Michael Eric Dyson es autor de Tears We Cannot Stop: A Sermon to White America.
The New York Times, Martes, 15/Ago/2017
El sábado, nacionalistas blancos y neonazis se manifestaron en Charlottesville, Virginia. Credit Edu Bayer para The New York Times
Gore Vidal, el genial escritor difunto, alguna vez dijo que vivimos en “Estados Unidos de Amnesia”. Nuestra capacidad para olvidar destella cuando los fanáticos blancos salen del clóset, envalentonados por la protección tácita que les brinda nuestro presidente. No podemos fingir que el fanatismo espantoso que se desató este fin de semana en las calles de Charlottesville, Virginia, no tiene nada que ver con la elección de Donald Trump.
Entre los asistentes a la manifestación estaba el separatista blanco David Duke, quien declaró que el fiasco que fue aquella marcha por la unidad de la derecha radical “cumple con las promesas de Donald Trump”. Mientras tanto, el presidente respondió equiparando falsamente a los fanáticos blancos y a las personas que protestaban en contra de esta manifestación. Sus denuncias ante el odio fueron ligeras y suenan fingidas, porque le susurran al oído asesores nacionalistas blancos como Steve Bannon y Stephen Miller.
Una reunión tan desgarbada de supremacistas blancos motiva una revisión de la memoria política. Y es que el resentimiento que provocó la remoción de símbolos públicos del pasado confederado, el origen de la protesta de este fin de semana, es justamente alimentado por un revisionismo histórico. Estas personas creen que son las víctimas de un presunto ataque políticamente correcto en contra de la democracia estadounidense, un discurso falso que ayudó a impulsar la victoria de Trump. Cada una de ellas se alimenta de las mismas mentiras dementes sobre raza y justicia, las cuales corrompen la democracia auténtica y deterioran la libertad verdadera. En conjunto, estos fanáticos constituyen el resurgimiento repulsivo de una racistocracia virulenta.
Esta racistocracia pasa por alto información fundamental sobre la esclavitud en Estados Unidos: que las personas negras fueron secuestradas de sus países africanos para trabajar arduamente y sin pago en tierras estadounidenses. Cuando la comunidad negra y otras personas lo mencionan, los fanáticos blancos se sienten agraviados. Se sienten especialmente ofendidos cuando se argumenta que la esclavitud cambió de vestimenta durante la Reconstrucción de la posguerra civil: que se disfrazó de libertad pero siguió siendo una amenaza para la comunidad negra, como lo demuestra el periodo en que estuvieron vigentes las leyes Jim Crow. La racistocracia es la molestia de que la esclavitud se perciba como el pecado original de esta nación.
Sin embargo, estos fanáticos siguen ignorando de manera deprimente y deliberada qué fue la esclavitud, cómo se dio, qué dejó en nosotros, cómo dio forma a la raza, al aire y al espacio entre los blancos y los negros, así como a la vida y la trayectoria de las culturas blanca y negra.
Se aferran a una desaparecida aristocracia sureña cuyos privilegios —una presunta superioridad blanca y una supremacía moral e intelectual— se filtraron a los blancos comunes y corrientes. Si no pueden beber de la copa del beneficio económico que sí prueban las élites blancas, por lo menos pueden sorber lo que resta de una ideología del odio: al menos no son negros. El reconocido académico W. E. B. Du Bois llamó a este supuesto sentido de superioridad el “salario mental de los blancos”. Y es que en alguna ocasión, el presidente Lyndon B. Johnson dijo lo siguiente: “Si puedes convencer al hombre blanco del nivel más bajo de que es superior al mejor hombre de color, no se dará cuenta de que le estás saqueando el bolsillo. Es más, dale algo que pueda menospreciar y vaciará él mismo sus bolsillos por ti”.
Tenemos a un presidente multimillonario intolerante que ha hecho lo mínimo por la clase trabajadora blanca, cuyo resentimiento lo llevó al poder. Han vaciado sus bolsillos éticos y económicos para apoyarlo, a pesar de que les dio la espalda en el momento en que entró al Despacho Oval. Los únicos remanentes de su liderazgo a los que se pueden seguir aferrando son el folclor del sentimiento nacionalista de los blancos y la pasión xenofóbica, creencias que les ofrecen tranquilidad mental, aunque poca estabilidad financiera.
Para la comunidad negra, es descorazonador ver cómo se repite la historia de manera tan vil y despreciable. Enfrentar este odio descarado vuelve a abrir las heridas que provocaron las atrocidades que hemos confrontado a lo largo de nuestra historia. Es deprimente explicarle a nuestros hijos que lo que afrontamos de niños podría ser el legado que también dejarán a sus hijos.
Es todavía más desalentador percatarse de que el gobierno de nuestra nación, al menos la actual administración, haya mostrado tan poca empatía hacia las víctimas del fanatismo blanco y que de hecho haya ayudado a difundir el virus paralizador del odio, pasando por alto lo que se hace en su nombre.
Es el momento de que cada descendiente de estadounidenses blancos demuestre su amor por este país manifestándose de manera enérgica en contra del flagelo que representa esta racistocracia. Si un comportamiento tan inhumano se topa con el silencio de los blancos, solo consolidará la percepción de que, mientras la mayoría de los blancos esté libre de riesgos inmediatos, entonces todo está relativamente bien. Sin embargo, nada puede estar más lejos de la realidad y nada puede declarar de forma más evidente la bancarrota moral de nuestro país.
El sábado, nacionalistas blancos y neonazis se manifestaron en Charlottesville, Virginia. Credit Edu Bayer para The New York Times
Gore Vidal, el genial escritor difunto, alguna vez dijo que vivimos en “Estados Unidos de Amnesia”. Nuestra capacidad para olvidar destella cuando los fanáticos blancos salen del clóset, envalentonados por la protección tácita que les brinda nuestro presidente. No podemos fingir que el fanatismo espantoso que se desató este fin de semana en las calles de Charlottesville, Virginia, no tiene nada que ver con la elección de Donald Trump.
Entre los asistentes a la manifestación estaba el separatista blanco David Duke, quien declaró que el fiasco que fue aquella marcha por la unidad de la derecha radical “cumple con las promesas de Donald Trump”. Mientras tanto, el presidente respondió equiparando falsamente a los fanáticos blancos y a las personas que protestaban en contra de esta manifestación. Sus denuncias ante el odio fueron ligeras y suenan fingidas, porque le susurran al oído asesores nacionalistas blancos como Steve Bannon y Stephen Miller.
Una reunión tan desgarbada de supremacistas blancos motiva una revisión de la memoria política. Y es que el resentimiento que provocó la remoción de símbolos públicos del pasado confederado, el origen de la protesta de este fin de semana, es justamente alimentado por un revisionismo histórico. Estas personas creen que son las víctimas de un presunto ataque políticamente correcto en contra de la democracia estadounidense, un discurso falso que ayudó a impulsar la victoria de Trump. Cada una de ellas se alimenta de las mismas mentiras dementes sobre raza y justicia, las cuales corrompen la democracia auténtica y deterioran la libertad verdadera. En conjunto, estos fanáticos constituyen el resurgimiento repulsivo de una racistocracia virulenta.
Esta racistocracia pasa por alto información fundamental sobre la esclavitud en Estados Unidos: que las personas negras fueron secuestradas de sus países africanos para trabajar arduamente y sin pago en tierras estadounidenses. Cuando la comunidad negra y otras personas lo mencionan, los fanáticos blancos se sienten agraviados. Se sienten especialmente ofendidos cuando se argumenta que la esclavitud cambió de vestimenta durante la Reconstrucción de la posguerra civil: que se disfrazó de libertad pero siguió siendo una amenaza para la comunidad negra, como lo demuestra el periodo en que estuvieron vigentes las leyes Jim Crow. La racistocracia es la molestia de que la esclavitud se perciba como el pecado original de esta nación.
Sin embargo, estos fanáticos siguen ignorando de manera deprimente y deliberada qué fue la esclavitud, cómo se dio, qué dejó en nosotros, cómo dio forma a la raza, al aire y al espacio entre los blancos y los negros, así como a la vida y la trayectoria de las culturas blanca y negra.
Se aferran a una desaparecida aristocracia sureña cuyos privilegios —una presunta superioridad blanca y una supremacía moral e intelectual— se filtraron a los blancos comunes y corrientes. Si no pueden beber de la copa del beneficio económico que sí prueban las élites blancas, por lo menos pueden sorber lo que resta de una ideología del odio: al menos no son negros. El reconocido académico W. E. B. Du Bois llamó a este supuesto sentido de superioridad el “salario mental de los blancos”. Y es que en alguna ocasión, el presidente Lyndon B. Johnson dijo lo siguiente: “Si puedes convencer al hombre blanco del nivel más bajo de que es superior al mejor hombre de color, no se dará cuenta de que le estás saqueando el bolsillo. Es más, dale algo que pueda menospreciar y vaciará él mismo sus bolsillos por ti”.
Tenemos a un presidente multimillonario intolerante que ha hecho lo mínimo por la clase trabajadora blanca, cuyo resentimiento lo llevó al poder. Han vaciado sus bolsillos éticos y económicos para apoyarlo, a pesar de que les dio la espalda en el momento en que entró al Despacho Oval. Los únicos remanentes de su liderazgo a los que se pueden seguir aferrando son el folclor del sentimiento nacionalista de los blancos y la pasión xenofóbica, creencias que les ofrecen tranquilidad mental, aunque poca estabilidad financiera.
Para la comunidad negra, es descorazonador ver cómo se repite la historia de manera tan vil y despreciable. Enfrentar este odio descarado vuelve a abrir las heridas que provocaron las atrocidades que hemos confrontado a lo largo de nuestra historia. Es deprimente explicarle a nuestros hijos que lo que afrontamos de niños podría ser el legado que también dejarán a sus hijos.
Es todavía más desalentador percatarse de que el gobierno de nuestra nación, al menos la actual administración, haya mostrado tan poca empatía hacia las víctimas del fanatismo blanco y que de hecho haya ayudado a difundir el virus paralizador del odio, pasando por alto lo que se hace en su nombre.
Es el momento de que cada descendiente de estadounidenses blancos demuestre su amor por este país manifestándose de manera enérgica en contra del flagelo que representa esta racistocracia. Si un comportamiento tan inhumano se topa con el silencio de los blancos, solo consolidará la percepción de que, mientras la mayoría de los blancos esté libre de riesgos inmediatos, entonces todo está relativamente bien. Sin embargo, nada puede estar más lejos de la realidad y nada puede declarar de forma más evidente la bancarrota moral de nuestro país.
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