17 feb 2025

Cuando el negacionismo científico llega al poder

Cuando el negacionismo científico llega al poder/ Gregg Gonsalves 

The New York Times, Lunes, 17/Feb/2025 ;

El jueves, el Senado confirmó como secretario de Salud a Robert F. Kennedy Jr., un negacionista de la ciencia que alguna vez afirmó que no existe ninguna vacuna que sea segura y eficaz, que ha planteado que la covid podría haber sido manipulada genéticamente para no afectar a judíos y chinos, y que dedicó más de 100 páginas de su reciente libro a revivir la idea de que el VIH no causa el sida.

Todo esto son disparates, por supuesto, pero no es para reírse. Temo por nuestro país porque sé lo que pasa cuando el negacionismo científico llega al poder.

A mediados de la década de 2000, viví en Sudáfrica, que en ese entonces estaba gobernada por el presidente Thabo Mbeki, quien tampoco era ajeno a las ideas de los negacionistas del sida. En medio de una epidemia explosiva de sida a finales de la década de 1990, Mbeki tropezó, probablemente navegando por internet a altas horas de la noche, con la opinión radical de que el VIH no causa el sida y que los fármacos antirretrovirales utilizados para mantenerlo bajo control —el mismo tipo de fármacos que yo tomo cada mañana desde hace casi 30 años— eran veneno.

Mbeki, cautivado por estas ideas, muchas de las cuales procedían de Estados Unidos, se negó a permitir que se utilizara la terapia antirretroviral en el sistema de salud del país. Su ministra de Salud, Manto Tshabalala-Msimang, recomendó una alimentación sana, con mucha remolacha, jengibre y ajo, para evitar la enfermedad.

Más tarde, un estudio de Harvard descubrió que al menos 330.000 personas murieron y más de 35.000 niños nacieron con VIH como resultado del desastroso manejo de la política de tratamiento del sida por parte de Mbeki.

Corremos el riesgo de que la historia se repita en Estados Unidos, con nuestra propia versión de Manto Tshabalala-Msimang: Kennedy, cuyo negacionismo científico es una variante más perniciosa de la versión sudafricana.

En su libro Anthony Fauci. Bill Gates. Big Pharma. Una guerra global contra la democracia y la salud pública, Kennedy resucita falacias ya desmentidas sobre el VIH —como la idea de que es un “virus pasajero inofensivo” y que la promiscuidad y el consumo de drogas recreativas por parte de los hombres homosexuales, e incluso que fármacos antirretrovirales como el AZT, fueron las verdaderas causas del sida—, al tiempo que utiliza la estrategia de “son simples preguntas” para poder negar que él mismo es un negacionista del sida.

Como hombre homosexual que vive con VIH, no puedo expresar lo grotesco y ofensivo que es todo esto y lo difícil que me resulta hacerme a la idea de que Kennedy vaya a presidir ahora los programas de investigación, atención y prevención del sida en las agencias federales.

El negacionismo científico de Kennedy puede ser peor que el de sus homólogos sudafricanos. Porque no es solo su negacionismo del sida lo que debe preocuparnos; es su rechazo a las vacunas y su interés en el rechazo de la teoría de los gérmenes, un fundamento clave de la biomedicina moderna.

A pesar de todos los peligros que presenta, en semanas recientes he oído mucho derrotismo mientras Donald Trump ha inundado el panorama con órdenes ejecutivas y otras acciones que han tenido su efecto deseado de abrumar a sus oponentes. La lógica parece ser: no podemos frenar todo esto, tenemos que aceptar nuestro destino y encontrar la manera de adaptarnos a esta nueva realidad bajo Kennedy y el presidente Trump.

Pero si Sudáfrica nos ofrece una lección, también nos muestra un camino a seguir.

Hace veinticinco años, el Congreso Nacional Africano del presidente Mbeki tenía el poder asegurado y muchos miembros del partido se negaban a romper con él por el tema del sida, aunque sus políticas fueran una sentencia de muerte para los sudafricanos que vivían con VIH. Parecía que no había esperanza. ¿Cómo iba nadie a luchar, mucho menos a imponerse, contra el partido de la liberación, el que liberó a los sudafricanos del apartheid?

Pero hubo muchos que no estaban dispuestos a aceptar la derrota, como Zackie Achmat, fundador de la Campaña de Acción por el Tratamiento para exigir el acceso a los antirretrovirales. Él me visitó en Nueva York en 2000 e inspiró mi decisión de mudarme a Sudáfrica en primer lugar.

Los activistas de la Campaña de Acción por el Tratamiento se organizaron en townships (zonas reservadas para personas negras) y áreas rurales, enseñándose a sí mismos la ciencia del VIH para combatir las mentiras que su gobierno propagaba, y utilizando ese conocimiento como palanca para construir un movimiento masivo. Sabían que había medicamentos que podían salvarles la vida. La Constitución sudafricana garantizaba el derecho a la salud, y ellos querían vivir. Reclutaron la ayuda de médicos y enfermeras especializados en sida, científicos que trabajaban en el VIH, abogados que conocían a la perfección la Constitución de la joven nación. Sin embargo, al final fueron los sudafricanos comunes quienes marcaron la diferencia.

La implacable campaña para confrontar las opiniones del gobierno sobre el sida mantuvo tanto al presidente como a su ministra de Salud bajo presión durante años. Para cuando la política interna del partido obligó al presidente Mbeki y a la ministra Tshabalala-Msimang a dimitir, ese activismo había sentado las bases para que Sudáfrica estableciera el mayor programa de medicamentos antirretrovirales del mundo.

Así, siempre hay esperanza de algo más, algo mejor. Está en la gente común y corriente que se organiza, como hicieron mis camaradas de la Campaña de Acción por el Tratamiento, contra todo pronóstico, porque el fracaso tendría un costo demasiado alto.

Está en las lecciones que muchos de nosotros aprendimos en las décadas de 1980 y 1990 en Estados Unidos, cuando íbamos a funerales semana tras semana, cuando nos negamos a aceptar la muerte sin luchar.

En los próximos años, los estadounidenses que esperan algo mejor tendrán que enfrentarse a este gobierno, en todos los niveles, desafiando sus ataques a la ciencia en los tribunales, encontrando formas de proteger la salud pública mediante acciones estatales y locales, informando a nuestras comunidades sobre lo que está ocurriendo y sobre las formas en que pueden ayudar a contrarrestarlo, para que cuando nuestro propio Manto Tshabalala-Msimang se vaya en la deshonra, podamos levantarnos y construir sobre las cenizas.

Y ya está ocurriendo: en las primeras semanas del gobierno se presentaron demandas judiciales para impugnar órdenes ejecutivas perjudiciales que obstaculizarían las investigaciones de los Institutos Nacionales de Salud. La gente está descargando y guardando datos sobre el VIH y la salud de las personas LGBT que el gobierno de Trump está borrando de los sitios web de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades. La gente se niega a aceptar ofertas de compensación para ser expulsados de organismos en los que han trabajado durante años en nombre de los ciudadanos estadounidenses.

En el más valiente de los ejemplos, cuando Trump ordenó detener la ayuda exterior, los trabajadores de un programa financiado por Estados Unidos en Sudán se negaron a acatar la orden: no estaban dispuestos a abandonar a 100 niños a la inanición. Y sí, miles de personas se organizaron para oponerse a la nominación de Kennedy y, aunque no tuvieron éxito, sus esfuerzos nos han dejado mejor preparados para la lucha que se avecina.

Sí, a veces se persiste y se lucha “la larga derrota”. Porque, como dijo una vez el defensor de la justicia en salud Paul Farmer, no se le da la espalda a quien tiene más que perder. Y a veces, solo a veces, se gana.

Gregg Gonsalves es epidemiólogo de la Facultad de Salud Pública de Yale.


No hay comentarios.: