joven y su invisible amante apenas tiene una página, pero habla del lado
inasible del amor, de su levedad y tristeza, del lado oculto de lo real. Nos
dice que son los muertos los que nos enseñan a amar.
Un
extraño personaje recorre en una limusina distintas zonas de Paris. La limusina
es en realidad un camerino en el que se va disfrazando de distintos personajes.
Pasa de ser un gran ejecutivo a un asesino, después un mendigo comedor de
flores, un ninja voluptuoso, un amante que trata de volver a los lugares donde
fue feliz, hasta terminar de regreso en su casa con una familia de amorosos
monos. Se trata de Holy motors la película de Leo Carax. En una de sus escenas
alguien le pregunta al actor por el sentido de su búsqueda. Busco la belleza
del acto, afirma. Y cuando su interlocutor le dice que la belleza está en los
ojos del que mira, el actor le contesta: ¿Y si no ya no sabemos mirar?
En
El maestro, la novela que Colm Toíbín dedica a Henry James, hay un instante en
que éste al lamentar la muerte de una amiga y descubrir que puede ofrecerle al
escribir las experiencias que ella habría podido tener y proporcionarle la vida
que tan cruelmente se había truncado, “se pregunta si otros escritores antes
que él habían experimentado algo así, si Hawthorne o George Eliot habían
intentado que los muertos volvieran a la vida, si habían trabajado todo el día
y toda la noche, como un mago o un alquimista, desafiando al destino, al tiempo
y a todos los implacables elementos, para volver a crear una vida sagrada”.
A
esa vida sagrada se refiere Giorgio Agamben en un pequeño ensayo de su libro
Profanaciones. Recuerda una frase de Kafka, en sus conversaciones con Janouch: “Hay
esperanza pero no para nosotros”. Agamben afirma que esta frase no quiere decir
que la felicidad no sea para nosotros, “sino que ella nos espera sólo en el
punto en el que no nos estaba destinada, donde no era para nosotros. Es decir:
por magia”. Y enseguida afirma: “Creer en lo divino y no aspirar a alcanzarlo
es la única posibilidad de felicidad que existe en la tierra”.
Un
escritor que ronda la vejez se queda atrapado en un cuarto de baño con una
periodista que podría ser su nieta. Los dos están desnudos y el escritor habla
sin descanso. Lo hace convencido de que sus palabras le permitirán sustraerse
al paso del tiempo y seducir a la muchacha. La película de David Trueba Madrid
1987 recuerda una leyenda judía titulada La rosa y la muerte. En ella un rabino
de Praga logra construir un pequeño artefacto que, como las palabras al
escritor, le permite burlar a la muerte. Es ya un anciano cuando una nieta suya
le llama desde el jardín para regalarle una rosa. El anciano corre conmovido a
su encuentro para descubrir que en esa rosa se esconde la muerte.
Una
mujer viaja con su hija pequeña a una ciudad. Tiene una aventura inesperada en
el tren, donde su hija está a punto de morir a causa de su descuido. Mujeres
que hacen disparates sin que puedan explicar por qué, que buscan algo que la
vida no tiene, así son muchos personajes de Alice Munro. “Solemos decir, se lee
en la última frase de Mi vida querida, que hay cosas que no se pueden perdonar,
o que nunca podremos perdonarnos. Y sin embargo lo hacemos, lo hacemos a todas
las horas”.
Un
director de cine discute con su técnico de sonido. Están grabando una escena en
la vereda de un río, y el director le reprocha que en la banda sonora se oigan
sonidos que no se corresponden con las cosas que aparecen en el plano. El
técnico le dice que esos sonidos existen, aunque nadie llegue a escucharlos. La
escena pertenece a Aquel querido mes agosto, la película de Miguel Gomes. De
eso habla también Tabú, su obra más reciente, de cosas que se han extinguido,
de esa memoria amorosa capaz de enfrentarse al paso inexorable del tiempo.
Hacer cine para hablar sólo de lo que amamos.
En
Volver, la novela de Toni Morrison, un excombatiente vaga a tientas por su
incomprensible país. Hace muchos años él y su hermana pequeña vieron enterrar a
una niña en el monte y sólo sueña en encontrar a su hermana y regresar con ella
a ese lugar, como si sólo en los huesos de aquella niña asesinada, como sucede
en El enebro el cuento de los hermanos Grimm, se guardara la promesa de la
resurrección de los dos.
En
El lugar de la palabra, su ensayo sobre cábala y poesía, Elisa Martín Ortega
nos recuerda que para los judíos el paraíso tiene que ver con el conocimiento y
la búsqueda de la felicidad: no implica nostalgia del pasado, sino promesa y
utopía. “Me sigo preguntando, añade, si existe algo así como una forma de
esperanza en toda escritura poética. (…) Una esperanza que vive en el hecho de
decir, y en el lenguaje mismo”. El maná, el alimento que Dios envía a su pueblo
mientra vaga por el desierto, es un resto de ese paraíso perdido y saborearlo
es regresar al mundo del conocimiento y el asombro. La palabra maná, nos
recuerda la escritora, viene del hebreo man-hu, que significa “¿qué es?”. Es
decir, los judíos que abandonaron Egipto en busca de la tierra prometida,
comieron durante cuarenta años “¿qué es?”.
No
importa la deslealtad de cuantos habiendo sido elegidos para defender el bien
común solo piensan en gobernar para sí mismos y los que son como ellos, no
importa lo arrasado que descubramos este triste país ni lo injusta y vulgar que
nos parezca la sociedad que compartimos, siempre que algo nos hace preguntarnos
con asombro “¿qué es?” ese maná vuelve a caer en el mundo. Qué son los huesos
de la niña enterrada, qué busca esa joven madre en los brazos del hombre del
tren, qué quiere el amante que regresa de la muerte, o cómo será tener una
familia de monos. De dónde nacen los versos que el fantasma de Tonia, el
protagonista de Morir como un hombre, la película de Joao Pedro Rodrigues,
canta en el cementerio ante su propio cadáver y el de su amigo en uno de los
finales más hermosos del cine reciente. Todos estos ejemplos son mi pequeña
cosecha de “¿qué es?” en este último mes. Como aquel maná inmerecido que
recibían los judíos en su largo exilio, todos ellos pertenecen al mundo del
encanto. Nada tienen que ver con ese sentirse saciado que es la sola búsqueda
de este tiempo: los bienes no son la vida. Nos devuelven al mundo del primer
día. Son lo que aún es nuestro, lo que nadie nos puede quitar.
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