Publicaod en El País | 20 de julio de 2014
La noticia irrumpió en los titulares como la gran novedad. El presidente de EE UU, Barack Obama, informó a principios de junio que entre octubre de 2013 y mayo de 2014 habían sido detenidos en la frontera más de 42.000 niños solos cuando intentaban ingresar indocumentados al país. La mayoría de Guatemala, Honduras y El Salvador. El éxodo lo llamó “crisis humanitaria” y ordenó medidas especiales.
Todos alzan el dedo acusador. Los republicanos le echan la culpa a las políticas migratorias de Obama. El Gobierno federal dijo que el crimen organizado diseminó rumores de que los menores podrían entrar al país sin consecuencias. Los Gobiernos de Centroamérica culpan al consumo de drogas en EE UU de la violencia generada por el narcotráfico. Los activistas proinmigrantes aseguran que la crisis fue porque no hay una reforma migratoria.
Para entender la raíz del problema hay que ver los factores que llevan a tantos menores a realizar el tortuoso viaje hacia norte. En ocho días recorrí con mi equipo de producción más de 5.700 millas [9.173 kilómetros]. Viajamos a los países expulsores de migrantes y a ambos lados de la frontera entre McAllen (Texas) y Reynosa, en Tamaulipas (México).
En Guatemala dos tercios de la población rural viven con menos de un dólar al día. Sin embargo, en la misma ciudad capital hallamos rastros de miseria. Allí conocí a Esvin, un hombre que se dedica a reciclar basura. Un día de trabajo le puede surtir 100 quetzales, unos 12 dólares. Suficiente, dice, para dar de comer a su familia. Si supiera que sus dos hijas adolescentes podrían entrar a EE UU y quedarse, no dudaría en enviarlas.
En El Salvador una tregua en 2012 entre las principales pandillas redujo el número de homicidios considerablemente, pero poco queda de ese acuerdo y la cifra de muertos va en aumento. Un pandillero que pidió no ser identificado por razones de seguridad me dijo que los jóvenes se unen a las maras por la falta de oportunidades de empleo y estudio. Pero los defensores de derechos humanos pintan otra realidad. Dicen que las pandillas acosan a los jóvenes obligándolos a unirse a sus filas o pagar las consecuencias, a menudo con sus vidas. Muchos menores lo corroboran: no emigran, sino que huyen por temor.
En Honduras, considerado el país más peligroso del mundo, se conjugan la pobreza y el peligro latente en las calles causado por luchas entre pandillas y la creciente presencia de cárteles de la droga. Ser joven en Honduras es un factor de riesgo. Según el Observatorio Nacional de la Violencia, más de la mitad de las víctimas por homicidio en el país son menores de 30 años. Los jóvenes hondureños tienen dos opciones: o se van, o se quedan y enfrentan la muerte. Fue el peligro que corrían sus tres hijos lo que llevó a una madre hondureña a huir hacia el norte. La conocí en un refugio en Reynosa, Tamaulipas. “Querían a mi hijo como gatillero”, me dijo con lágrimas.
Ésta fue una crisis anunciada. EE UU sabía, desde hace varios años, que el éxodo de menores centroamericanos iba en aumento. Desde 2011 la cifra de menores solos que llegan a la frontera del suroeste procedentes de Guatemala, El Salvador y Honduras se ha multiplicado hasta llegar a niveles inusitados. Y si ha ocurrido no es necesariamente por declaraciones políticas o planes maquiavélicos de coyotes sin escrúpulos, es por la poca importancia que se le ha dado a la vida de un niño pobre, solo, amenazado y sin oportunidades.
Las cifras son alarmantes. Preocupa que los centros de detención de indocumentados en las ciudades fronterizas no sean aptos para menores. De hecho, no son aptos para nadie. Es inhumano tener detenido a un inocente que acaba de pasar por la traumática experiencia de cruzar la frontera que apenas un adulto puede soportar.
Crisis humanitaria, sí. Sorpresa, no. ¿Se sabía con anticipación? Sí. ¿Se tomaron medidas para prevenirla? No. ¿Fue un error haber esperado 42.000 menores para anunciar la crisis? Sí. ¿EE UU es el único responsable de la crisis? No. ¿Seguirá? Tal vez, si nada cambia.
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