11 oct 2013

El papanatismo tecnológico/ Emilio Trigueros


El papanatismo tecnológico/ Emilio Trigueros es químico industrial y especialista en mercados energéticos.
El País, 10 de octubre de 2013
Luis Buñuel relató en sus memorias cómo los conciertos de la gran orquesta sinfónica de Madrid en Zaragoza constituían uno de los mayores acontecimientos de su adolescencia, allá por los comienzos del siglo XX. Su grupo de amigos aguardaba con excitación los detalles del programa, buscaban las partituras, imaginaban las piezas con antelación tarareándolas y por fin, en la noche del concierto, acudían con una alegría incomparable. Reflexionaba el genio aragonés con perplejidad sobre el contraste entre aquella intensidad colectiva y el hecho de que, años después, se hubiera vuelto cotidiano escuchar en un aparato doméstico cualquier música apretando un botón, lo que alteraba a su juicio irremediablemente nuestra relación con el arte, pues se habían perdido “las tres condiciones necesarias para llegar a toda belleza: esperanza, lucha y conquista”.

Cabe dudar, sin embargo, si con el paso del tiempo, los discos de música no fueron convirtiéndose en depositarios de esos mismos atributos de ansia e ilusión: en los ochenta, un adolescente que atravesara el patio del instituto para regalar un disco a una chica se estaba asegurando la admiración pasmada y un lugar imborrable en la memoria de su grupo de amigos; y para quienes recordamos amores de juventud por cines de Madrid o maneras de vivir por libros leídos y charlas de café, suscita una aprensión, comparable a la de Buñuel ante los aparatos de música, la idea de que un día existan ciudades sin librerías ni salas de música ni cine. La imagen nos evoca un paisaje lunar carente de ficciones o pensamientos, un mundo de androides que se comunican desde sus hogares automatizados con frases cortas y consumen entretenimiento masivo rentable, carente de riesgo o autenticidad, a través de ordenadores y móviles. Ojalá el futuro revele exagerados esos temores.
Desde el entorno de la cultura y, en especial, de la literatura, se reconoce a veces falta de conexión para influir en una sociedad cada vez más distinta de la que alumbró las manifestaciones estelares de la cultura: los intelectuales debaten sobre la muerte de la novela, la banalización del arte y, en general, sobre la limitación de las formas clásicas para batir a experiencias de ocio más absolutamente modernas. Esas consideraciones suelen reconocer defectos dentro del propio engranaje de creadores e industria, entre los que un observador podría citar desde la endogamia clásica de los sectores en decadencia —tanta metaliteratura y tantas corrientes…— hasta la falta de un lenguaje atractivo —tanta melancolía y tanta epifanía…—.
¿Cabe buscar orientación en clásicos mayores? Stendhal sostenía que la política en una novela es como “un pistoletazo en mitad de un concierto”. Y en una sociedad que parece comprenderse sobre todo como fruto de los dictados de políticos mediocres, que sirven a una economía omnipresente, tal vez esos asuntos sean materia poco dúctil o grata para una narración. Por su parte, Goethe advertía contra el exceso de negatividad y de subjetividad, por juzgarlos elementos que impedían el logro máximo en la obra de arte e incluso el progreso de la sociedad; estos, pensaba el genio alemán, requerían de un equilibrio entre elementos subjetivos y objetivos, esto es, entre rabia y realidad, entre lo privado y lo común, así como entre sentimientos negativos (la rebeldía romántica, el vacío existencialista) y los positivos de compartir una creación (“Cada vez me doy más cuenta de que la poesía es un bien común de la humanidad que se manifiesta en todos los lugares y épocas y en cientos de personas”). En Goethe encontramos también, por cierto, una afirmación que él refería a una disputa del momento sobre métrica de versos y que hoy se antoja de vigencia extensible: “Siempre es síntoma de falta de progreso en una época el hecho de que se adentre en exceso en la pedantería de lo técnico”.
En este sentido, llama la atención hasta qué punto la cultura tiene una tendencia natural al cuestionamiento, también sobre sí misma, mientras la evolución tecnológica se muestra siempre con un halo de optimismo adánico, plagado de promesas de un futuro mejor. Ya el primer número del suplemento cultural de este periódico, hace dos décadas, se dedicó al llamado “papanatismo cultural”: abordaba el engolamiento con que artistas, escritores o críticos cultivan un risible aire de exclusividad en su complaciente papel de conciencias desapegadas del sistema. Sorprende que, en cambio, apenas sea posible leer artículos desglosando un fenómeno paralelo, el “papanatismo tecnológico”. Es indudable que la velocidad a la que se transmiten acontecimientos e ideas es un rasgo definitorio de nuestro tiempo y que la Red está alterando mentalidades y jerarquías y abriendo posibilidades impensables. Con todo, parece desproporcionada la atención prestada al medio frente al mensaje; a los múltiples aparatos por los que nos llega la misma información mil veces, frente a los cada vez mayores intereses por controlar esa información; a cada nueva función de esos cacharritos chinos con diseño californiano que permiten ver películas y leer gratis, frente a la despreocupación sobre las dificultades económicas de sectores enteros de la cultura y la comunicación, que mejor o peor han alimentado la aspiración de varias generaciones de que comprender y saber, escuchar o sentir, transitar por esa senda común de la curiosidad y el espíritu que es una buena historia, hacen la vida diferente, valiosa. Confiemos en que gurús y prohombres de negocios multimedia hayan subestimado la terquedad de los libreros para resistir y de los cineastas para soñar, la pasión incondicional de una vocación artística o la simple perduración biológica de lectores a los que nos gusta formar una biblioteca propia y regalar libros en momentos especiales.
Podría además suceder que la novela no haya muerto y libros importantes de estos años hayan pasado sin ocupar mucha atención en los medios de conexión social de las masas. Javier Marías ofrece, en las más de mil páginas de acción en perpetuo suspense reflexivo de Tu rostro mañana, dos personajes que resumen actitudes antagónicas ante los conflictos de la sociedad: Juan Deza, el padre del protagonista, y Bertram Tupra, un responsable del espionaje británico, dos personajes que solo se cruzan en la novela a través de la existencia del narrador y que representan, de algún modo, la eterna lucha entre el poder y la razón; entre un pragmatismo que justifica el recurso a la violencia y el carácter predatorio de la actividad económica como consustanciales a la humanidad (“It’s the way of the world”, repite Tupra) y un espíritu humanista que nunca se cansará de explorar la sabiduría acumulada en el pasado y de aventurarse por su sentido para estos tiempos difíciles, sin dejarse ni sobornar en el esfuerzo ni malear por el rencor. Esos dos extremos, el pragmatismo que no necesita pensar en oposición a las convicciones que se resisten a entregarse, son hoy más visibles que nunca, cuando tantas cosas desde el poder se imponen como tan irremediables que ni siquiera se nos concede discutir sus últimos motivos, aunque las paguemos.
Por eso, en última instancia, nunca agotaremos la esperanza de la que hablaba Buñuel, por más difíciles que nos pongan la lucha y la conquista, mientras existan obras que nos permitan reivindicar, ante quienes dicen que “la última razón es la de la fuerza”, exactamente lo contrario: que la última fuerza es la de la razón.
Novelas y películas, obras de teatro o poemas, nos hacen falta porque a veces solo explorando el pasado o indagando en símbolos podemos destilar verdades de las groseras simplificaciones en que aprisiona nuestro entendimiento el lenguaje de las élites, o incluso nuestra propia pereza; porque en los flujos de información dominantes existen demasiados intereses en juego para que sea posible, solo con ellos, comprender lo que pasa. Y porque cuando encontramos ideas o descubrimos historias tras los hechos, desdoblamos la aventura humana en otra dimensión; del mismo modo que, tras una infancia feliz, algunos adolescentes se encuentran de pronto desdoblados entre quienes son y quienes les gustaría ser, entre el mundo que se encuentran y el que debería ser posible, y de ahí, a través de pequeñas historias sucesivas de esperanza, de lucha y de conquista, arranca el destino de toda una vida: poder hacer mejor de vez en cuando un lugar en el mundo, y que baste el encanto. 

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