Dos primeras páginas
El Mundo | 26 de abril de 2014;
Querido J:
La necrología de
Gabriel García Márquez supera en volumen, detalle y afecto cualquier otra de la
historia del periodismo español. Supera las de Adolfo Suárez, Steve Jobs,
Margaret Thatcher o el Papa Wojtyla. No es extraño. Hace un par de años hice
una búsqueda onomástica de escritores y científicos en la hemeroteca de El
País. El primer nombre era el de García Márquez. El aparato necrológico ha sido
exuberante y hagiográfico. Como suele corresponder al género, las hagiografías
se han repartido a partes iguales entre el muerto y el que lo vela: destacan en
este sentido, y ya para siempre, los textos del matrimonio Grandes-Montero
donde se explica cómo GGM se presentó en la fiesta de cumpleaños de Almudena.
Las francachelas de GGM con pútridos dictadores también se han suavizado y la
palma de la mano que más finamente le ha acariciado el lomo ha sido la de Juan
Luis Cebrián que ha achacado a la literatura, es decir, a la virtud perdonable,
las amistades peligrosas de GGM: para Cebrián los enredos de GGM con Castro
tienen la misma naturaleza, y la misma categoría, que los de Shakespeare con
Marco Antonio. Pero ningún exceso necrológico como el que ha hecho de GGM un
maestro de la escritura periodística.
Comprendo que, en vida, los intereses
comerciales de la Agencia Balcells, el Grupo Prisa, y esa llamada Fundación
Nuevo Periodismo Iberoamericano confluyeran en hacer de él un mito
periodístico. Pero incrustar el comercio en la necrología no cumple las
condiciones del comercio justo. Lo cierto es que hasta Cien años de soledad, su
periodismo es puramente local y mediocre, sólo enaltecido por la forma de
crítica basada en la falacia retrospectiva. (Para comprobarlo basta con leer el
prólogo de Jacques Gilard a la obra periodísitca de GGM ¡y apreciar sus
sudores!). Y después de Cien años… su periodismo es inexistente, cuando no
desastroso, con la expresa salvedad de los artículos, tocados a menudo de la
sabia ilusión de confidencia que sabía darle a las palabras, que escribió
regularmente en El País entre finales de 1979 y principios de 1984. Con la
excepción, así, de sus columnas del antes y después, GGM escribió un solo
reportaje periodístico con ambiciones, que publicó en 1996 y que llamó Noticia
de un secuestro. Puede que alguien incluya Relato de un náufrago entre su obra
periodística, pero yo me abstendría. A ese texto de 1955, que 15 años después
reeditó en libro con exhibido y comprensible resquemor, le falta el Philip K.
Tompkins que cosió los puntos de A sangre fría en su inolvidable artículo de
Esquire.
Como bien sabes,
Noticia de un secuestro, exactamente sus
dos primeras páginas, era uno de los momentos nescafé de aquella vida de
profesor que yo llevaba. Las dos páginas solían ocuparnos durante varias
sesiones, siempre divertidas y enjundiosas. El libro, que pomposamente fue
presentado como la vuelta de García Márquez al periodismo, había sido objeto de
un artículo insólito e iniciático de Ricardo Bada, publicado el 20 de julio de
1996 en Diario 16 y titulado Noticia de un siniestro, donde se daba fe, vaya si
se daba, de múltiples destrozos gramaticales. El artículo me decidió a releer
el libro de un modo particularmente vigilante. Pero no pude pasar de las dos
páginas, ni falta que hacía para llevarlo a la mesa de disección universitaria.
Ahí estaban las primeras palabras para romper el hielo: «Antes de entrar en el
automóvil miró por encima del hombro para estar segura de que nadie la
acechaba». Era Maruja, la pobre. Solo 330 palabras más allá se decía de ella:
«[No] tenía nada que temer, pero Maruja había adquirido la costumbre casi
inconsciente de mirar hacia atrás por encima del hombro». No tenía nada que
temer, pero miraba hacia atrás por encima del hombro (es bien sabido que
técnicamente puede mirarse hacia atrás por debajo del hombro), aunque menos mal
que de forma casi inconsciente (es decir, como si estuviera casi embarazada).
Seis líneas más adelante, y aunque sé que sólo tú me creerás, GGM escribe, y me
desmayé: «Fue un temor certero (sin duda el de que no había nada que temer).
Aunque el Parque Nacional le había parecido desierto cuando miró por encima del
hombro (¡y quedarnos ahora sin saber si fue hacia atrás!)»; en aquellas
primeras líneas donde había mirado para estar segura de que nadie la acechaba,
sin saber, pobrecita, que es imposible estar segura de que nadie te acecha por
la propia condición ontológica del acechado.
En aquellas
colombianas clases de otoño era duro avanzar, pero había que hacerlo. Ahí
esperaba, arrogante, la segunda frase: «Eran las siete y cinco de la noche en
Bogotá». Ésta, en el arranque, era la firma notarial del compromiso de GGM con
la verdad. Algo así como si dijera a los niños, y yo así se lo decía a los
míos: «Mi precisión en este reportaje va a ser puramente ferroviaria». De
acuerdo. Todos estábamos fácticos y felices. Hasta que entraba resoplando la
siguiente, como un borreguero: «Había oscurecido una hora antes, el Parque
Nacional estaba mal iluminado y los árboles sin hojas tenían un perfil
fantasmal contra el cielo turbio y triste, pero no había nada que temer». El
compromiso ferroviario saltaba por los aires: ya se había metido entre líneas
un poeta turbio y triste y fantasmal, pleonásmico y pésimo. Lo peor, sin
embargo, es que: 1) había oscurecido, 2) el parque estaba mal iluminado, 3)
¡pero no había nada que temer! y 4) nada que temer a la vista; fuera de la
vista es otra cosa, chachi.
Los chicos ya reían
abiertamente porque el ajusticiamiento de un pez gordo es un espectáculo
fabuloso, y yo era el que más reía, dado que antes de pronunciar cualquier
palabra, acumulados los años, ya sabía la que iba a pronunciar, y ese
milisegundo era un placer muy cachondo. Y eso, en fin, que aún no habíamos
comprobado, dos líneas más allá, los sudores del maestro para sentar a Maruja y
Beatriz en el coche, y que es médicamente preocupante tener las piernas
entumecidas «después de tres reuniones», cuando uno se ha levantado de la
silla, ha salido del despacho, ha bajado en el ascensor o por las escaleras y
ha entrado en un coche, aunque, ya te digo, sin saber muy bien por qué puerta.
Y dicho esto voy a
contarte, amigo mío, la última noche que vi a García Márquez.
Sigue con salud,
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