¿Un
mundo unificado por internet?/Michel Wieviorka, sociólogo. Profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París.
Publicado en La
Vanguardia |13 de marzo de 2014:
Un mundo globalizado no es necesariamente un mundo homogéneo, sin fronteras, sin distancias ni diferencias entre los hombres y los grupos humanos. Al contrario, la globalización tiene, al menos, dos efectos opuestos que, además, pueden alimentarse recíprocamente. Por una parte, suscita reacciones culturales en las que se repliegan sobre sí mismas identidades colectivas, comunidades y naciones que se cierran y quieren aislarse unas de otras mucho más que pertenecer a un solo universo cosmopolita, abierto a los cuatro vientos. Por otra parte, provoca o amplifica desigualdades económicas, deshace el vínculo social y suscita, entre sociedades y en su seno, fracturas territoriales. La globalización unifica e integra el planeta, pero también lo fragmenta.
Un mundo globalizado no es necesariamente un mundo homogéneo, sin fronteras, sin distancias ni diferencias entre los hombres y los grupos humanos. Al contrario, la globalización tiene, al menos, dos efectos opuestos que, además, pueden alimentarse recíprocamente. Por una parte, suscita reacciones culturales en las que se repliegan sobre sí mismas identidades colectivas, comunidades y naciones que se cierran y quieren aislarse unas de otras mucho más que pertenecer a un solo universo cosmopolita, abierto a los cuatro vientos. Por otra parte, provoca o amplifica desigualdades económicas, deshace el vínculo social y suscita, entre sociedades y en su seno, fracturas territoriales. La globalización unifica e integra el planeta, pero también lo fragmenta.
Sin
embargo, las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información ¿no
actúan en sentido único, no llegan a uniformar el mundo y a transformarlo en
una aldea global, como decía el pionero del análisis de los modernos medios de
comunicación, Marshall McLuhan? ¿No accede todo el mundo, en la actualidad, a
una cultura única en la cual los individuos vivirían todos al mismo ritmo, en
la misma temporalidad, en un mismo espacio, en lo que un geógrafo, David
Harvey, ha llamado “la doble compresión del tiempo y del espacio”?
Esta
idea puede resultar políticamente indiferenciada, sin tener en cuenta las
desigualdades, por ejemplo, geopolíticas entre países para interesarse sólo por
los individuos y las culturas a las que pertenecen. Puede, asimismo, amoldarse
a la constatación según la cual Estados Unidos, en este terreno, dispondría de
una especie de monopolio en la práctica, de una posición ampliamente
hegemónica, como ha revelado en cierto modo Edward Snowden al exponer a la luz
pública los programas de control y vigilancia de la Agencia Nacional de
Seguridad estadounidense.
A
partir de ahora, podemos observar cómo funciona el enlace entre la
Administración estadounidense y las empresas que gestionan internet y,
especialmente, las principales redes sociales como Facebook o Twitter,
garantizando a Estados Unidos un dominio sobre el mundo que añade un poder
blando, el de la influencia intelectual, cultural, científica, al poder duro de
las armas y de los recursos directamente económicos. Si un ámbito se unifica a
escala planetaria, ¿no es el de la comunicación, bajo el estandarte
estadounidense? Hay que matizar esta constatación, de forma que dos argumentos
merecen examinarse en este caso.
El
primero, precisamente, es geopolítico. Las revelaciones de Snowden,
efectivamente, han hecho algo más que preocupar a los poderes y a las opiniones
públicas en muchos países. Les han incitado, asimismo, a reflexionar sobre las
formas que podría adoptar la independencia de sus sistemas de comunicación en
un marco nacional; el de Alemania o de Francia, por ejemplo, o en un espacio
más amplio como Europa, por ejemplo.
La
protección de los datos digitales constituye, a partir de ahora, un asunto
diplomático capital en los encuentros franco-alemanes y en las relaciones entre
la Unión Europea y Estados Unidos.
Por
otra parte, países de régimen autoritario se dotan de los medios de aislar a su
población de los sistemas de alcance mundial y de censurar internet; es, sobre
todo, el caso de China.
Por
último, la interconexión de todas las redes no está destinada a imponerse
necesariamente, de modo que cabe imaginar perfectamente subconjuntos nacionales
o regionales que actúen con gran independencia. La comunicación y la
información pueden verse también a su vez atrapadas en las lógicas de la
fragmentación.
El
segundo argumento es lingüístico. Si bien es verdad que decenas de lenguas
mueren cada año, no es menos probado que numerosas lenguas se reactivan y
cobran vigor en nuestros días aunque pueda pensarse que se ven cercenadas por
el inglés. Esto es así, por ejemplo, en toda África, donde se trata cada vez
más de desarrollar sistemas educativos basados en las lenguas africanas,
incluida la enseñanza de las ciencias, y donde una Academia Africana de las
Lenguas, Acalan, se creó en el 2001 para acompañar este movimiento y para
promover estas lenguas, locales o transfronterizas.
O
incluso en Alemania, donde los dialectos locales experimentan desde hace unos
años un renovado vigor. Y qué decir, también, de las lenguas vasca o catalana,
que desde hace mucho tiempo no habían conocido una salud tan buena.
En
todo el mundo, lenguas distintas del inglés atestiguan a su vez una gran
vitalidad; unas habladas por una población de recursos limitados, otras que
muestran la existencia de comunidades lingüísticas considerables, ya se trate
del español, del árabe, del mandarín o, incluso, del francés; se espera que la
francofonía triplique sus recursos a escala planetaria dentro de unos treinta
años.
En
esta perspectiva, la creación o el refuerzo de espacios lingüísticos puede
responder a las lógicas de unificación comunicacional, que se desplieguen tanto
más que la lengua inglesa es reina. Ahora bien, también en este caso
desconfiemos de los esquemas excesivamente simplistas. Es posible que en el
futuro asistamos a la fragmentación cultural de la “aldea global” de la que
hablaba McLuhan. Y es posible asimismo que esta fragmentación se encuentre como
dominada por una mayor disociación del mundo en dos subconjuntos sociales y
económicos: los que utilizan internet, las redes, los recursos de la
comunicación moderna en un mundo cosmopolita como ciudadanos del mundo o que
participan de lleno en la economía globalizada y que viven en ese caso en
inglés, y quienes lo hacen en espacios territoriales y lingüísticos limitados.
En
definitiva, hemos de reflexionar sobre escenarios susceptibles de ir en contra
de estas lógicas de fragmentación y de fracturas, teniendo en cuenta la
variedad de las culturas y de las lenguas y haciendo frente al aumento de las
desigualdades sociales que son, asimismo, económicas, políticas, geopolíticas,
digitales y territoriales. ¿No hemos de imaginar, y de tratar de construir, un
mundo donde sea conciliado lo inconciliable? En primer lugar, el respeto a los
valores universales y, por tanto, la comunicación incluso en sus dimensiones
planetarias y cosmopolitas; en segundo lugar, el reconocimiento de la
diversidad cultural y lingüística y, en tercer lugar, las políticas públicas
para reducir las desigualdades sociales.
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