La
famosa “voluntad política”/Francesc de Carreras, Catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.
Publicado en La
Vanguardia | 6 de noviembre de 20013;
A
menudo, los políticos y los comentaristas, refiriéndose al modo de solucionar
un determinado problema, suelen decir: “Esto se arregla con voluntad política”.
¡Y naturalmente que es así! ¡En todos los casos! Sin voluntad política, es
decir, sin un ámbito en el cual las actuaciones del poder se adopten según
criterios de oportunidad y conveniencia, los poderes públicos nunca tomarían
decisiones, es decir, no gobernarían. Pero la mayoría de las veces, la frase
“esto se arregla con voluntad política” tiene otro significado: adoptemos una
decisión aunque sea contraria a la ley dado que la voluntad de quien tiene
poder no puede ser limitada por el marco legal. Y eso no es así, ¡naturalmente
que no es así!, por lo menos en un Estado de derecho. Veamos.
En
todas las decisiones de los poderes públicos, tanto en las más relevantes como
en las de una importancia menor, hay voluntad política. Contrapongamos dos
ejemplos. La reforma de la Constitución, los estatutos de autonomía, las bases
del régimen local, la ley del Poder Judicial, el Código Penal o el Civil, las
leyes procesales, las que regulan derechos fundamentales y tantas otras son
normas de tal calado que no es necesario insistir en que para elaborarlas y
aprobarlas se ha precisado voluntad política.
Pero
una ley mucho menos relevante, como es, por ejemplo, la ley de Vías Pecuarias,
donde, básicamente, se determinan las rutas por donde discurre tradicionalmente
el tránsito ganadero y se regulan las facultades que sobre estas vías ejercen
los poderes públicos –en especial el deslinde, el amojonamiento y la
desafectación–, también requiere voluntad política para ser aprobada. Y en
reglamentos de mucha menor importancia, así como en la esfera discrecional de
los actos administrativos, también tiene un cierto papel la voluntad política
del titular del poder que los aprueba, aunque sea un funcionario de rango
menor.
Por
tanto, en toda decisión de los poderes públicos hay forzosamente un ámbito en
el cual se despliega, con mayor o menor intensidad, la voluntad del órgano que
tiene competencia sobre la materia en cuestión. La norma, pues, no puede
predeterminar en su totalidad una decisión que siempre contendrá elementos
políticos, es decir, de oportunidad o conveniencia discrecional y no sólo de
legalidad.
Ahora
bien, si ello es cierto, también lo es que estamos en un Estado democrático de
derecho en el cual los poderes públicos –y también los ciudadanos– se
encuentran sometidos a la ley o, más propiamente, al ordenamiento jurídico, es
decir, al conjunto de normas jurídicas, ordenadas mediante principios, cuya
finalidad es garantizar la libertad e igualdad de los ciudadanos.
Los
principios que regulan las relaciones entre las normas de un ordenamiento
–jerarquía, temporalidad, competencia, especialidad, entre otros– permiten que
estas no sean contradictorias sino coherentes entre sí y que siempre una norma,
o la ausencia de ella, pueda resolver de acuerdo con el derecho un determinado
supuesto de la vida social. Así, los poderes públicos saben de antemano cuáles
son sus competencias –es decir, su poder– para regular una materia y los
ciudadanos saben, también de antemano, cuál es el ámbito de su libertad.
Por
otro lado, este límite a la libertad de las personas establecido por las normas
jurídicas es legítimo porque estos principios reguladores del ordenamiento
están basados en las reglas de la democracia. Examinemos, por ejemplo, la razón
del principio de jerarquía normativa. ¿Por qué la Constitución es
jerárquicamente superior a las leyes y toda ley que la contradiga es inválida?
Porque la Constitución expresa la voluntad –política, por supuesto– del poder
constituyente de todo el pueblo, que es superior al de los poderes constituidos
–legislativo, ejecutivo y judicial– creados por la misma Constitución. ¿Por qué
la ley es jerárquicamente superior a las normas reglamentarias, por ejemplo, a
los decretos? Porque la ley emana de los parlamentos, órganos que representan
al pueblo, y los reglamentos emanan de los gobiernos, elegidos por los
parlamentos.
Si
el ordenamiento jurídico de un Estado democrático tiene una característica
indiscutida es que se trata de un orden razonable de convivencia, es decir, un
orden basado en principios aceptados por la mayoría con una lógica interna que
sólo es explicable en función de su única finalidad: garantizar la libertad de
todas las personas, organizar la sociedad para que todas ellas tengan igual
grado de libertad.
En
definitiva, en un Estado democrático de derecho la voluntad política de quien
ejerce el poder está limitada por las normas, por el ordenamiento, y todas las
decisiones tomadas por los poderes públicos son legítimas siempre y cuando sean
adecuadas al marco legal, ya que las normas jurídicas son democráticas porque
cada una, en su nivel y grado, expresa la voluntad de la mayoría de los
ciudadanos.
Por
tanto, la famosa voluntad política, si se expresa al margen de este contexto jurídico, no sólo no es legal, sino que es democráticamente ilegítima.
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