Minorías
globales/Fernando R. Lafuente, director de ABC Cultural.
«La
vida democrática es un pacto difícil», recuerda Michael Ignatieff . Un pacto
entre individuos, pues, como bien advirtiera Javier Gomá, «por mucho que el
hombre se integre en amplios grupos, subsiste siempre su responsabilidad
individual». Asistimos al acoso al individuo, a la ensombrecida imagen de la
raza, la etnia, la nación, la religión o el partido político, cuando no el
grupo mediático. Los individuos se desvanecen. «La sociedad actual ha puesto
micrófonos –denuncia Zygmunt Bauman– en los confesionarios». Algo peor, ha
hecho de la pantalla televisiva un confesionario. Allí se habla de lo íntimo y
se traiciona al individuo hasta convertirlo en objeto de espectáculo, eso sí, a
diferencia del ingenuo 1984 de Orwell, ahora el vuelco a la intimidad se hace
voluntariamente, no hay coerción represiva del Estado, son los propios
personajes los que se someten,
Vivimos
tiempos confusos e interesantes. Pero esto, en el jugoso refranero chino, es
una maldición: «Ojalá vivas tiempos interesantes». Y los vivimos. Es el
desmoronamiento de una manera de vivir sin que a lo corto aparezca una ética
que la sustituya. De ahí, el miedo de la gente a la soledad. De ahí, el terror
a quedarte aislado en medio de la nada. De ahí, la confesión pública, la
exhibición de las miserias, la traición al individuo y su libertad. Escribió
Eugenio Trías: «Las masas somos todos en nuestras horas bajas», y la sensación
es que vivimos en un continuo de horas bajas. Típico de las crisis, horas de
sobrevivencia, de desamparo. Porque la cultura de masas instalada como única
vía para el acceso al conocimiento, además de una mentira, es «la que convoca
nuestras vísceras y nuestros órganos menos sutiles» (Eugenio Trías). El
griterío, la propaganda, las estadísticas («lágrimas petrificadas») son la
nueva biblia del comportamiento, el novedoso banderín de enganche. El gran
carnaval. El espectáculo de la banal influencia. Cuánto se echa de menos en
cualquier actividad pública (política, académica, mediática, deportiva,
económica) la figura de un Sr. Lobo, a la manera del personaje de Harvey Keitel
en que recomiende a la sociedad entera «no nos chupemos la p… mutuamente,
todavía».
Se
ha perseguido, acosado a la privacidad, el mayor bien de una sociedad
democrática, en aras del espectáculo. Y ahora tenemos espectáculo pero hemos
anulado la privacidad; el espectáculo ha creado una sociedad vigilada,
policial, sumisa, anestesiada; lo curioso es que ahora los vigilantes son los
mismos vigilados. Curioso y espeluznante, una sociedad de invisibles drones. Si
las grandes amenazas a la democracia liberal en las primeras décadas del siglo
XX fueron el fascismo y el comunismo, no hay duda de que hoy esa amenaza viene
fijada por el populismo. En todos sus órdenes: político, económico, religioso,
cultural, mediático. Y cuidado, en las primeras manifestaciones fascistas y
comunistas nadie contempló el riesgo de que fueran a acabar con el sistema,
todo lo contrario, se interpretaban como manifestaciones marginales de un
pandilla de extremistas extraviados. Hasta que se adueñaron de todo.
Recuérdense el comienzo y el final de la espléndida película de Bob Fosse,
Cabaret. El local, al principio, República de Weimar, acoge un espectáculo
subido de tono, provocador y divertido; dos miembros de las fuerzas de choque
nazis SA intentan repartir propaganda y el encargado les echa a patadas. Al
final del filme, la cámara enfoca una copa de champán y lo que se refleja en
ella es un aluvión de brazaletes con cruces gamadas que portan los únicos
clientes del local. Es cierto que la Historia nunca se repite dos veces de la
misma manera, pero no es menos cierto que cuando una sociedad se ve inmersa
entre los árboles del tiempo es incapaz de reconocer el bosque en el que se
halla envuelta. Asistimos a la voladura, controlada, de una manera de entender
la cultura. Sin embargo, como prodigiosamente supo definir Eugenio Trías, no
todo está perdido: «Se trata –ahora– de un sector social cada vez más amplio en
los países innovadores, especialmente entre clases medias ilustradas que apuestan
por una cultura cualificada y diversa, cifrada en temas de imposible
generalización colectiva, pero de gran predicamento entre seguidores
apasionados». Es decir, entre individuos. Ortega, Canetti, Arendt ya se
adelantaron a ello, con escaso éxito. El hombre masa es una entelequia, pero
una entelequia peligrosa porque se convirtió, y ahora resucita, en la excusa
para demoler siglos de cultura cualificada y diversa, de imposible
generalización colectiva. Hoy de Estambul a Pekín, de Berlín a Buenos Aires, de
Madrid a Estocolmo, de San Petersburgo a Tokio, de México D. F. a Sidney,
gracias a las nuevas tecnologías (internet y demás), como hace quinientos años
significara la imprenta, minorías globales se comunican en esas búsquedas de
una cultura cualificada y diversa, se intercambian y conviven en sus
contenidos, se alejan y se aíslan. Como señalaba Javier Gomá en «Mayoría
selecta»: «Nada más igualitario que la inteligencia».
Hoy
parece como si exhibir la inteligencia, buscar la cualificación de la cultura,
enaltecer su diversidad, subrayar la individualidad y la genialidad de sus
obras fuera cosa de ridículos exquisitos trasnochados, de esnobs decadentes, en
fin, de individuos. Pero esas minorías globales sobre las que escribió Eugenio
Trías están ahí, son el germen de la resistencia, de una ética de la
resistencia ante los bárbaros o, lo que es peor, ante la banalidad. El
pensamiento plano, la oquedad, la simpleza y el hastío. Luis Magrinyá lo
describe con rotundidad: «La intimidad es algo que debe ser definido por uno
mismo, no por una ley o una tecnología». La solidez de una sociedad
democrática, de gentes libres y críticas, se define por la capacidad de saber
elegir la diferencia cultural frente a la masa. En el momento en que la
decisión de las masas (que no es lo mismo que una decisión democrática, a eso
Ortega lo llamó «democracia morbosa») es un valor en sí, el individuo ha
quedado mortalmente anulado, y el pacto democrático queda pulverizado. Y todos
podremos, irónicamente, concluir con Woody Allen: «No formé parte del equipo de
ajedrez por culpa de mi estatura».
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