Trump
profana el templo/Javier Redondo es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Presidentes de Estados Unidos (La Esfera de los Libros).
Publicado en El
Mundo, 27 de octubre de 2016.
A
las seis de la mañana, un 11 de julio ya ha amanecido en Nueva York. Hamilton y
su padrino llegaron un poco más tarde que Aaron Burr, que preparaba
meticulosamente desde un rato antes el terreno al otro lado del río Hudson, en
una empalizada junto a una arboleda. Los padrinos resolvieron los últimos
detalles. Hamilton y Burr pegaron sus espaldas, caminaron diez pasos en sentido
opuesto, se dieron la vuelta a la vez y levantaron las armas. Hamilton había
confesado a algunos de sus íntimos que no apuntaría a su contendiente. Aceptó
el reto por orgullo. Sin embargo, Burr, uno de los personajes más siniestros
que han transitado por la política estadounidense, tenía claro que trataría de
liquidar a Hamilton. Había preparado el duelo a conciencia. Por su parte,
Hamilton, según reconoció un amigo, no había empuñado un arma desde la Guerra
de la Independencia, de eso hacía más de 20 años.
Aquella
luminosa mañana de 1804, Aaron Burr, vicepresidente del Gobierno con Jefferson,
reconocido estafador, vendedor de propiedades con truco en el Oeste, candidato
a la gobernación de Nueva York, rebelde, sedicioso, huido de la Justicia y
traidor a la nación segaba la vida de Alexander Hamilton, secretario del Tesoro
con Washington, coautor de El Federalista, padre fundador de EEUU e impulsor
del Banco Nacional. Hamilton y Burr se conocieron en el colegio de abogados en
1782, si bien su primer contacto data de 10 años antes. Burr nunca tragó a
Hamilton. Y viceversa. A pesar de su prestigio, Hamilton tampoco era trigo
limpio. Estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de sacar adelante la idea que
le obsesionaba: crear un Banco Nacional para fortalecer la nación y mantener a
las grandes fortunas ligadas a ella. No sin enjuagues y enredos, finalmente
saneó las cuentas del país.
Burr
pertenecía a la aristocracia de New Jersey. Hamilton era antillano, lo que le
cerraba las puertas de la Presidencia y generaba algún complejo, a pesar de su
brillantez. Gracias a unos amigos se educó en el prestigioso King’s College.
Los dos crecieron sin sus padres. Hamilton era mejor orador. Despreciaba
intelectualmente a Burr, aunque admiraba su distinguido porte. Consideraba que
sus argumentos eran endebles, si acaso sobresalía por su aparente ingenuidad y
destreza. Rivalizaron siempre. La Historia no absolverá nunca a Burr. Hoy es
más benévola con Hamilton, gracias a la biografía del profesor Chernow, base
del guion de un exitoso musical en Broadway.
Junto
con la posterior Guerra Civil (1861-1864), este periodo fue uno de los más
complicados y tenebrosos para el país. Asfixiado por las deudas contraídas
durante la Independencia, la recién nacida Federación estuvo a punto de
desmembrarse. Acababan de nacer los partidos, que se enconaron en seguida a
propósito de varios asuntos: la Revolución Francesa, el modelo productivo, el
proteccionismo y los aranceles, las competencias de los estados, la devolución
de la deuda, el nuevo conflicto con Gran Bretaña y la necesidad o no de fundar
el dichoso Banco Nacional.
Estados
Unidos sobrevivió a Burr y sobrevivirá a Trump. Burr, con muchas influencias en
Nueva York, le vino de perlas a los antifederalistas (entonces llamados
republicanos) para arrebatar un Estado clave a los federalistas en la elección
de 1800. Por eso sus candidatos a la Presidencia fueron Jefferson y Burr. El
plan consistía en que Jefferson ganara la elección y después quitarse a Burr de
encima. Hamilton maniobró contra Adams, de su mismo partido, y se encontró con
que Jefferson y Burr empataron a votos, en primera posición, en el Colegio
Electoral. La Cámara de Representantes resolvió a favor de Jefferson. Estados
Unidos se situó al borde del abismo, pues algunos federalistas amagaron con
votar a Burr con la nariz tapada con tal de no ver en la Casa Blanca al
remilgado e irritante Jefferson. Tras 36 votaciones y con el apoyo de Hamilton,
uno de sus más acérrimos enemigos, Jefferson fue designado presidente. Para
Hamilton, Burr era un auténtico indeseable, un oportunista sin escrúpulos.
Lo
demostró más tarde, cuando cambió de filas en la elección a gobernador de Nueva
York. Creyó que sería más fácil ganar como federalista. Se topó de nuevo con
Hamilton, que conocía y desmanteló sus pérfidos planes: pretendía declarar la
sedición de Nueva York y presidir una confederación de estados del Norte. Burr,
herido en su orgullo, pidió a Hamilton que se retractara y presentara sus excusas
por la agresiva campaña que desató contra él en la prensa. “Espero que con más
reflexión usted coincidirá con mi criterio. Si no es así, me resta sólo
lamentar las circunstancias, y atenerme a las consecuencias”, se mofó Hamilton
en su respuesta. Los padres fundadores desconfiaban de la formación de
facciones y pronto se cargaron de razones. La política americana era un infecto
lodazal donde menudeaban insultos, injurias, acusaciones, ambiciones
inconfesables y arribistas.
Tras
matar a Hamilton, Burr se refugió en Virginia. Luego marchó al Oeste. Allí
reunió una cuadrilla de pistoleros y conspiró contra la nación. Jefferson
ordenó su procesamiento. El Tribunal Supremo llamó a declarar al presidente.
Jefferson prefirió no acudir para no tener que desvelar secretos de Estado.
Burr fue absuelto. En 1807, La Constitución americana cumplía 20 años y los
ideales sobre los que se aprobó se tambaleaban. La nación sobrevivió porque las
instituciones resistieron incólumes a las acometidas zafias, a las fobias personales,
a quincalleros y aprovechados. No fue la única vez que ocurrió.
Los
estadounidenses conviven natural y cotidianamente con el populismo. Es un rasgo
del credo y excepcionalismo americano, que resume Lipset en cinco términos:
libertad, igualitarismo, individualismo, laissez-faire (libre comercio) y
populismo. El presidente encarna las esencias del pueblo y construye su relato
personal en torno a los valores fundacionales.
Las
elecciones del 8 de noviembre son anómalas en cuanto que no se enfrentan dos
líderes con sendos programas sino dos modelos arquetípicos y simétricamente
opuestos. Ambos candidatos se retroalimentan: la más genuina representante del
establishment contra el outsider; la élite y aparato del partido demócrata
frente a la base indignada y los damnificados de la crisis que se aglutinan en
torno al magnate, configurando un proyecto independiente -que arrastra consigo
a las siglas del partido republicano- amorfo, paternalista, proteccionista y
provocador.
En
las últimas semanas la dicotomía alcanzó su clímax: la primera mujer con
posibilidades reales de ganar la Presidencia frente al machista bravucón y sin
escrúpulos. Trump no tiene pelos en la lengua. Es el candidato perfecto para
elevar las audiencias. Los republicanos abrieron las primarias a los votantes
independientes en algunos estados y comenzaron a fraguarse su propia tragedia.
Pese
a todo, la filosofía de los controles y equilibrio de poderes minimizan los
daños de la mala Administración. El diseño institucional lo aguanta casi todo,
incluidos los dos candidatos más impopulares que han presentado sus respectivos
partidos en décadas. La elección de 2000 se resolvió a favor de Bush por un
puñado de votos en Florida, alrededor de 500 papeletas, tras diversos recuentos
y varias denuncias cruzadas. El escándalo fue mayúsculo: todos los órganos del
Estado y actores políticos contribuyeron a la confusión. La Justicia hizo su
trabajo, la Presidencia de Bush echó a rodar y Al Gore aceptó su derrota. El
sistema no es perfecto. Sin embargo, a pesar de los síntomas de agotamiento e
insatisfacción que muestra el americano medio respecto del funcionamiento de la
democracia, tiene interiorizado el respeto a las reglas del juego.
Trump
ha profanado el templo de la democracia. Hace tiempo que no ejerce ni se
comporta como aspirante republicano, que ha construido un personaje propio de
su permanente reality y ha desbordado el berlusconismo, referente más parecido
en Europa. Cuando admite con sorna que aceptará el resultado de las urnas… si
gana, denuncia una conspiración contra su candidatura o un posible fraude
electoral, autocumple su profecía: anticipa su derrota. Justin Levitt, profesor
de Leyes en Loyola, ha computado las denuncias por fraude electoral entre 2000
y 2014 en los distintos tipos de comicios. De los 800 millones de votos
emitidos, sólo 35 reclamaciones tienen fundamento jurídico. Mientras las
instituciones funcionen y la cultura cívica no se debilite, la democracia no
corre peligro, aunque la merodeen intrusos o mercaderes que la sometan a
severos test de estrés.
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