Camus
siempre/Javier Reverte, escritor.
Murió hace cincuenta y tres años. Pero, desde la lejanía, aún nos envía sus señales de humo.
ABC
| 19 de julio de 2013
Tal
vez, los inicios del siglo XXI sean considerados en el futuro como la era de la
pérdida de la fe en el pensamiento intelectual y del despeñe de la moral.
Frente a ello, quizás miremos al pasado siglo XX como un espectáculo de lucha,
a veces tenaz y digna y, muchas otras, tenebrosa, por dotar de una ética al
hombre moderno. Es lo que pedía Jean-Paul Sartre y nunca logró, quizás porque,
secretamente, estaba de acuerdo con la terrible sentencia hegeliana: «La
violencia engendra la Historia». El pensamiento de Sartre nos llega hoy casi
como cómplice de las grandes carnicerías que llenaron de ruido y furia los
oídos del siglo.
No
obstante, un contemporáneo suyo, de quien este año 2013 se cumple el centenario
del nacimiento, abrió otro camino: Albert Camus, el escritor francés nacido en
Argelia, un «pied-noir» con gotas de sangre española en sus venas (su abuela
era menorquina), y que creció en Belcourt, uno de los barrios más pobres de
Argel. Hoy, cuando el desánimo moral y la fragilidad intelectual nos abruman,
volver los ojos hacia Camus y escuchar su voz es como respirar el aire lozano
de una serranía.
Comunista
en su juventud, abandonó el partido en 1937, tras la firma del pacto
germano-soviético acordado por Hitler y Stalin. No obstante, la derrota de la
República en la Guerra Civil española la sintió como propia. Tras la Guerra
Mundial, criticó el estalinismo, afirmando la primacía del hombre sobre la
Historia, lo que le valió ser repudiado y tildado de «esteticista» por los
intelectuales «sartrianos». Frente a ellos, Camus adoptó sin titubeos una
posición crítica y terminante contra la violencia. «Cuando el oprimido empuña
las armas en nombre de la justicia –escribió–, da un paso en la tierra de la
injusticia». E ironizó: «Me decían que eran necesarios unos cuantos muertos
para llegar a un mundo en donde no se mataría».
Al
contrario que muchos otros pensadores crecidos en la admiración por la
revolución soviética, defendió con vigor a otro gran gigante de la literatura
francesa, André Malraux, anatematizado por la izquierda tras aceptar integrarse
en el Gobierno del general De Gaulle, en 1958.
De
modo que la vida de Camus transitó en territorios de incomprensión. Cuando
estalló la guerra civil en Argelia, entre los « piedsnoirs» de origen francés y
los árabes, no se alineó ni con sus paisanos ni con los argelinos, sino que
propuso una tregua cívica entre las dos facciones. A causa de ello, los
primeros le consideraron un traidor y los segundos un reaccionario. Aún hoy,
Argelia sigue sin reconocerle como hijo suyo, pese a ser su único premio Nobel.
Quizás ello se deba a que, al comenzar los atentados terroristas en las
ciudades argelinas, repudió sin paliativos la violencia asesina. Escribió desde
París, donde trabajaba entonces: «En estos momentos están poniendo bombas en
los tranvías de Argel. Mi madre puede viajar en uno de los tranvías. Si eso es
justicia, prefiero a mi madre».
A
Camus siempre le preocupó el enfrentamiento entre el mundo islámico y el
cristiano. Y criticó a ambos por su cerrazón al diálogo y su mesianismo. Yo
estoy seguro de que, rechazando empresas como las intervenciones militares de
Afganistán o Irak, hoy habría condenado también sin ambigüedades el terrorismo
talibán o las acciones de quienes matan, en nombre de Dios, arrojándose contra
una multitud con un cinturón de explosivos en la cintura, una forma de crimen
político que nunca pudo imaginar el autor de «El Hombre Rebelde».
La
figura del escritor fue agigantándose con el paso del tiempo. Aquel niño
crecido en un suburbio proletario de Argel iba iluminando una recia moral que
no sólo repudiaba el crimen, sino que trataba de trazar un sendero de justicia
y rectitud. «Yo nací a medio camino entre la miseria y el sol –escribió en “El
primer hombre”–. La miseria me enseñó a creer que no todo estaba bien debajo
del sol, y el sol me enseñó que la miseria no lo era todo».
Camus
había muerto en 1960, treinta y cuatro años antes de que esa novela póstuma, la
más poderosa quizás de todas sus obras, fuera publicada por su hija. Hanna
Arendt, la pensadora alemana, autora del vigoroso «Ensayo sobre la banalidad
del mal», señaló a Camus como «el mejor hombre de Francia».
Su
independencia, su actitud para tratar de comprender valores ajenos a los suyos,
despertó el respeto de intelectuales de diferente signo político, como François
Mauriac o Raymond Aron, que no compartían muchas de sus ideas, pero sí
admiraban su firme compromiso con una ética de la libertad. «No estoy hecho
para la política –escribió–, porque soy incapaz de aceptar o querer la muerte
del adversario». Camus admiraba a Nietzsche, por su sentido poético de la
filosofía y por su sentido filosófico de la poesía, una forma de escritura que
él mismo cultivó. Y era un enamorado ferviente de la cultura clásica griega, de
Tolstoy, de Melville, de Defoe y de Cervantes.
¿Y
qué nos diría ahora Camus? Supongo que, en principio, sufriría una sensación de
desconcierto. Pero un intelectual nunca debe rendirse a la perplejidad. Yo creo
que, ante el paisaje de la desolación, ante esta pintura digna de El Bosco con
la que se viste el mundo de hoy, habría respondido urdiendo una ética rabiosa:
despreciando la avaricia de los más ricos y el sometimiento de los políticos
liberales a los intereses financieros, criticando la aridez del pensamiento
contemporáneo, burlándose de los políticos de izquierdas convertidos en
«revolucionarios legales», ridiculizando tanta literatura cargada de tinta y
tan escasa de sangre, y fustigando toda banalidad.
Siempre
estuvo solo. Pero a muchos nos hubiera gustado acompañarle después de leer sus
libros. Fue un hombre comprometido y un escritor valiente, de los que ya no
quedan y a los que tanto necesitamos: «Los pobres no tienen historia; sólo el
cielo abierto y la miseria», dijo.
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Albert
Camus — forever modern/Robert Zaretsky is a professor of French history at the University of Houston and the author of A Life Worth Living: Albert Camus and the Quest for Meaning.
Los
Angeles Times |7 de noviembre de 2013
Albert
Camus, who would be 100 years old Thursday, is ageless. The French Algerian’s
life and work reflect the long tragedy of the 20th century, marked by disquiet,
genocide and violence, but his diagnosis of our absurd condition, and his
effort to find not a cure (there is none) but the proper response, tie him just
as firmly to the new millennium.
Camus
lived on intimate terms with the absurd. He lost his father, whom he never
knew, in the war to end all wars that emphatically failed in that regard. He
was a French intellectual from working-class Algiers, a writer raised by a
grandmother who could not read and a mother who could not read and could
scarcely speak. And he discovered mortality as an athletic teenager, when he
began to cough up blood from his tubercular lungs.
But
these facts were not themselves absurd. Camus held that absurdity bleeds into
our lives only when we ask it for meaning and hear instead an “unreasonable
silence.” At that moment, he wrote, the “stage setting” of our lives collapses,
leaving us with neither script nor director. Can we live without the
reassurance, once provided by religion and faith, that transcendent meaning
exists? Is it possible, he asked, to live our lives “without appeal”?
Camus
is famous for two works that plumb absurdity. In “The Stranger,” Meursault
senselessly kills a man — an act the absurdity of which is revealed only when
others demand in vain a reason. “The Myth of Sisyphus,” in turn, considers the
punishment meted out to the mythical king of Corinth, condemned to spend
eternity pushing a boulder up a mountainside, only to watch it roll back down.
Both heroes overcome their absurd fate by embracing it, by making it their own.
We must, Camus concluded, imagine them happy.
But
by the time the books were published in occupied France, Camus was no longer
happy with their conclusions. The absurd, he scrawled in his journal, “teaches
nothing.” Instead of looking to ourselves for answers, as do his heroes, we
must look to others. We are, Camus recognized, condemned to live together in
this silent world. Our deepest impulse, once we realize the silence will never
end, is to refuse this state of affairs. To shout “no” to the world as it is,
to shout “yes” to the world as it should be.
As
his editorials in the clandestine newspaper Combat reveal, Camus believed this
was the essence of resistance. And not just to the Nazis. He combated nihilism
and absurdity until his death in 1960. Whether it was the use of the guillotine
in republican France or the use of the gulag in the Soviet Union, civilian
terrorist bombings by Algerian nationalists or waterboarding and electric shock
torture by French soldiers, Camus’ imperative was human solidarity.
The
personal consequences were tragic: Camus’ insistence on solidarity often begat
solitude. His denunciation of communism created a rift with Jean-Paul Sartre
and much of the rest of the Paris intelligentsia; his heroic but failed
attempts to broker a civilian peace in Algeria reduced him to controversial
silence. Even his efforts to save the lives of those who despised or dismissed
him, from the collaborationist writer Robert Brasillach to Algerian
revolutionaries, ended in failure and isolation.
Isolation
may well be the price that any true moralist must pay. How could it be
otherwise when a moralist, so different from a moralizer, is as hard on himself
as he is on others. As Camus confessed to his journal, “Every time somebody
speaks of my honesty, there is someone who quivers inside me.”
Camus
was just as unsparing in his description of the world and the artist’s place in
it when he accepted the Nobel Prize for literature in 1957. He wrote, he said,
in order to share the “misery and the hope” of catastrophic times, to “fight
openly against the instinct of death at work in our history,” to cope in a
world where nobody could ask men and women to be optimists.
And
yet, in a voice as vibrant and vital today as it was in his own time, he still
chose affirmation, in an artist’s devotion to “the beauty he cannot do
without.”
“I
have never been able to renounce the light,” he told the black-tied, staid
crowd assembled in his honor, “the pleasure of being, and the freedom in which
I grew up.”
On
the centennial of his birth, we must seek to understand both the silence Camus
confronted and his refusal to despair. And we must imagine Camus happy.
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