Popper en Moyo Island/Mario Vargas LLosa
El País, 4 de septiembre de 2016..
En la isla de Moyo las bandadas de monos, sin la menor incomodidad, suben
y bajan de los árboles, juegan, se pelean, bombardean las tiendas con
tamarindos, hacen el amor o se masturban. Hay también discretos jabalíes que
pasan en manada por la orilla del bosque, silentes murciélagos y un mar de
estrellas cada noche entre las que navega, soberbia, la Vía Láctea.
Probablemente no haya mejor lugar en el mundo que esta isla remota, sin
televisión y sin periódicos, para releer La sociedad abierta y sus enemigos de
principio a fin, con sus casi doscientas páginas de notas microscópicas. La isla
neozelandesa donde K.R. Popper la escribió durante la II Guerra Mundial no está
muy lejos de aquí y, acaso, en aquel entonces, por los arrabales de
Christchurch se paseaban también los impúdicos macacos.
Popper dijo que escribir este libro fue su
contribución personal a la lucha contra el nazismo que lo había descuajado de
su Viena natal y que mandaría a 16 parientes suyos a los campos de exterminio
por ser judíos. Había que creer muy firmemente en la fuerza de las ideas para
decir una cosa semejante, pero no se equivocó, pues Hitler y los otros enemigos
presentes y futuros a los que ataca en su libro sin necesidad de nombrarlos
—Stalin, Mao y buen número de tiranuelos de todo el espectro ideológico— están
muertos y su ensayo está ahora más vivo que cuando apareció, en 1945.
Es un libro conmovedor y deslumbrante, el más importante que apareció en
el siglo XX en defensa de la cultura de la libertad y la recusación más
persuasiva de su enemigo principal: la tradición totalitaria. Le tomó cinco
años escribirlo y nunca lo hubiera terminado sin la ayuda de Hennie, su mujer,
que lo ayudaba en la investigación, dactilografiaba el manuscrito y lo sometía
a críticas incisivas. Popper tenía que robarle tiempo al tiempo. El modesto
puesto de lector en la universidad local que le habían conseguido Gombrich y
Hayek, apenas les daba para comer, y su jefe de departamento, que le tenía
inquina, lo agobiaba con las clases y quehaceres administrativos. Pese a ello,
se las arreglaría para aprender el griego clásico y mantener una copiosa
correspondencia bibliográfica con Europa, pues la biblioteca de Christchurch
era muy exigua y apenas le servía.
La gran novedad del libro fue que Popper hiciera arrancar la tradición
totalitaria de Platón, secundado por Aristóteles, los intelectuales más
brillantes de una cultura que, gracias a Pericles, Sócrates y tantos otros,
había echado las bases de una sociedad abierta, es decir, libre y democrática.
Yo había olvidado —leí por primera vez este libro hace más de veinte años— la
ferocidad con que Popper combate el colectivismo, el racismo, el autoritarismo
y el irracionalismo de Platón y el desprecio con que trata a Hegel, a quien
llama “verboso”, “oscurantista”, “oportunista” y “farsante” (como había hecho,
antes que él, Schopenhauer); y el respeto, lindante con la admiración, que le
merece su adversario Carlos Marx. Pese a que desmenuza con tanta eficacia sus
teorías de una historia fatídica en la que la lucha de clases y las relaciones
de producción determinan la evolución de las sociedades, le reconoce integridad
intelectual y decencia moral por su rechazo de la explotación y la injusticia y
llega a decir de él que tal vez fuera, sin saberlo, un genuino partidario de la
sociedad abierta.
No menos duro se muestra con su compatriota Ludwig Wittgenstein y el
historiador A. J. Toynbee, cuyo voluminoso A Study of History le parece también
un modelo de “historicismo”, una construcción artificiosa y determinista de una
historia programada en la que los seres humanos no serían protagonistas sino
títeres.
Junto a una defensa apasionada de la libertad en cada una de sus páginas,
hay en La sociedad abierta y sus enemigos una protesta constante contra el
sufrimiento humano que resulta de la injusticia económica y social, que alcanza
tonos desgarradores cuando recuerda los horrores de la explotación obrera y del
trabajo infantil en el siglo XIX —niños de ocho o diez años que trabajaban
quince horas diarias en las fábricas de la revolución industrial—, es decir,
durante aquel “capitalismo sin frenos” en que se basó Marx para escribir El
capital.
Popper reconoce que el capitalismo se humanizó en Occidente en buena
medida por la constitución de sindicatos y acciones obreras directa o
indirectamente inspiradas en las ideas socialistas. Y, al mismo tiempo, muestra
con argumentos irrefutables que la desaparición de la propiedad privada y del
mercado libre conducen inevitablemente a un crecimiento monstruoso del Estado y
a una proliferación burocrática que arrasan con las libertades públicas,
instalan un control inquisitorial de la información y dan al caudillo o líder
esos poderes supremos —entre ellos el de mentir y manipular fraudulentamente a
las masas— que Platón reclamaba para los “guardianes” de su República perfecta.
El liberalismo de Popper está impregnado de humanidad y de espíritu
justiciero, muy lejos de aquellos logaritmos vivientes que ven en el mercado la
panacea para todos los males de la sociedad. El crecimiento económico está
lejos de ser un fin, sólo aparece como un medio para acabar con la pobreza y
garantizar unos niveles de vida decente a todos los ciudadanos. Muy
explícitamente defiende aquella igualdad de oportunidades (equality of
opportunity) que espanta a ciertos cavernarios de la derecha liberal. Y por eso
cree que, junto a una enseñanza privada, debe haber una enseñanza pública y
gratuita de alto nivel que compita con aquella, y un Estado que atenúe y
corrija las desigualdades de patrimonio mediante seguros de desempleo, de
accidentes de trabajo, asegure la jubilación y estimule la difusión de la
propiedad. “La igualdad frente a la ley”, afirma, “no es un hecho sino una
exigencia política basada en una decisión moral, y es independiente de la
teoría, probablemente falsa, de que todos los hombres nacen iguales”.
La abundancia de notas, que por momentos llega a ser vertiginosa, es
también fascinante: Popper responde a sus adversarios, polemiza con ellos y a
veces consigo mismo, corrigiéndose a menudo, es decir, sometiendo sin tregua
los capítulos y acápites de su libro a la famosa prueba “del ensayo y del
error” que, desde su primer libro, La lógica de la investigación científica
(1934) estableció era la condición indispensable a que debía ser sometida toda
teoría o hipótesis que pretendiera enriquecer el conocimiento de la naturaleza
o de la sociedad.
No hay la menor duda que las suyas han prestado una enorme ayuda a la
cultura democrática y contribuido a que, gracias a él, fuese verdad aquello que
sostenía con tanta convicción, sobre todo en sus últimos años, enfrentándose a
los intelectuales apocalípticos felices de predecir catástrofes: que, con todo
lo que anda mal en ella (y que es mucho) nunca la vida, en la larga historia de
la humanidad, ha sido mejor ni hemos tenido tantas oportunidades para combatir
a los viejos demonios del hambre, la injusticia y la enfermedad, como en el
presente.
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