¿Peligro
u oportunidad?/Luis Montes Mieza es presidente de la Asociación Federal Derecho a Morir Dignamente.
El
País |21 de matzo de 2014
El
13 de febrero de 2014 el Parlamento belga aprobó una modificación de la ley de
eutanasia de 2002, ampliando este derecho a menores que, con un pronóstico
fatal a corto plazo y un sufrimiento físico insoportable, con el acuerdo de sus
padres soliciten de forma repetida y consciente una muerte asistida.
El
texto ha sido sometido durante dos años a un gran debate social, suscitando tal
interés que las comparecencias de los expertos en el Senado fueron televisadas.
El 74% de los belgas son partidarios de la eutanasia infantil y la mayoría de
partidos han respaldado esta iniciativa legislativa (86 a favor, 44 en contra y
12 abstenciones). Tras 30 años de debate, Bélgica y Holanda muestran el camino
que sin duda transitarán todas las sociedades democráticas.
En
España la mayoría de los médicos (59,9% en 2002, según la encuesta del CIS
2.451) y de la población general (73% en 2009, CIS 2.803) está a favor de la
regulación de la eutanasia. En 2002 la Ley de Autonomía del Paciente reforzó el
derecho a rechazar un tratamiento de la Ley General de Sanidad de 1986, al
regular las instrucciones previas (testamento vital), por lo que actualmente
morir voluntariamente es un derecho cuando la vida depende de una medida de
soporte vital (tal y como demostró Inmaculada Echevarría en 2007, tras
renunciar al respirador que la mantenía con vida). A raíz de este caso y del
escándalo en 2005 por la infamia de la Comunidad de Madrid contra el servicio
de urgencias que yo dirigía, en el hospital Severo Ochoa de Leganés, Andalucía
reguló en 2010 los derechos de los pacientes y las obligaciones de los
profesionales en el proceso de muerte, iniciativa que siguieron Aragón y
Navarra en 2011 y que probablemente lleven a cabo otras comunidades sensibles
con el sufrimiento al final de la vida.
¿Garantiza
la legislación una buena muerte para los ciudadanos? Claramente no. Todavía
hace falta mucha pedagogía de la Ley de Autonomía. Por el tabú cultural de la
muerte a muchos pacientes no se les informa sobre su enfermedad, ni sobre sus
derechos (como el testamento vital), ocultando su proceso de morir tras el
espejismo de una supuestamente bondadosa ignorancia. Y los pacientes que,
afrontando su muerte, desean ejercer sus derechos a menudo chocan con
profesionales que, en lugar de respetar su voluntad, tratan de imponer sus
creencias, con la excusa de los paliativos.
Pero
el dilema paliativos o eutanasia no existe. No se trata de elegir entre lo uno
o lo otro, sino de disponer de la opción de morir y de los mejores cuidados (el
95% de los médicos opinan que los paliativos no evitan todas las demandas de
eutanasia, CIS 2.451). La universalización de los paliativos es un subterfugio
que rehúye el debate de la disponibilidad porque para muchos equipos, en manos
de organizaciones confesionales, la voluntad de morir es inaceptable, aunque se
ajuste a la legalidad vigente (como la sedación paliativa a demanda de un
enfermo terminal publicada el 9-2-14 en EL PAÍS).
El
Código Penal vigente de 1995 crea situaciones absurdas. El suicidio no es
delito, pero la ley castiga la cooperación necesaria, actos sin los cuales
Ramón Sampedro no podía darse la muerte a sí mismo, una imagen vergonzosa grabada
en el imaginario colectivo, porque castiga al más vulnerable, arrebatándole la
libertad de disponer de su vida. Sin embargo, Inmaculada Echevarría pudo morir
porque tuvo la suerte de estar conectada a una máquina. Algunos juristas
argumentan que en caso de graves padecimientos la cooperación necesaria (pero
no directa) al suicidio es impune, mientras que para otros toda muerte
voluntaria es delito, como la renuncia a la alimentación por sonda, llegando a
confundir sedación paliativa y eutanasia, o los conceptos de inducción y
cooperación, con los de información y acompañamiento al suicidio (que como
grupo de ayuda mutua realiza la asociación DMD).
La
ambigüedad de la legislación es una carga añadida para los ciudadanos en el
peor momento de su vida, provocando desconfianza en los pacientes e inseguridad
en los profesionales, con un discurso público, temeroso del fundamentalismo de
la sacralidad de la vida, y otro privado (“cuando hace falta, eso lo hacemos
todos”). En un Estado de derecho, morir bien no puede seguir dependiendo de las
creencias del médico que a uno le toque, sino que debe ser una garantía para
todos los ciudadanos.
Como
demuestran los hechos, la regulación de la muerte voluntaria no es un peligro,
sino una oportunidad, no solo para los que elijan morir (que siempre será una
minoría del 1% al 3%), sino para toda la población. Acaba con el tabú, dota al
ciudadano de protagonismo y respeta la libertad de los ciudadanos durante el
final de su vida. El debate está en la calle, pero los gobernantes, lejos de
escuchar el grito de “no nos representan”, limitan cada vez más el ejercicio de
derechos fundamentales, demostrando un alarmante déficit democrático. Ante este
fracaso, el movimiento ciudadano por una muerte digna, libre de doctrinas
confesionales, continuará procurando una buena muerte, libre, responsable y
legal para sus miembros.
Dialogar,
deliberar sobre las opciones disponibles, no solo es lo más humano, sino lo más
democrático. Como decían los pediatras belgas que solicitaban el cambio
legislativo: es obvio que los médicos no buscamos este tipo de situaciones,
pero ocurren. Y por encima de todo tenemos el deber de ayudar a los pacientes
en estas situaciones de la manera más humana y responsable.
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