Lecciones
de Europa para los reformadores de China/Daniel Gros is Director of the Brussels-based Center for European Policy Studies. He has worked for the International Monetary Fund, and served as an economic adviser to the European Commission, the European Parliament, and the French prime minister and finance minister. He is the editor of Economie Internationale and International Finance.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.
Project
Syndicate | 6 de enero de 2014
Es
muy posible que la decisión de política económica más importante de 2013 se
haya tomado en el Tercer Pleno del Comité Central del Partido Comunista Chino,
que se comprometió a dar un papel “decisivo” al mercado en el rumbo de la
economía china. Puesto que el país es hoy el mayor exportador del mundo tras la
Unión Europea y representa cerca de la mitad del crecimiento global, las
decisiones que se tomen en Beijing podrían tener efectos más importantes sobre
la economía mundial que las de Berlín, Bruselas o Washington, DC.
Pero,
si bien la adopción del mercado y la apertura al mundo exterior por parte de
China le ha permitido alcanzar un progreso económico notable durante las
últimas tres décadas, puede que hoy el país haya llegado a un nivel de ingreso
donde el problema no es que haya “muy poco mercado”. Por el contrario, para
abordar algunos de los problemas clave de China tiene que haber mayor presencia
del gobierno.
Por
ejemplo, la contaminación del aire y el agua solo se puede solucionar con más
intervención estatal, tanto central como local. Hoy las autoridades han dado
prioridad máxima a su solución, y no se puede dudar de que China posea los
recursos necesarios: a fin de cuentas, ha creado el sector manufacturero más
grande del mundo. Puede hacerlo porque dispone de enormes niveles de ahorro
interno para financiar la inversión en equipos de reducción del smog y la
contaminación del agua
El
dilema de los líderes de China es que aumentar el control de la contaminación y
dotarse de la infraestructura correspondiente hace más difícil el paso de un
modelo de crecimiento económico centrado en las inversiones y las exportaciones
a uno basado en el consumo, cuyo aumento agravaría el problema de la
contaminación. Por tanto, es posible que el reequilibrio económico deba
demorarse debido a la necesidad más apremiante de invertir en la mejora de las
condiciones ambientales.
Asimismo,
otras áreas de la economía necesitan más presencia del gobierno. Si se las deja
a merced de las fuerzas del mercado, las industrias de redes como las
telecomunicaciones, el gas, la electricidad y el agua tienden a volverse
monopólicas u oligopólicas. Las economías bien gestionadas logran mayores
niveles de bienestar no debido a que hay una menor regulación de estos
sectores, sino porque una regulación más eficiente evita el surgimiento de
carteles, protegiendo así a los consumidores.
El
mismo razonamiento se aplica a la reforma del sector de las empresas estatales
(SEE). El problema clave es menos la forma de propiedad (estatal o privada) que
la necesidad de asegurar que estas empresas funcionen de acuerdo a los
principios del mercado y dentro de un entorno competitivo.
La
experiencia europea lo confirma. El Tratado de Roma, que creó el mercado común
en 1957, no hacía distinción entre empresas privadas y de propiedad estatal,
aunque en esos momentos el estado poseía vastos sectores de la economía (la
mayor parte de la industria del acero y, en muchos países, el sector bancario).
En lugar de ello, el tratado estableció reglas de mercado internas que
prohibieron que los gobiernos dieran ventajas injustas a sus compañías.
Esta
prohibición cambió las reglas del juego para Europa, ya que obligó a las
empresas estatales a jugar en igualdad de condiciones y volverse tan eficientes
como sus competidoras extranjeras o de sus respectivos países. Cuando los
políticos locales ya no pudieron utilizarlas para sus propios objetivos, la
mayoría de los países miembros decidieron que sería adecuado privatizar varias
de ellas. Por supuesto, reducir este sector tomó tiempo pero nunca se cuestionó
la dirección del proceso, ya que naturalmente las empresas competidoras de las
SEE prestaron un alto respaldo político a la Comisión Europea en su vigoroso
control de las ayudas estatales.
En
China también el problema clave en la actualidad son las reglas que rigen a las
empresas estatales. En lugar de proceder a una privatización de gran escala,
sería mejor limitar la ayuda del estado y dar a las competidoras vías legales
de corrección en caso de que el apoyo estatal distorsione la competencia.
El
área que más atención ha atraído es la financiera, y con razón. En la mayor
parte del mundo desarrollado, la inversión representa poco más del 15% del PIB,
en comparación con casi el 45% en el caso de China. Por tanto, allí los
mercados financieros son todavía más importantes que para Estados Unidos o
Europa, y hay señales evidentes de que en el país la productividad de la
inversión ha estado bajando rápidamente.
Es
posible que la liberalización de las tasas de interés, pieza clave de las
reformas del sector financiero planificadas en China, no dé respuesta al
problema. En principio, el aumento de las tasas de interés para los préstamos
debería ayudar a reducir la sobreinversión. Sin embargo, en un sistema con
muchas garantías del gobierno (a menudo implícitas), no siempre las mejores
empresas son las que están dispuestas a pagar más por sus créditos ni tienen la
capacidad de hacerlo. La liberalización de estas tasas no haría más que hacer
que aquellas que cuentan con garantías estatales superen en sus ofertas a
empresas más pequeñas y eficientes, generando una peor distribución del
capital. Todo esto sugiere que la liberalización financiera podría resultar
peligrosa hasta que también las empresas estatales estén sujetas a rígidas
limitaciones presupuestarias.
El
motor más potente del crecimiento de la economía global no necesita meramente
“más mercado”, sino un marco normativo más sólido que garantice que sus
mercados aprovechen al máximo la eficiencia y el sistema de bienestar social.
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