El
fútbol, esa gran estafa/ Gregorio Morán,
Publicado en La
Vanguardia en dos partes| 12 y 19 de julio de 2014
Sin
exagerar puedo decir que desde que hice la primera comunión -cuya fecha no
recuerdo aunque guardo la foto vestido de marinero con algunas manchas de
chocolate- hasta los trece años, la única actividad llevada con rigor,
prácticamente todos los días del año, consistió en jugar al fútbol. Teníamos un
fútbol de verano y un fútbol de invierno.
El
fútbol de verano era una consecuencia de la innúmera cantidad de suspensos en
cuyo descargo te obligaban a permanecer sin salir de Oviedo. La jornada
futbolera empezaba hacia las diez de la mañana, cuando mi madre volvía de misa
y comprobaba que había hecho los deberes. A partir de aquel momento y hasta las
nueve de la noche, que ya no se veía ni el balón, estábamos jugando al fútbol,
con dos pausas; una para comer a las dos en punto -ni un minuto más ni uno
menos- y la otra, de horario más laxo, para la merienda. Daba lo mismo que
lloviera o que hiciera sol, lo único que cambiaba se reducía al sitio y la
pelota; más grande o más pequeña. En ocasiones se sustituía por el papel de
periódico atado con cuerda y se jugaban partidos en la calle; las porterías
eran las alcantarillas, de donde cuando se alcanzaba el gol se extraía el
envoltorio aquel, sin el más mínimo escrúpulo. Es verdad que el juego se
detenía cada vez que pasaba un coche, cosa infrecuente. Estoy hablando de
Oviedo, en la céntrica calle de San Bernabé, hacia 1960.
El
fútbol de invierno tenía otras características. Además de los partidos
cotidianos en el Colegio de los Dominicos, donde estudiábamos, estaban los
partidos del domingo. Inolvidables, porque tenían todos los aditamentos del
gran fútbol que se veía en el Carlos Tartiere, estadio oficial del Real Oviedo,
entonces en Primera División, y donde mi padre era directivo -administrador,
para ser exacto-, lo que me consintió recibir una colleja amable de los mitos
de entonces: Gento, Kubala y hasta Di Stéfano. Pero la diferencia notabilísima
es que aunque jugábamos con botas de fútbol todos parecíamos ramas diferentes
de la armata Brancaleone, aunque sin Vittorio Gassman de capitán.
En
Asturias llueve, y más en invierno, por lo que el campo era un barrizal y la pelota
nunca rodaba sino que daba saltos como un rana loca, y para más inri, como
éramos unos pringados que no pagábamos un duro a nadie, sino que sencillamente
íbamos a los prados de la periferia ovetense, todos estaban inclinados. No eran
llanos, sino en pendiente y siempre con una línea transversal en el centro que
lo cruzaba y que hacía de camino. O sea que todas las mañanas de los domingos
de otoño e invierno volvíamos a casa hechos un lodazal, lo que se traducía,
siguiendo una tradición burguesa que dice mucho de nuestros modos y costumbres,
en que te obligaban a quitarte todo, hasta quedar en pelota viva en la misma
puerta, antes de pasar a lavarte.
Recuerdo
un partido memorable, quizá de los últimos que jugué en mi vida, con botas y
camiseta y toda la pesca. Íbamos ganando y yo acababa de meter un gol, o así lo
requiere la vanidad de mi memoria, pero estábamos en un campo inverosímil en la
falda del monte Naranco, que domina la ciudad; el que tiraba fuerte y el
esférico -como gustaba de decir Matías Prats, el primer literato deleznable del
fútbol español, tan imitado hoy- se iba al quinto pino, monte abajo, tenía la
obligación de ir a buscar el balón. Estábamos en la segunda parte y la pelota
no se encontraba. Había caído una niebla espesa y húmeda y empezábamos a no
vernos ni a nosotros mismos, y hubo que suspender el partido, en tablas.
El
descubrimiento del carácter desvergonzadamente político del fútbol fue por
entonces. Se entraba en los diarios sin la parafernalia de hoy, y allí nos
adentramos tres chavales para informar que habíamos ganado. La verdad es que el
diario era una mierda, se llamaba Región y además estaba enfrente de mi casa,
tenía un director novelista, malo como periodista y como tipo humano, y con
fama de criminal de guerra, Ricardo Vázquez Prada, de quien media ciudad
aseguraba que había denunciado a su mujer -una republicana, a la que pasearon-
para poder casarse con su amante.
Allí,
entre plumillas en máquinas de escribir enormes, llegamos tres chavales para
informar de nuestro éxito: habíamos ganado un partido frente a no sé qué
equipo. Hoy sería imposible ni imaginarlo, pero entonces sacaban una notita y
daban tan trascendental noticia en tres líneas. Un paciente profesional tomó
nota del partido que habíamos ganado hasta que llegó al nombre. “¿Y vuestro
equipo cómo se llama?”. Orgullosos del momento histórico exclamamos: “Estrella
Roja”. No teníamos ni zorra idea de nada que no fuera la hermosa locución
estrella roja, menos aún que lo habíamos robado del mítico equipo del Belgrado
comunista. “Chavales, cambiar el nombre o no sale la nota”. Y allí mismo, sin
consultar con nadie, lo bautizamos de nuevo, “Tradecol” o algo así. Una
humillación. Para una vez que ganábamos un partido había que cambiar de nombre.
Yo
creo que mi última experiencia futbolística de la que nadie de mi familia se
enteró nunca fue el examen de grado, la reválida de 4º. Tenía su pompa y
circunstancia porque se hacía en el instituto oficial y consentía una
titulación que no recuerdo. Fue en el segundo examen, no puedo fijar en mi
memoria si eran dos o tres. Todos por escrito. Era un día de junio, de esos que
en lugares tan húmedos como Asturias sale un sol vivo, exultante, y yo estaba
allí en la gran aula con un papel que me habían entregado para responder y rellenar,
y de pronto, como los grandes ventanales estaban abiertos, entraba del patio el
ruido típico de un partido de fútbol, la pelota, los gritos, la alegría, ese
júbilo que te empapa. Debía tener trece años, porque iba un año adelantado; por
mes de nacimiento, que no por saberes. Fue más fuerte que yo. Entregué el papel
en blanco y me fui a jugar al fútbol. Suspendí, por supuesto, pero aquel
momento de sol y de gozo no lo podré olvidar nunca. Del examen ni me acuerdo,
tengo la vaga idea que era de latín.
El
fútbol para nosotros era la actividad lúdica por excelencia, sin comparación
con ningún otro deporte. Resultaba incómodo y agotador, por supuesto, ahora lo
entiendo, pero ¡era gratis y no había que pedirle permiso a nadie! Ni había que
federarte, ni hacer un seguro de riesgos, ni había ligas sino una especie de
liguilla para chavales que cada uno de nosotros controlaba. Luego el que quería
seguir podía pasar a profesional. Mi hermano mayor lo hizo pero desistió de sus
experiencias en Tercera División, porque si ganabas en campo contrario acababas
en el río o con la cabeza abierta. No es que se tratara de la
profesionalización, es que ahí entrábamos en la pasión futbolera, el fanatismo,
la barbarie. Jugaba de extremo derecha y estaba harto de oír la misma frase:
“Hijo puta, te vamos a romper las piernas”.
Entonces
el fútbol profesional se parecía a una industria modesta y autárquica, tanto
que la llegada de los jugadores extranjeros tenía una significación similar a
la incorporación de un nuevo espectáculo en el circo que se ofrecía a los
aficionados. El fútbol entonces lo gestionaban los ricos, pero aún no hacía
nuevos ricos. Cuando llegaron contratados al Real Oviedo dos jugadores
paraguayos, un pufo futbolístico para paletos en el que más de uno debió ganarse
un buen pellizco, Romero y Amarilla, malísimos por cierto, pero como nos
parecían indios por su aspecto, íbamos a verlos entrenar la inmensa mayoría de
niños de un Oviedo aburrido hasta el hartazgo.
Aquel
fútbol era sólo una estafa ideológica para provincianos y súbditos que nosotros
atribuíamos al franquismo. En los años de militancia antifranquista jamás supe
si alguien era del Real Madrid o del Bilbao. Sólo Manolo Vázquez Montalbán
escribía unas cosas en Triunfo que nosotros interpretábamos como la necesidad
de un maqueto para promocionarse en el mercado periodístico barcelonés. Aún no
había llegado la industria y los patriotas del balón estaban acojonados.
El proceso de conversión del fútbol en religión es una de las
aventuras más alucinantes de la decadencia de una sociedad, feliz de sentirse
engañada y consciente de ese juego de trileros que consiste en hacernos creer
que nos divertimos al tiempo que nos estafan. No es grano de anís que el
presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, no lea otro periódico en papel que el
Marca, todas las mañanas. ¿Le gusta el deporte? Difícil imaginar a un Rajoy
deportista. Lo que sí se adecua es distraerse ante veintidós pringaos de lujo
que se pasan un balón, o unos sudorosos ciclistas echando los bofes -el
ciclismo, aseguran, es su deporte favorito-. Eso le vincula a la inmensa
mayoría del pueblo que se manifiesta apasionado del deporte encapsulado, listo
para servir de coartada, no por nada Marca es el periódico más vendido de
España, como antaño lo fue El Caso, cuando la gente común encauzaba el miedo
atraída por el tremendismo.
Aquellos
años cincuenta que dieron paso a los sesenta del fútbol como tapadera -¿todas
esas plumas de pavipollo que se enseñorean en los diarios con sus agudas
reflexiones futboleras no saben nada del gol de Marcelino en 1964?-. Una
chapuza de jugada que dio al equipo español la victoria ¡sobre la URSS! y que
fue titulada en esa misma prensa o parecida a la que ellos escriben hoy
“¡Victoria! Franco aclamado”. Leer los titulares de la secciones futbolísticas
de los diarios me convence que el franquismo está vivo, su esencia; igual que
lo estaba cuando “el ejército desarmado de Cataluña”, que decía el amigo Manolo
Vázquez Montalbán, iba a pasar revista al Caudillo cada vez que ganaba un
trofeo, o ese Real Madrid de Santiago Bernabeu, cuya biografía escribí en un
número de la revista Triunfo y que significó mi despido como colaborador,
decidido por aquel radical de cartón piedra que fue Eduardo Haro Tecglen.
La
memoria es un pozo insondable donde cada quien saca el caldero con lo que
quiere recordar, a voluntad. En 1978 ningún ciudadano digno de tal nombre
olvidará el Mundial de fútbol de Argentina. ¿Le parecería mal a un arrogante
porteño decir que aquel campeonato mundial se ganó a punta de fusil? Dominaba
el país la dictadura de Videla y, en esa constante exhibición del fútbol como
ratificador del poder político, se preparó el Mundial con el rigor de una
dictadura militar. Sin piedad y al objetivo. Aún conservo los documentos de la
época y muy en concreto el trabajo que realizó para aquella panda de asesinos
uniformados una sociedad española de promoción y relaciones públicas que tenía
por nombre Ageurop, dirigida por una de las plumas más golfas del periodismo
español, Jaime Capmany, exdirector de Arriba, el diario del Movimiento
Nacional, y cuyo currículo ocuparía demasiadas líneas para este artículo,
porque también capitaneó el semanario Época, ya en la transición. Franco había
muerto pero el franquismo seguía vivo y marcando paquete.
Mi
conocimiento de Buenos Aires no alcanza a medir cuántos metros, ni siquiera un
kilómetro, había entre el campo de fútbol donde Argentina jugó la final frente
a Holanda y la Escuela Superior de Mecánica de la Armada donde se estaba
torturando hasta la muerte a una oposición política derrotada y abandonada,
mientras los cabecitas negras jaleaban a su selección, cuyas euforias me
constan que llegaban a los torturados. ¿Se imaginan que te pongan la picana en
los huevos mientras escuchas “Viva Argentina, somos los mejores”? Fue el primer
trofeo mundial de su historia y lo ganó Videla más que la selección argentina.
Algún
día algún historiador temerario reconstruirá lo que fue aquello en España,
donde desde el pringao hasta el que observa el partido como si se tratara de
una autopsia afirmaban que no cabe confundir el fútbol con la política. Se lo
hubiera podido explicar mucho mejor que yo el general Videla y los miembros de
la Junta Militar, o los masacrados. Volvemos a la historia de siempre, la gente
sólo ve lo que quiere ver. Reconstruir lo que ¡en 1978! escribieron los
periodistas comprados por Ageurop, la promotora española dedicada, a precio de
alto standing, al maquillado de los medios de comunicación. Ya se habían
celebrado las primeras elecciones democráticas, pero el fútbol se consagraba
como la mayor estafa.
Unas
décadas antes no había un intelectual en Europa que no considerara el fútbol, y
el deporte de competición en general, como una de las manifestaciones
totalitarias por excelencia. De eso escribió Walter Benjamin, Adorno, hasta mi
admirado Günter Anders, primer marido de Hannah Arendt, que por sus posiciones
radicales jamás fue considerado otra cosa que el aventado primer marido de una
leyenda intelectual con la que, por cierto, podría competir en todo, incluso en
dignidad intelectual. ¿Qué decir del magnífico artículo de Jankelevich sobre
nacionalismo y deporte? “El deporte ejerce una función de estabilización del
sistema dominante a través de la identificación con los campeones”. Eso está
escrito en uno de los dos libros sobre la relación entre política y deporte
publicados en España, ambos en editoriales marginales, Pepitas de Calabaza, de
Logroño (El libro negro del deporte), y el reciente de Virus, en Barcelona: La
barbarie deportiva.
Pero
es como la fe ciega: el lado inquietante de la bestia. El de la señora de
exquisita educación que grita: “Rómpele la pierna”, o el caballero impecable
que exclama: “Mátale, coño, mátale”. Como el partido dura 90 minutos es como
una visita al psiquiatra con la garantía de pagar poco y que nadie te llame la
atención por un momento de locura. Descarga la violencia, aseguran, del animal
agresivo que llevamos dentro. Pero es pura estafa para gente complaciente
consigo misma. El poder se divierte en los palcos de honor de los grandes
estadios; hace negocios, que de eso se trata.
Y
lo que realmente conmociona es que plumas y plumillas hagan exquisiteces de
gastrónomos de ocasión para puntualizar el partido y el rendimiento de tal o
cual acémila, a 50 o 70 millones el contrato, con los que suelen ser benévolos.
¿Quién no puede tener una mala tarde? Les pagan por engrasar el mecanismo, pero
están muy contentos porque, como decía un partidario de la lucha armada en
Argentina, “si allí está el pueblo, allí debemos estar nosotros”, teoría genial
para desarmar cualquier elemento de racionalidad y convertirnos a todos en
fascistas de ocasión.
El
fútbol, esa gran estafa organizada por unos tipos que causarían rubor a
cualquier periodista digno, el deporte que concentra desde hace ya muchos años
individuos como Gil y Gil, o el expresidente del Betis, por no hablar de los
británicos dirigidos por magnates rusos de la especie muerte súbita. El Barça
ha contratado a un individuo uruguayo que juega muy bien pero que tiene cierta
querencia a morder en el hombro al adversario. A este draculín de cómic, pero
de ganancias inconmensurables, se le disculpará la inclinación, más bien
delirante -carne de psiquiatra, nada de psicoanalista argentino- y los hinchas
incondicionales entenderán que estos supuestos genios de bajos instintos no
pueden ocultar su talento deportivo. ¿Deportivo?
No
nos engañemos. La religión deportiva es más deleznable socialmente que creer en
Lourdes o en Fátima, porque aquello oculta una presunta trascendencia que va más
allá de lo inmediato, pero esto es una estafa enmascarada en la estupidez
humana de una generación que ha perdido el sentido de la dignidad. Unos
chorizos que se forran gracias a que el negocio del fútbol otorga tales
beneficios a sus promotores que la gente común cree que es verdad, como cuando
antaño en los pueblos había combates de lucha libre que encandilaban a los
paletos. Creo que las escuelas de fútbol para niños, en Barcelona, están siendo
un auténtico éxito. Inquietante panorama. Deberían animarse algunos audaces a
llenar los campos de fútbol con el lema: “Poco pan y mucho circo”.
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