Misa de
Navidad, con el 'Et Incarnatus est'
de Mozart
Un ángel del
Señor se les presentó (a los pastores):
la gloria del Señor los envolvió de claridad...“ Lc 2,9
La
noche del miércoles 24 de diciembre, Francisco presidió la misa de Navidad en
una Basílica de San Pedro llena de
gente, bien iluminada y sobretodo con muchas flores. El papa entró con el
cortejo que se dirigió hacia el altar para descubrir una imagen del Niño Dios,
detrás de la cual estaba el libro del Evangelio. Mientras, se escuchaba el canto
de la Kalenda, texto en latín que relata el momento
histórico del nacimiento de Jesús.
En
el cortejo participaron también diez niños con vestidos tradicionales, de
diversos países del mundo, entre ellos de Italia, Corea y Filipinas, quienes
pusieron ramos de flores a los pies de la hermosa imagen de madera policromada
del Niño Jesús.
La
cadena de televisión católica por cable EWTN transmitió en vivo la Misa de
Noche Buena.
Jorge
Mario Bergoglio presidió la celebración litúrgica vestido con ornamentos blancos,
con dorado, lo acompañaron en la concelebración 30 cardenales y varios
centenares entre obispos y sacerdotes.
Al
lado del altar estaba expuesta una imagen de la Virgen con el Niño misma que donada
por el presidente de Brasil, Joao
Goulart en 1963, decorada con gran cantidad de flores blancas y hojas
verdes, así como la base de las columnas del dosel del escultor Gian Lorenzo Bernini.
Después
de la entonación del Gloria, se oyeron las campanas que
repicaban y sonido del órgano profundo y alegre.
El
Evangelio cantado contenía el párrafo: "No teman, porque les traigo una
buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de
David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor”.
La presencia de
Mozar en el servicio religioso.
El
Credo
fue cantado por el coro de la Capilla Pontificia Sixtina y fue intercalado por
el 'Et
Incarnatus Est' de la misa en do menor de W. A. Mozart, interpretado
por la Orquesta sinfónica de Pittsburgh, dirigida por el austríaco Manfred Honeck y cantado por la solista
israelí, Chen Reiss.
Como
sabemos en Et Incarnatus Est se citan
las palabras del prólogo del Evangelio de Juan: Y el Verbo se hizo carne
(hombre) y habitó entre nosotros.
El
misterio es profundo que el fiel debe permanecer en profundo silencio, antes
debían ponerse de rodillas, hoy sólo se les pide que se inclinen durante estas
palabras...:
Y
por nosotros y por nuestra
salvación
bajó del cielo,
y,
por obra del Espíritu Santo,
se
encarnó en María Virgen,
!Y se hizo
hombre!
En
latín, la frase clave es: “Et incarnatus
est—y se encarnó…”
Francisco
pidió que el espíritu de Mozar estuviera e n las misa de Navidad.
Hace
meses habría dicho: “Amo a Mozart, por
supuesto. El ‘Et incarnatus est’ de su Misa en Do menor es incomparable" ¡Te
eleva a Dios!, afirmó en una entrevista
La
forma en que Mozart presenta esta parte del Credo es perfecta para Navidad,
cuando los pensamientos se vuelven hacia un Niño indefenso y su amante Madre.
(Obviamente esta no es la versión de Manfred Honeck y Chen Reiss, lo coloco
sólo para ilustrarlo).
El Et
Incarnatus est
Mozart
compuso en Viena esta Gran Misa en do menor, entre 1781 y 1782 como
agradecimiento por la curación de su futura esposa Constance Weber que se había
enfermado.
Empero,
la Gran Misa en Do menor está inacabada. Falta la instrumentación de algunos
pasajes, concretamente del Credo in unum
Deum y del Et incarnatus est. Por
otra parte, el Hossana que define al
Sanctus aparece en la partitura como fuga a cuatro voces y orquesta, pero la
escritura instrumental revela que falta un segundo coro a cuatro voces. Además,
el Credo está incompleto. Asimismo, falta por completo el Agnus Dei.
El
director del coro de la Capilla Sixtina, Mons. Massimo Palombella, en entrevista a la Radio Vaticano indicó que se
eligió esta música, en el espíritu del Vaticano II. Precisó que generalmente y
eclesialmente permanece una visión sobre la lógica de la reforma litúrgica del
Concilio en relación a la música, según la cual con la reforma litúrgica
terminó todo el patrimonio enorme de la Iglesia y que es necesario hacer todo
nuevo.
En cambio, indicó el director del coro
pontificio, “tenemos que comprender que cada reforma de la Iglesia siempre
incluye a las anteriores”. Por ello, añadió, la reforma litúrgica del Concilio
Vaticano II antes de otra cosa, “desde el punto de vista litúrgico musical es
un gran desafío cultural, porque nos obliga imprescindiblemente a dialogar con
la cultura contemporánea”. Y la reciente beatificación de Pablo VI, “sella este
gran deseo del Concilio: el diálogo con la cultura contemporánea".
Entretanto reconoció que "si puedo dialogar es porque tengo raíces, por lo
tanto el conocimiento de lo que nos ha precedido”.
Francisco
está cambiando muchas cosas, que hace muy atractiva el seguir los servicios
religiosos. Hace apenas unos días, el 12 de diciembre, oficio la Misa Criolla con la música de
Facundo Ramírez, la voz Patricia Sosa, la participación del charanguista
jujeño Jaime Torres y el coro romano “Musica Nuova”.
Llamó
por teléfono a cristianos iraquíes de Ankawa.
Después
de la carta enviada a los cristianos iraquíes del martes 23 de diciembre el
papa quiso expresar su cercanía a los cristianos del Medio Oriente, y en la
tarde de ayer miércoles por la tarde llamó por teléfono a un grupo de prófugos
que estaban reunidos en un edificio en la periferia de Erbil para la
celebración de la Misa de Navidad: “Les estoy cerca“, les dijo “rezo por
ustedes y los bendigo mucho“.
La
charla entró en vivo en TV2000, el canal de televisión de la Conferencia
Episcopal de Italia.
∞∞
«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras y una luz les brilló» (Is 9,1). «Un ángel del Señor se les presentó [a los pastores]: la gloria del Señor los envolvió de claridad» (Lc 2,9). De este modo, la liturgia de la santa noche de Navidad nos presenta el nacimiento del Salvador como luz que irrumpe y disipa la más densa oscuridad. La presencia del Señor en medio de su pueblo libera del peso de la derrota y de la tristeza de la esclavitud, e instaura el gozo y la alegría.
También nosotros, en esta noche bendita, hemos venido a la casa de Dios atravesando las tinieblas que envuelven la tierra, guiados por la llama de la fe que ilumina nuestros pasos y animados por la esperanza de encontrar la «luz grande». Abriendo nuestro corazón, tenemos también nosotros la posibilidad de contemplar el milagro de ese niño-sol que, viniendo de lo alto, ilumina el horizonte.
El origen de las tinieblas que envuelven al mundo se pierde en la noche de los tiempos. Pensemos en aquel oscuro momento en que fue cometido el primer crimen de la humanidad, cuando la mano de Caín, cegado por la envidia, hirió de muerte a su hermano Abel (cf. Gn 4,8). También el curso de los siglos ha estado marcado por la violencia, las guerras, el odio, la opresión. Pero Dios, que había puesto sus esperanzas en el hombre hecho a su imagen y semejanza, aguardaba pacientemente. Dios Esperaba. Esperó durante tanto tiempo, que quizás en un cierto momento hubiera tenido que renunciar. En cambio, no podía renunciar, no podía negarse a sí mismo (cf. 2 Tm 2,13). Por eso ha seguido esperando con paciencia ante la corrupción de los hombres y de los pueblos. La paciencia de Dios, como es difícil entender esto, la paciencia de Dios delante de nosotros.
A lo largo del camino de la historia, la luz que disipa la oscuridad nos revela que Dios es Padre y que su paciente fidelidad es más fuerte que las tinieblas y que la corrupción. En esto consiste el anuncio de la noche de Navidad. Dios no conoce los arrebatos de ira y la impaciencia; está siempre ahí, como el padre de la parábola del hijo pródigo, esperando de ver a lo lejos el retorno del hijo perdido.
Con paciencia, la paciencia de Dios.
La profecía de Isaías anuncia la aparición de una gran luz que disipa la oscuridad. Esa luz nació en Belén y fue recibida por las manos tiernas de María, por el cariño de José, por el asombro de los pastores. Cuando los ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento del Redentor, lo hicieron con estas palabras: «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». La «señal» es la humildad de Dios, la humildad de Dios llevada hasta el extremo. Es el amor con el que, aquella noche, asumió nuestra fragilidad, nuestros sufrimientos, nuestras angustias, nuestros anhelos y nuestras limitaciones. El mensaje que todos esperaban, que buscaban en lo más profundo de su alma, no era otro que la ternura de Dios: Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que acepta nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra pequeñez.
Esta noche santa, en la que contemplamos al Niño Jesús apenas nacido y acostado en un pesebre, nos invita a reflexionar. ¿Cómo acogemos la ternura de Dios? ¿Me dejo alcanzar por él, me dejo abrazar por él, o le impido que se acerque? «Pero si yo busco al Señor» –podríamos responder–. Sin embargo, lo más importante no es buscarlo, sino dejar que sea él quien me encuentre y me acaricie con cariño. Ésta es la pregunta que el Niño nos hace con su sola presencia: ¿permito a Dios que me quiera mucho?
Y más aún: ¿tenemos el coraje de acoger con ternura las situaciones difíciles y los problemas de quien está a nuestro lado, o bien preferimos soluciones impersonales, quizás eficaces pero sin el calor del Evangelio? ¡Cuánta necesidad de ternura tiene el mundo de hoy! La paciencia de Dios, la ternura de Dios.
La respuesta del cristiano no puede ser más que aquella que Dios da a nuestra pequeñez. La vida tiene que ser vivida con bondad, con mansedumbre. Cuando nos damos cuenta de que Dios está enamorado de nuestra pequeñez, que él mismo se hace pequeño para propiciar el encuentro con nosotros, no podemos no abrirle nuestro corazón y suplicarle: «Señor, ayúdame a ser como tú, dame la gracia de la ternura en las circunstancias más duras de la vida, concédeme la gracia de la cercanía en las necesidades de los demás, de la mansedumbre en cualquier conflicto».
Queridos hermanos y hermanas, en esta noche santa contemplemos el pesebre: allí «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande». La vio la gente sencilla, dispuesta a acoger el don de Dios. En cambio, no la vieron los arrogantes, los soberbios, los que establecen las leyes según sus propios criterios personales, los que adoptan actitudes de cerrazón. Miremos al misterio y recemos, pidiendo a la Virgen Madre: «María, muéstranos a Jesús».
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