La Madre Teresa de Calcuta, la monja de los pobres, ya es santa. El Papa
pronunció la formula de canonización e inscribió en el «registro» de los santos
a la religiosa albanesa Gonxha Agnes Bojaxhiu (1910-1997). El papa Bergoglio
pronunció la fórmula en latín e inmediatamente después se escuchó un enorme
aplauso de los fieles. Sus reliquias fueron colocadas al lado del altar
Ante cientos de miles de fieles presentes llegados de todas partes del mundo y que abarrotaron la Plaza de San Pedro en el Vaticano, el papa Francisco presidió la Misa de canonización de Santa Teresa de Calcuta.
Concelebraron con Bergoglio este domingo 4 de septiembre en la Plaza San Pedro 70 cardenales, 400
obispos y más de 1700 sacerdotes. En la homilía dedicada a la fundadora de la
Congregación de las Misioneras de la Caridad y de los Misioneros de la Caridad,
Francisco subrayó qué es la caridad en concreto: «quienes se ponen al servicio
de los hermanos, aunque no lo sepan, son quienes aman a Dios.
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A continuación el texto completo de su homilía:
A Dios le agrada toda obra de misericordia, porque en el hermano que
ayudamos reconocemos el rostro de Dios que nadie puede ver (cf. Jn 1,18). Cada
vez que nos hemos inclinado ante las necesidades de los hermanos, hemos dado de
comer y de beber a Jesús; hemos vestido, ayudado y visitado al Hijo de Dios
(cf. Mt 25,40).
Estamos llamados a concretar en la realidad lo que invocamos en la
oración y profesamos en la fe. No hay alternativa a la caridad: quienes se
ponen al servicio de los hermanos, aunque no lo sepan, son quienes aman a Dios
(cf. 1 Jn 3,16-18; St 2,14-18). Sin embargo, la vida cristiana no es una simple
ayuda que se presta en un momento de necesidad.
Si fuera así, sería sin duda un hermoso sentimiento de humana solidaridad
que produce un beneficio inmediato, pero sería estéril porque no tiene raíz.
Por el contrario, el compromiso que el Señor pide es el de una vocación a la
caridad con la que cada discípulo de Cristo lo sirve con su propia vida, para
crecer cada día en el amor.
Hemos escuchado en el Evangelio que «mucha gente acompañaba a Jesús» (Lc
14,25). Hoy aquella «gente» está representada por el amplio mundo del
voluntariado, presente aquí con ocasión del Jubileo de la Misericordia. Ustedes
son esa gente que sigue al Maestro y que hace visible su amor concreto hacia
cada persona. Les repito las palabras del apóstol Pablo: «He experimentado gran
gozo y consuelo por tu amor, ya que, gracias a ti, los corazones de los
creyentes han encontrado alivio» (Flm 1,7).
Cuántos corazones confortan los voluntarios. Cuántas manos sostienen;
cuántas lágrimas secan; cuánto amor derramo en el servicio escondido, humilde y
desinteresado. Este loable servicio da voz a la fe y expresa la misericordia
del Padre que está cerca de quien pasa necesidad.
El seguimiento de Jesús es un compromiso serio y al mismo tiempo gozoso;
requiere radicalidad y esfuerzo para reconocer al divino Maestro en los más
pobres y descartados de la vida, y ponerse a su servicio. Por esto, los
voluntarios que sirven a los últimos y a los necesitados por amor a Jesús no
esperan ningún agradecimiento ni gratificación, sino que renuncian a todo esto
porque han descubierto el verdadero amor.
Igual que el Señor ha venido a mi encuentro y se ha inclinado sobre mí en
el momento de necesidad, así también yo salgo al encuentro de él y me inclino
sobre quienes han perdido la fe o viven como si Dios no existiera, sobre los
jóvenes sin valores e ideales, sobre las familias en crisis, sobre los enfermos
y los encarcelados, sobre los refugiados e inmigrantes, sobre los débiles e
indefensos en el cuerpo y en el espíritu, sobre los menores abandonados a sí
mismos, así como también sobre los ancianos dejados solos. Dondequiera que haya
una mano extendida que pide ayuda para ponerse en pie, allí debe estar nuestra
presencia y la presencia de la Iglesia que sostiene y da esperanza. Hacer esto
con la viva memoria de cuando yo estaba tendido ahí y el Señor se inclinó sobre
mí.
Madre Teresa, a lo largo de toda su existencia, ha sido una generosa
dispensadora de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos por
medio de la acogida y la defensa de la vida humana, tanto la no nacida como la
abandonada y descartada. Se ha comprometido en la defensa de la vida
proclamando incesantemente que «el no nacido es el más débil, el más pequeño,
el más pobre».
Se ha inclinado sobre las personas desfallecidas, que mueren abandonadas
al borde de las calles, reconociendo la dignidad que Dios les había dado; ha
hecho sentir su voz a los poderosos de la tierra, para que reconocieran sus
culpas ante los crímenes de la pobreza creada por ellos mismos. La misericordia
ha sido para ella la «sal» que daba sabor a cada obra suya, y la «luz» que
iluminaba las tinieblas de los que no tenían ni siquiera lágrimas para llorar
su pobreza y sufrimiento.
Su misión en las periferias de las ciudades y en las periferias
existenciales permanece en nuestros días como testimonio elocuente de la
cercanía de Dios hacia los más pobres entre los pobres. Hoy entrego esta
emblemática figura de mujer y de consagrada a todo el mundo del voluntariado:
que ella sea vuestro modelo de santidad.
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