- La oración del jorobadito/Gustavo Martín Garzo es escritor.
Publicado en El
País | 9 de febrero de 2014
En
su libro Infancia en Berlín hacia 1930, Walter Benjamin recuerda la atracción
que de niño ejercían sobre él desvanes, sótanos, escaleras y otros espacios
olvidados de las casas. Allí vivían esos personajes que, en los cuentos, se
dedican a hacer todo tipo de faenas a los moradores del lugar. Uno de ellos era
un hombrecillo jorobado que aparecía cuando menos lo esperabas provocando un
sin fin de desastres. “El Torpe te envía saludos”, le decía su madre cuando
rompía algo o tropezaba por las escaleras. Y, en efecto, bastaba que el
malicioso personaje anduviera cerca de ti para que los objetos dejaran de estar
donde los habías puesto, los platos y tazas escaparan de tus manos para hacerse
pedazos contra el suelo, se te olvidara hacer los deberes o te mancharas la
ropa que acababan de ponerte. Por su causa, escribe Benjamin, “el jardín se
convertía en jardincillo, mi cuarto en un cuartito y el banco en un banquillo.
Se encogían y parecía que les crecía una joroba que las incorporaba por largo
tiempo al mundo del hombrecillo”
Por
lo demás, a ese hombrecillo no le podías ver y se limitaba a “recaudar de
cualquier cosa que tocaba el tributo del olvido”. Adorno dice que las citas de
las que constantemente se sirve Benjamin en sus trabajos “son como bandidos que
saltan al camino para robar al lector sus convicciones”. El hombrecillo es uno
de esos ladrones. Por eso no elige cualquier momento para aparecer, sino
aquellos en los que el niño se expone más: cuando va a la despensa a probar a
escondidas el dulce que ha preparado su madre, cuando descubre su sexualidad,
cuando roba algo. De forma que esas imágenes que el hombrecillo va acumulando
de cada uno de nosotros componen la otra historia de nuestra vida (¿la
verdadera?). “Cuando bajo a la bodega / para escanciarme vinito, / hay un
jorobadito allí / que lo quita del jarrito. / Cuando voy a la cocina / para
hacerme la sopita, / hay un jorobadito allí / que me rompe la marmita. /
Querido niñito, te lo ruego, / reza también por el jorobadito”. Rezar por
alguien que nos hace faenas, decirle que no deje de visitarnos, ¿no resulta
extraño que una madre le pida a su hijo que haga algo así?
Hannah
Arendt, en su libro Hombres en tiempos de oscuridad, nos recuerda que la vida
de Walter Benjamin estuvo presidida por eso que suele llamarse mala suerte.
Nunca tuvo un trabajo que le permitiera vivir con seguridad y, a pesar de ser
un pensador brillante, su carrera académica fue un completo desastre. Amó a
tres mujeres y fue incapaz de comprometerse con ninguna; era judío, pero
siempre tuvo problemas con los suyos; no tuvo una residencia fija y su obra más
importante, El libro de los pasajes, es apenas una colección de citas o
fragmentos que no llegaría a concluir. Nada le salió como lo planeaba. Incluso
su muerte parece acaecida bajo el signo del perverso hombrecillo, pues si llega
a Port Bou un día antes o un día después, hubiera podido emigrar a Estados
Unidos como quería.
La
vida de Franz Kafka transcurrió por derroteros semejantes. Sus indecisiones
amorosas, sus problemas con el judaísmo, su obsesión por la escritura, por
sacar adelante una obra que sin embargo nunca completa, que le relaciona con
los márgenes, con lo más escondido y olvidado, habla de su incapacidad para
vivir en el mundo y aceptar sus compromisos. Kafka quiere sustraerse al poder,
luchar contra la ley opresiva del padre. Quiere, como sus personajes, hacerse
cada vez más insignificante, cada vez más liviano y callado para poder escapar.
De ahí su amor por los animales pequeños, por los espacios minúsculos, por los
seres deformes y perseguidos; por todo lo que vive en los intersticios, en la
frontera, abierto a un mundo prehumano. Su amor por los objetos inútiles, los
insectos, los ratones, los perros; su concepción del escritor como alguien que
debe desaparecer para llevar a cabo su obra. El inquilino de la vida
desfigurada, le llamó Walter Benjamin.
Nuestro
tiempo ha dado la espalda a ese mundo desfigurado y ha dejado de pedir al
jorobadito que lo visite. En su ausencia, se crean Institutos de la Felicidad,
se escriben manuales de autoayuda, se fundan seminarios de risoterapia y
talleres de cómo educar a los bebés. El mundo se ha poblado de psicólogos,
expertos en técnicas de relajación y charlatanes que hablan sin descanso de la
necesidad de ser positivos, de no dejarse llevar por la melancolía y de la
inutilidad del sufrimiento. Según ellos, la cultura debe ser lo más parecido a
una fiesta de cumpleaños infantil, un espacio de diversión y juegos
interminables. Pero “divertirse”, escribe Adorno, “significa siempre que no hay
que pensar, que hay que olvidar el dolor, incluso allí donde se muestra. La
impotencia está en su base. Es, en verdad, huida, pero no, como se afirma,
huida de la mala realidad, sino del último pensamiento de resistencia que esa
realidad haya podido dejar aún”.
Hace
unos meses, y tras hablar de la lectura en un instituto, una chica levantó la
mano y me preguntó atribulada qué pasaba si a alguien no le gustaba leer.
Comprendí que se refería a ella misma, y que sufría al sentirse excluida de
aquella vida de la que yo había hablado con tanto entusiasmo. Me bastó con ver
la expresión de su rostro al decir aquello para saber que el jorobadito la
visitaba. Era él quien se las arreglaba para que no le gustara leer, para hacer
que le creciera una joroba. No todos los que leen reciben esa visita, ni mucho
menos. Para que sea así tenemos que quedarnos sin voz, como le pasaba a aquella
chica tan triste. Todos los grandes personajes de la literatura, los
personajes, por ejemplo, de las obras de Dostoievski o de Faulkner, son como
ella. Todos cargan algo, todos hacen cosas que no deben y sufren a causa de su
joroba. ¿No es eso lo que nos sucede con nuestra sexualidad? ¿No es el sexo la
joroba del cuerpo: su botín y su culpa?
“Perdemos
al ganar. / Y, al saberlo, tiramos / nuestros dados de nuevo”, escribe Emily
Dickinson en uno de sus poemas. ¿Qué tiene que ver esto con la concepción de la
educación y la cultura como ganancia, rentabilidad o bien de consumo? En los
planes de estudio desaparecen las asignaturas, como la filosofía y la
literatura, que hablan del jorobadito y su pandilla y se sustituyen por otras
que solo buscan adoctrinar a los niños. Todo se reduce a un interminable y
tedioso culto a los exámenes, la autoridad y la eficacia. Sin embargo, la
verdadera cultura no tiene que ver con el deseo de éxito o de notoriedad, sino
con el deseo de ser y de saber. El verdadero lector no busca en los libros lo
que le halaga o confirma, sino lo que le niega y disloca: busca lo que no
tiene.
Leer
es tirar los dados de nuevo. “Las músicas oídas son dulces, pero / más dulces
son las no oídas”, escribe John Keats en su poema Sobre una urna griega. Leer
es rezar al jorobadito para que aparezca y lo ponga todo patas arriba. No dar
nada por hecho, ni siquiera que la cartera que dejamos al acostarnos en la
mesilla vaya a estar por la mañana en el mismo lugar. Porque ¿acaso somos
dueños de algo? ¿Lo somos de nuestras vidas y deseos? Un mundo abierto, poblado
de encuentros inesperados y locas canciones, un mundo sin cosas es lo que nos
promete el jorobadito. Por eso es importante que lo recemos cada noche, aun
sabiendo que su visita nos complicará la vida. Tal gentuza es la verdadera
pandilla de nuestro ángel de la guarda.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario