La primavera de la
IglesiaJuan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid, y autor de Invitación a la utopía (Trotta, 2102) y Cincuenta intelectuales para una conciencia crítica (Fragmenta, 2013).
El País |26 de aril de 2014;
Pocos días después
de la elección de Francisco comenzaron las comparaciones del papa argentino con
Benedicto XVI y Juan XXIII: con el primero, destacando las diferencias; con el
segundo, los parecidos, que han vuelto a manifestarse con motivo de la
canonización de Juan XXIII y de Juan Pablo II el próximo 27 de abril. Se
refieren a la cálida y espontánea corriente de comunicación de ambos con el
público. La campechanía de Juan XXIII rompía con el hieratismo de su predecesor
Pío XII. La sencillez de Francisco contrasta con el gusto por el protocolo de
Benedicto XVI.
El parecido se
aprecia también en la avanzada edad en el momento de la elección papal de
ambos: 77 años, que, no obstante, se disimulan por la vitalidad, la creatividad
y los gestos llenos de humanidad poco acordes con los títulos que ostentan:
sumo pontífice de la Iglesia universal, vicario de Cristo, santo padre, sucesor
del príncipe de los apóstoles, soberano del Estado de la ciudad del Vaticano,
etcétera. A ello hay que sumar su permanente capacidad de sorpresa. En la
Navidad de 1958, Juan XXIII, recién elegido papa, visitó el Hospital del Niño
Jesús para niños con poliomielitis y la cárcel Regina Coeli, junto al Tíber,
donde abrazó a un preso condenado por asesinato que antes le había preguntado
si había perdón para él. Se reunió con un grupo de personas discapacitadas y
con otro grupo de chicos de un orfanato. Luego se encontró con el arzobispo de
Canterbury, Geoffrey F. Fissher, y recibió a Rada Kruchev, hija del presidente
de la URSS, y a su esposo.
Francisco no ha
dejado de sorprender desde que abandonó su Buenos Aires querido y fue elegido
papa con gestos significativos: renuncia a vivir en el Vaticano; cese de
obispos por llevar una vida escandalosamente antievangélica; auditoría externa
para investigar la corrupción del Banco Vaticano; disponibilidad a revisar la
normativa sobre la exclusión de la comunión eucarística a los católicos
divorciados y vueltos a casar; viaje a Lampedusa y grito indignado de
“¡Vergüenza!” como denuncia por los cientos de inmigrantes muertos y
desaparecidos ante la indiferencia de Europa; respeto a las diversas
identidades sexuales, etcétera. Recientemente nos ha vuelto a sorprender al
celebrar el día del “Amor fraterno” en un centro de personas discapacitadas de
diferentes continentes, religiones, culturas y etnias, donde se ha arrodillado
y lavado los pies a 12 de ellas. El ejemplo no es baladí: queda fijado primero
en la retina, luego en la mente y debe traducirse en una práctica compasiva y
solidaria, si no quiere convertirse en rutina.
Pero, a mi juicio,
las semejanzas entre Juan XXIII y Francisco van más allá de su talante y de sus
gestos. La sintonía se manifiesta en su espíritu reformador del cristianismo
con la mirada puesta en el Evangelio desde la opción por el mundo de la
exclusión y el compromiso por la liberación de los empobrecidos. Juan XXIII y
Francisco coinciden en la necesidad de construir una “Iglesia de los pobres”.
El papa Roncalli fue el primero en utilizar esta expresión en un mensaje
radiofónico el 11 de setiembre de 1962: “De cara a los países subdesarrollados,
la Iglesia se presenta como es y quiere ser: la Iglesia de todos, y,
particularmente, la Iglesia de los pobres”. La idea apenas tuvo eco en el aula
conciliar, pero se hizo realidad en las decenas de miles de comunidades
eclesiales de base que surgieron en América Latina y otros continentes, y en la
teología de la liberación, que la convirtió en santo y seña del cristianismo
liberador.
Francisco expresó el
mismo deseo en una rueda de prensa multitudinaria con periodistas que habían
seguido el cónclave, a quienes contó algunas interioridades del mismo. Cuando
hubo logrado los dos tercios de los votos, el cardenal Claudio Humes, arzobispo
emérito de São Pâulo, le abrazó, le besó y le dijo: “No te olvides de los
pobres”. Tras esta confesión y en un arranque de sinceridad, les dijo a los
periodistas: “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!”. Adquiría
así públicamente un compromiso que le obligaba a hacer realidad aquel deseo.
¿Lo hará?
Juan XXIII era
consciente de que la humanidad estaba viviendo un cambio de era y la Iglesia
católica no podía volver a perder el tren de la historia, sino que debía
caminar al ritmo de los tiempos. Era necesario poner en marcha un proceso de
transformación de la Iglesia universal en sintonía con las transformaciones que
se sucedían en la esfera internacional. Francisco es igualmente consciente de
estar viviendo un tiempo nuevo, lo que le exige dejar atrás los últimos 40 años
de involución eclesial que pesan como una losa y activar una nueva primavera en
la Iglesia en sintonía con las primaveras que vive hoy el mundo: la primavera
árabe, el movimiento de los indignados, los Foros Sociales Mundiales, etcétera.
Bergoglio tiene un compromiso con la historia que no puede eludir: ¡primavera
eclesial, ya! ¿Lo cumplirá?
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