Reforma, 5 de abril de 2019
Jorge Ibargüengoitia demostró que nada es tan extraño como lo cotidiano. Vistos de cerca todos somos raros. Desde que comenzó a escribir en Excélsior en los años setenta, confirmó que ciertas noticias no dependen de la actualidad, sino de la forma en que están escritas. El rumor de fondo de la vida -lo que se convierte en la costumbre- define una época tanto como los grandes acontecimientos.
Según cuenta en Traiciones de la memoria, Héctor Abad Faciolince conoció en Mendoza, Argentina, a un verdulero de temple filosófico. Ese hombre elocuente vendía con éxito tomates y lechugas, pero a diferencia de otros negocios se negaba a tener servicio a domicilio y explicaba su decisión de esta manera: "Yo no vivo de sus necesidades sino de sus tentaciones". Como todo aforismo, éste admite un comentario. Si los productos fueran enviados a la casa, los clientes sólo comprarían lo básico; en cambio, al asomarse a la verdulería, se dejaban seducir por algo más. Iban por un tomate y salían con seis zanahorias.
Lo mismo sucede con el periodismo, que ofrece noticias necesarias (el humo blanco del Vaticano, el resultado de las elecciones, los marcadores del domingo) y textos de tentación, donde las exclusivas no dependen del estado del mundo, sino de los adverbios.
El autor de Autopsias rápidas refundó el género del artículo en primera persona dedicado a las noticias de la vida privada. Su hazaña se conoce en gran medida gracias a Guillermo Sheridan, recopilador de sus trabajos periodísticos, quien mañana recibe el Premio Ibargüengoitia.
La melancolía es acompañante silenciosa del humor. Se burla del mundo quien está en desacuerdo con él. Ibargüengoitia lamentaba que las novelas que escribía en dos años se pudieran leer en dos horas y que sus artículos se perdieran en la noche de los tiempos. Aunque contaba con lectores fervorosos, rara vez era analizado en la academia. Sheridan fue decisivo para establecer la reputación del autor de Misterios de la vida diaria. Además, como investigador literario le debemos Los Contemporáneos ayer, extensa revisión del "grupo sin grupo" que revitalizó la poesía y la crítica en la primera mitad del siglo XX; reveladores estudios sobre Octavio Paz y Gilberto Owen; una biografía -parcialmente novelada- de Ramón López Velarde, y la extraordinaria recuperación de la correspondencia del poeta jerezano con el editor Eduardo J. Correa.
Como Ibargüengoitia, Sheridan ha sido un polemista incómodo. Sin caer en excesivas paranoias, es posible afirmar que sus columnas periodísticas se publican en un ambiente más intolerante que el que rodeó al autor de Instrucciones para vivir en México. Hoy en día los artículos de Ibargüengoitia que celebramos como clásicos serían rechazados en numerosas redacciones con argumentos de corrección política. La misma época que fomenta los linchamientos anónimos en las redes limita las reflexiones discordantes. Rara vez estoy de acuerdo con Sheridan en temas políticos, pero el inquietante rigor de sus razonamientos pone a prueba los míos. El tenista que deja una provocadora pelota junto a la red hace que el adversario se esfuerce al máximo para responder. Lo mismo ocurre en el intercambio de opiniones. Nada resulta tan estéril como estar siempre de acuerdo. En su Autobiografía, el católico G. K. Chesterton escribe acerca del socialista Bernard Shaw: "Es necesario discrepar de él tanto como yo para admirarle tanto como yo lo hago". Provechoso opositor, Sheridan estimula a que quienes no piensan como él piensen mejor.
Heredero de Ibargüengoitia, practica el humor con lúcida irreverencia y ejerce una erudición nunca agobiada por el tedio. A su manera, es conservador y radical. El pasado estimula su pasión por las genealogías literarias y el presente lo irrita de inmediato. Analiza un poema con calma de relojero y lee las noticias con sarcástica impaciencia.
Hace cuarenta años llevé una colaboración a la Revista de la Universidad donde él fungía como Jefe de Redacción bajo las órdenes de Hugo Gutiérrez Vega. En esa reseña encomiaba los logros del Manual del distraído, de Alejandro Rossi, narrador y filósofo. Sheridan le puso un título tan preciso que volvió inútil la lectura del texto: "Pensar distrae".
Cuarenta años después, devuelvo a Guillermo Sheridan el lema que me regaló y que ya describe el conjunto de su obra.
En efecto, pensar distrae.
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