Como quien espera el
alba/Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.
Publicado en ABC 03/10/13
EL exilio puede
deformar la imagen de una patria. El depósito de los recuerdos, el cementerio
de los proyectos cancelados asombran la mirada de quienes demasiadas veces
tuvieron que contemplar España desde lejos. Al otro lado de la frontera,
aprendieron que el exilio no es un lugar, sino una inmensa sensación de
pérdida. Vencido en una guerra entre españoles, derrotado en una lucha funesta
en la que nadie combatió contra España, Luis Cernuda tituló un puñado de poemas
amargos con una conmovedora alusión a un mañana posible: Como quien espera el
alba. Adversario de quienes propiciaron la tragedia, el resentimiento habría de
acompañarle hasta su muerte. Y hasta ella llegó también la nostalgia viva, el
amor implacable por una España que nada, ni la catástrofe de aquel
enfrentamiento, podía poner en duda. Para este hombre a solas, España
continuaba ahí, como referencia emotiva: «Tierra nativa, más mía cuanto más
lejana». Para este hombre despojado de todo, menos del idioma, de la tradición
cultural que nadie podía arrebatarle, España adquiría su tensión más honda, su
veracidad sin fisuras, al reconocerla en esa perspectiva dolorosa, en pie sobre
la historia.
Un país evocado de
este modo no puede ser una mentira. Una nación que se sueña con tal intensidad
no puede ser un error. Una patria escrita así no puede ser una concesión a la
oportunidad política, ni un acomodo de coyuntura, ni el producto bastardo de
una negociación. En los vanos esfuerzos por atender los requerimientos de
quienes nunca han creído en España, hemos llegado a deponer nuestras emociones
y a pensar que al nacionalismo separatista se le podía regalar el monopolio de
la pasión por vivir en comunidad, el sentimiento de pertenencia, la fe en un
destino colectivo, la confianza en una tradición de siglos. Asustados por los
fantasmas retóricos de nuestro pasado, hemos creído que a los españoles debía
bastarnos con levantar un muro de argumentos constitucionales, una masa de
preceptos, un túmulo de normativas. Ahí están, desde luego. Ahí se encuentran
las razones que certifican la existencia de una nación constituida en Estado,
garantizando a todos sus habitantes los derechos inalienables de la ciudadanía
moderna. Ahí está el compromiso intransigente para preservarlos.
Pero, junto a las
razones de legalidad y legitimidad que tantas veces han sido expuestas en esta
misma página, no permitamos que pueda extenderse una imagen que ya ha llegado a
dañar la causa que defendemos. No toleremos que el nacionalismo pueda oponer la
emoción de una patria histórica a la frialdad de un Estado de diseño. No
permitamos que el nacionalismo siga presentándose como la voz del corazón, la
expresión de la cultura, mientras España pasa a ser envoltorio jurídico, capa
superficial de un malentendido revocable. El nacionalismo pretende siempre
tomar esa ventaja, moral y estética al tiempo: pregonar su humillada
autenticidad social frente al oprobio de un poder artificioso. ¿Vamos a
permitir que el secesionismo siga propagando la imagen de un Estado español que
no es nación y de una nación catalana sin Estado?
No concedamos a tales
farsantes el beneficio de nuestras propias dudas, ni dejemos traslucir la falta
de confianza en nosotros mismos. Repitámoslo una vez más, para que quienes
exigen moderación y diálogo acaben por entenderlo. Lo que está en juego no es
una reforma institucional, sino la quiebra de un sistema político, cuya
destrucción debe empezarse por lo más elemental, por sus propios fundamentos:
la idea misma de una nación española soberana. El objetivo del nacionalismo
catalán es la disolución de España que implica la demolición de la pluralidad
sobre la que se ha constituido nuestra democracia. Implica romper un acuerdo
estable sobre valores esenciales, reglas de juego y mecanismos de gobierno,
pero también sobre una idea de España. Implica la radical infidelidad a lo
pactado, pero también la temeraria renuncia a un espacio sin alternativas realistas.
Implica, desde luego, romper con un sueño compartido antes por una mayoría
social y sólo puesto en duda en este invierno de crisis, en lo más hondo de
esta quiebra moral, en lo más doloroso de la pérdida de bienestar y esperanza.
Sólo en estos escenarios de desdicha ha podido alcanzar resonancia una
propuesta que siempre había sido marginal, folclórica y reaccionaria en la
opinión que los catalanes depositaron en las urnas durante treinta años.
No estamos ante un
pueblo catalán que ha tomado conciencia de sí mismo ni, mucho menos, ante unos
ciudadanos que han adquirido la madurez suficiente para advertir que durante
siglos Cataluña ha sido un país en cautiverio. A lo que hemos asistido es al
abandono de esa construcción de una conciencia nacional española; a lo que
hemos asistido es a la insensatez de nuestra clase dirigente, obstinada en
descuidar la realidad de nuestra historia común, la autenticidad de nuestra
cultura y la solvencia de una integridad colectiva que, a diferencia de los
nacionalistas, nunca hemos confundido con el integrismo.
No ha sido la sociedad
civil catalana la que se ha puesto en pie frente a un Estado artificial, sino
los sectores que han sido adoctrinados, sobornados y exaltados con los recursos
clientelares que proporciona la posesión de un poder político decidido a
construir una nacionalización alternativa. La tramposa escenificación de una
sociedad viva que lucha contra un Estado desalmado es la más grosera
manipulación de las muchas que enarbola el nacionalismo catalán en estos días
de su incierta gloria. No estamos ante un pueblo que manifiesta su voluntad de
ser a expensas de la unidad de España, sino ante un proyecto secesionista que
ha utilizado sin escrúpulos su inmensa capacidad de premiar y amedrentar, de
promocionar y de marginar, de atraer y de excluir. Nada ha ocurrido como
resultado de la evolución natural de los acontecimientos, como esa insultante
«mayoría de edad» con que algunos desaprensivos quieren calificar el actual
momento que sufre la política catalana.
Cuando salíamos de una
dictadura, los catalanes comprendieron que sus derechos ciudadanos solamente
les serían reconocidos en el marco de una España en la que Cataluña siempre
había encontrado el espacio idóneo de su propia realización. Tras haber
disfrutado de gobierno y parlamento propios, tras haber participado de la
construcción de la historia en libertad de todos los españoles, el nacionalismo
proclama ahora la necesidad de abandonar una esclavitud que él mismo ha
administrado. Tamaña paradoja, semejante absurdo, nunca se dio en la historia
de España.
Un concepto de España
parece dirigirse hacia el vacío. Una idea de España parece avanzar hacia el
exilio. En la sobria y clara perspectiva de quienes, a lo largo de estos
últimos doscientos años, proclamaron desde la intemperie y la expropiación su
lealtad a una cultura que nos proporciona significado, señalemos aquí nuestro
deseo de restauración de una patria libre, plural, integradora y consciente.
Como quien medita en el rincón más triste de la historia. Como quien aguarda en
el lugar más despiadado de la noche. Como quien espera el alba.
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