A qué llamamos España/Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.
ABC | 14 de mayo de 2013
Uno de nuestros poetas
mayores, al dar cuenta de lo que añoraba de aquella España abandonada por el
exilio, recurrió a los personajes en los que Pérez Galdós encarnó los comienzos
de nuestra historia constitucional. Luis Cernuda aferraba su nostalgia a las
aventuras de Salvador Monsalud, héroe de la segunda serie de los Episodios
Nacionales, que sólo podía entender su patriotismo como lucha por una nación de
hombres libres. «Bien está que fuera tu tierra», escribió el poeta sevillano,
repasando aquella galería de españoles limpios de corazón. Vale la pena
recordarlo en estos tiempos, porque en horas dolorosas también Cernuda deseaba
evocar esa España a la que se refería cuando orgullosamente afirmaba su
condición de patriota. Vale la pena hacerlo en esta época inaudita, en la que
el desguace de nuestro bienestar material se acompaña de una frívola renuncia a
valores y derechos que quizás no logremos hallar cuando la crisis económica
pueda resolverse.
El fundamento de
cualquier posibilidad de convivencia es la defensa de la nación, porque la
España constitucional no es un mito ornamental ni un toque de ordenanza. España
es el campo de derechos constituidos por la decisión de hombres libres, y
prorrogados permanentemente por esa misma voluntad de hallar en la nación la
garantía de nuestro bienestar. No es la libertad abstracta de un pueblo el
origen de la libertad de cada uno, como pretenden convencernos los
nacionalistas. Antes al contrario, la libertad personal es la base constituyente
de las naciones libres. Nosotros partimos del hombre que decide libremente;
ellos parten de un pueblo ilusorio que posee, por encima de nosotros mismos,
una identidad a la que tenemos que ajustar inexorablemente nuestras decisiones.
Ellos intentan colar el arcaísmo de que existe una voluntad del pueblo por
encima de la voluntad de cada uno. Nosotros oponemos la razón cívica a la
superstición, al localismo y a la servidumbre.
Durante doscientos
años, la estirpe de Salvador Monsalud ha luchado por construir esa nación
soñada como espacio de soberanía en el que se garantizaban los derechos de
todos. Ahora, en este invierno moral de nuestro descontento, cuando nuestros
valores y derechos más preciados se dejan a la intemperie, el nacionalismo cree
poder permitirse la quiebra de España. Es la primera vez que esto sucede, que
lo que se busca es la abolición misma de la idea y la realidad de nuestra
nación. Los españoles hemos tenido conflictos radicales, hemos luchado en
guerras que avergüenzan nuestra memoria y deberían preservar nuestro futuro.
Pero nunca, ni en el espantoso fragor del combate ni en las peores situaciones
de guerra civil, abjuramos de España: solo nos enfrentamos por una u otra idea
de ella.
Por ello, en estos
tiempos en que todos los recursos de nuestra seguridad parecen desmoronarse,
resulta útil volver a los textos y las imágenes de una época en la que la
historia se abrió de par en par. Tiempos iniciales, hace ya algo más de
doscientos años, de nuestra historia constitucional. Era un mundo que daba la
impresión de estar recién hecho, o de estar haciéndose aún, bajo la invocación
de las palabras inaugurales que se pronunciaban como si siempre las hubiéramos
sabido y solo entonces pudiéramos recordarlas. En contraste con toda la miseria
de aquellas épocas en las que imperó el fuste torcido de la humanidad, solo
hemos llegado a ser verdaderos, sólo hemos vivido de acuerdo con nuestra
auténtica personalidad, cuando nos hemos aproximado a la decente lucidez y a la
inteligencia fraterna con las que aquellos hombres libres y liberales afirmaron
nuestra condición de ciudadanos.
Con qué rapidez
cancelamos la memoria, cuando obliga al esfuerzo de preservar lo mejor que hay
en nosotros. Con qué estúpida carencia de escrúpulos condenamos las puertas por
las que irrumpieron, en el tedio de una sociedad inmóvil, la voluntad difícil
del progreso, la intención laboriosa de la felicidad y la severa perspectiva de
nuestros derechos. Al afirmar que España iniciaba un proceso constituyente como
nación, aquellos adelantados no partían de la nada. Construyeron sus proyectos
de una patria constitucional sobre una España centenaria, un viejo Estado
europeo levantado en los orígenes mismos de la modernidad. Su esperanza no tuvo
la vaguedad vaporosa de las abstracciones, sino la solidez realista de un país
cuyo atraso político y social les afligía. Desde su convicción de que el hombre
tenía derecho a ser feliz, desde su infatigable búsqueda de las condiciones que
hicieran posible la libertad, contemplaban con respeto inmenso el pasado de
aquella España cuya historia deseaban continuar, integrándola en lo que parecía
ya la alborada de las naciones adultas, de los pueblos soberanos, de la unidad
de los hombres en torno a unos principios.
Era su profundo amor a
aquella patria consciente lo que les impulsaba a dotarla de las bases de su
emancipación. Era su sensato afecto a una tradición de vida en común lo que les
apremiaba a ganar para los españoles los fundamentos del progreso. Nunca fueron
liberales apátridas, pero nunca creyeron que una patria pudiera existir en
tiranía. Encarcelados o fugitivos, desde el exilio o el cautiverio, convocaron
siempre a la construcción de una nación capaz de unir a todos los españoles
sobre la difícil y exigente libertad. La memoria de los mártires y el suplicio
de los perseguidos nunca alimentaron el reclinatorio de una nostalgia, sino la
firme estatura de una esperanza. En sus sueños, España no fue nunca una
reliquia a venerar, sino una empresa en cuyo desarrollo todos los españoles se sintieran
protagonistas de esa nueva era en la que, por fin, las personas fueran dueñas
de su destino, responsables de su existencia, pueblo soberano ante el que todo
poder se inclinaría. En esos sueños tomaba forma la condición revolucionaria de
un mundo inaugurado en Filadelfia y Versalles. En sus valores fundacionales
cobraban sentido los solemnes discursos que se lanzaron a la historia entera
para que supiéramos, más de dos siglos después, que las naciones solo podrían
fundarse y solo podrían vivir comprometidas con verdades evidentes y derechos
inalienables.
En estos momentos tan
difíciles, los principios, las palabras y los actos de aquella masiva toma de
conciencia nacional todavía nos inspiran, todavía nos conmueven. Porque
aquellas ideas se basaron en una resuelta confianza en la bondad del hombre, en
la declaración de los derechos de los ciudadanos y en la custodia del imperio
de la ley. ¿Sobre qué creen algunos que se ha construido nuestra cohesión
nacional? ¿Sobre serviles reverencias a un orden inmutable formado en la noche
de los tiempos? ¿Sobre una deficiencia de nuestro carácter que no nos deja ser
libres? ¿Sobre una aterrada patología que falsea nuestro sentido de la
realidad? ¿Sobre una falta de voluntad que nos impide ponernos a la altura de las
circunstancias? Que abandonen toda esperanza los que basan sus proyectos
demagógicos en ese tipo de reflexión. Porque España hereda aquella palabra
edificante de quienes volvieron a fundarla. Se cohesiona sobre aspiraciones
convertidas en el sentido común de nuestra cultura política. Se fundamenta en
las ambiciones de libertad, solidaridad e igualdad que contenía el corazón de
aquellos hombres clarividentes y generosos, que tantas veces dieron su
libertad, sus bienes o su vida para asegurar nuestra existencia. Aquellos
hombres irguieron en la historia una patria constitucional que albergara a
todos los ciudadanos. Un país al que muchos queremos seguir llamando España.
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