Camus:
el fútbol frente al suicidio/Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos en la Universidad de Alcalá de Henares.
Publicado en El
Mundo | 7 de noviembre de 2013
No
hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la
vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión
fundamental de la filosofía». Así de rotundo abría Camus El mito de Sísifo que
vería la luz en 1942 junto a El extranjero. Escribía como vivía: sin
concesiones a la galería. Por eso para él toda elipsis y escamoteo era una
forma de estafa inadmisible. Sin embargo, a pesar de la crudeza de su obra en
torno al absurdo, Camus no se suicidó. De ahí que al celebrar hoy los 100 años
de su nacimiento, bueno sería mientras contemplamos su foto en escorzo, el
pitillo en la boca, las manos en los bolsillos del gabán, las solapas alzadas
contra el frío parisino, bueno sería preguntarnos esto: cómo un hombre para
quien la vida era absurda evitó quitársela. Camus eligió ser un condenado a
muerte a un suicida: justo lo más opuesto.
«Matarse
es en cierto sentido, confesar. Confesar que la vida nos supera o que no la
entendemos», escribía en plena guerra europea. Pero también para él la vida y
el mundo eran algo precisamente inexplicable, donde uno no tiene más opción que
sentirse extranjero como un destierro sin remedio pues nos encontramos
«privados de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una
tierra prometida». Este divorcio entre cada hombre y su vida es el sentimiento
de lo absurdo que corona su obra. Y como en Kierkegaard y Dostoievski, para
Camus comprobar el absurdo es aceptarlo, sin hacerse trampas. La honestidad no
deja otra salida: Camus la tenía a raudales. Un hombre que toma conciencia de
lo absurdo queda inexorablemente ligado a él. Por eso su vida -y su obra- fue
tan agotadora: vivir en el presente del infierno y del pecado sin Dios, como
definía la absurdidad. Por eso Sísifo era su héroe. Le gustaban las causas
perdidas ya que no las había victoriosas. Mas con todo, ante la evidencia de lo
absurdo que nos hace espeso el mundo, Camus prefirió vivir sin esperanza pero
vivir, haciendo suyo aquel tremendo aforismo de Nietzsche que transcribe
textualmente: «Lo que importa no es la vida eterna, sino la eterna vivacidad».
¿De
dónde aprende tan pronto Camus ese ascetismo del vivir absurdo, sin esperanza
alguna pero sí, con esa rebelión que no es sino la seguridad de un destino
ciertamente aplastante sin la resignación que debería acompañarla? Séame
permitida una hipótesis: surge de la práctica temprana del fútbol,
especialmente en el puesto de portero. Y es que Sísifo tiene mucho de
guardameta: aquellos que hemos jugado al fútbol sabemos esa gran verdad. El
Camus más feliz y más inocente fue aquel que en su mocedad hollaba los verdes
campos de césped argelinos, entre los cuatro palos de las porterías blancas.
Todo estadio era hogar. Por eso, si hay una declaración de Camus que se ha
tomado muy poco en serio, a lo más como una boutade de un joven Nobel, es la
siguiente: «Después de muchos años en que el mundo me ha permitido diversas
experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de la moral y de las
obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol; lo que aprendí con el RUA no
puede morir». Pero Camus odiaba mentir.
Es
el RUA el Racing Universitario de Argel, donde milita como semiprofesional
hasta los 17 años recorriendo Argelia como portero. Y muy bueno. Antes, en la
categoría de alevines, comienza a jugar en el Mompensier, tras apasionarse por
el fútbol en el recreo del colegio. De la época del Mompensier cuenta desde su
portería: «Aprendí que el balón nunca viene hacia uno por donde uno espera que
venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde
la gente no suele ser siempre lo que se dice recta». No es poca enseñanza vital
y antropológica. Como Sísifo sabe el deportista -el guardameta, de manera
eminente- que el esfuerzo de hoy no sirve para el partido de mañana que empieza
siempre ex novo. Jugar -y parar mayormente- es subir de continuo aquella
inmensa piedra que sabemos que volverá a rodar monte abajo. A la parada o
estirada de ahora no le da tiempo al descanso deleitoso: el próximo balón ya se
aproxima. Parar es levantarse como vivir es defenderse. Si no me puedo
reconciliar con el absurdo, el fútbol me enseña que sí me puedo rebelar y
hacerle frente. La portería le marcó su altivez.
Y
así Camus descubre juvenilmente el gran secreto de su vida y obra: que en sus
idas y venidas Sísifo era feliz. Como él lo fue en la deportiva seriedad del
absurdo futbolístico, donde disfrutaba como en ninguna otra parte : «Me
devoraba la impaciencia del domingo al jueves, día de entrenamiento, y del
jueves al domingo, día de partido». Y en el campo de fútbol encuentra bajo los
palos eso que el mundo no puede dar: familiaridad y acogida. Bajo la portería
me muevo en mis dominios y en ella mando yo junto a mi equipo frente al
sinsentido. Un yo ciertamente perecedero que dura los 90 minutos del partido,
para volver a imperar en la contienda siguiente bajo las reglas teatrales de
ese gran juego colectivo. Como el actor, es también el futbolista -no digamos
el portero- un mimo de lo perecedero: no hay en el fútbol -ni en el teatro-
atisbo de eternidad sino pura fugacidad vivida.
Y
tampoco nostalgia ni esperanza, que serían ciertamente mentirosas: en el fútbol
ni se recuerda ni se espera; se juega. He ahí el absurdo en el pleno sentido
que encierra la única verdad: la vida como desafío, sabiendo de antemano que
uno saldrá derrotado. Como a menudo salía el RUA con la portería perforada. La
obra literaria de Camus no es más que eso: el hombre que se sabe absurdo hasta
sus últimas consecuencias, con plena conciencia y rebelión. Como el portero que
ataja en su portería la trayectoria inexorable de un balón, que tarde o
temprano acabará entrando. Por eso también Camus es un autor esencialmente
dramático. Y solo le quedará el fútbol y el teatro como ámbitos de la
inocencia, tal y como declara: «Los partidos del domingo en un estadio repleto
de gente y el teatro, lugares que amé con una pasión sin igual, son los únicos
sitios en el mundo en los que me siento inocente». A los 17 años pierde la
inocencia. Un bacilo de Koch, tan sinuoso como persistente, le obliga
dramáticamente a abandonar la práctica del fútbol que para él fue cátedra moral
y humana. Como si a nuestro Sísifo los dioses permutaran el castigo: ahora sin
poder ya ir y venir, condenado al dique seco de Prometeo. Con su tuberculosis
crónica a cuestas solo le quedará como consuelo vivir el fútbol como fiel
espectador de la liga francesa. Y sin embargo, Camus tampoco se rinde: le
gustaba plantar cara al destino. Escribir teatro iba a ser en adelante su nueva
mole de Sísifo, deportivamente asumida. Y qué teatro. Pero cuando años después
con ocasión del Nobel un periodista le preguntó qué hubiese elegido si su salud
se lo hubiese permitido, el fútbol o el teatro, Camus respondió sin titubear:
«El fútbol, sin duda». Hoy en su centenario comenzamos a entender por qué: lo
que aprendió en el RUA ciertamente no podía morir.
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