Las fronteras del liberalismo/Alan Wolfe, profesor de Ciencias Políticas en el Boston College.
Publicado en español en La Vanguardia, 15/07/2007;
Traducción: David Meléndez Tormen
Cuando se trata de saber si hay que regular la economía y cómo debe hacerse, las sociedades occidentales encuentran siempre una historia de teoría liberal en la que basarse. Pero cuando se trata de inmigración, no hay mucha teoría a la que recurrir. Como resultado, tanto en Europa como en Estados Unidos gran parte del debate está dominado por voces no liberales, y la más insistente proviene de políticos que prometen proteger la integridad cultural de la patria contra la supuesta degeneración del extranjero.
La xenofobia es una respuesta no liberal por parte de la derecha hacia la inmigración, pero el multiculturalismo representa prácticamente lo mismo por parte de la izquierda. Muchos teóricos multiculturales, aunque comprometidos con la apertura hacia los inmigrantes, no lo están con la apertura de los inmigrantes hacia su nuevo hogar. Para ellos, los recién llegados, que viven en un clima hostil a su estilo de vida, necesitan conservar las prácticas culturales que traen consigo, incluso si algunas de ellas - por ejemplo, matrimonios arreglados, segregación por sexo, adoctrinamiento religioso- entran en conflicto con los principios liberales. La supervivencia del grupo cuenta más que los derechos individuales.
Una manera de salir de este esquema es reconocer que el cosmopolitismo es un camino de dos vías. Immanuel Kant nos enseña que las circunstancias en las que nos encontramos siempre se deben juzgar en relación con las circunstancias en las que, si no hubiera sido por la fuerza del azar, nos podríamos haber encontrado. Desde esta perspectiva, es injusto que alguien a quien le tocó nacer en EE UU probablemente viva más que alguien nacido en Kenia. Pero eso significa que un neoyorquino debe reconocer que las ventajas que pueda tener sobre un nacido en Nairobi se deben a la suerte más que a su mérito. Desde la perspectiva del cosmopolitismo kantiano, lo menos que puede hacer un estadounidense es abrirse a un cierto nivel de inmigración desde África.
Sin embargo, abrazar el cosmopolitismo también significa que, una vez que una sociedad admite nuevos miembros, éstos están obligados a abrirse a su nueva sociedad. Los multiculturalistas son reticentes a apoyar esta parte del trato cosmopolita, pero los liberales deben hacerlo. Uno puede entender por qué, viviendo en un país extranjero que perciben como hostil, los inmigrantes optan por cerrarse, y algunos países receptores - Francia, por ejemplo- pueden apresurarse demasiado en exigir a que acepten nuevos estilos de vida. Sin embargo, intentar vivir una vida cerrada en una sociedad abierta es una actitud condenada al fracaso y que no debería estimularse.
Un ejemplo aleccionador del trato del cosmopolitismo ocurrió en el 2006, cuando el ex ministro de Exteriores de Gran Bretaña, Jack Straw, planteó su inquietud acerca del niqab, el velo que oculta completamente la cabeza usado por algunas mujeres musulmanas. Straw defendió el derecho de las mujeres de usar prendas para la cabeza que sean menos invasivas; no obstante, también argumentó que algo anda verdaderamente mal cuando, al conversar con otra persona, uno no puede tener una interacción cara a cara.
Straw estaba diciendo que la persona que usa el niqab decide cerrarse a todos quienes la rodean. No estaba planteando un argumento xenófobo de que los musulmanes no pertenecen a Gran Bretaña, o un argumento multiculturalista de que a los musulmanes se les debería permitir usar las prenda que crean que expresa mejor sus sensibilidades culturales y religiosas. Tampoco estaba pidiendo la completa asimilación de los inmigrantes a las costumbres británicas. En lugar de ello, con un ejemplo escogido cuidadosamente, Straw ilustró lo que significa estar abiertos a los demás esperando que ellos también se abran.
Algunos argumentaron que Straw estaba interfiriendo en la libertad religiosa. De hecho, los valores liberales a veces se contradicen entre sí. Por ejemplo, históricamente el islam ha permitido ciertas formas de poligamia, pero ninguna sociedad liberal está obligada a extender la libertad religiosa de modo que socaven su compromiso con la igualdad de sexos. Afortunadamente, el ejemplo de Straw no plantea un dilema así de difícil.
Como lo hizo notar, el uso del niqab no es un mandato del Corán y representa una opción cultural, no un deber religioso. En tanto haya a disposición de las mujeres musulmanas otras maneras de cubrir sus cabezas, aceptar no usar el niqab es una manera de señalar la propia pertenencia a una sociedad liberal, con un mínimo coste en términos de los compromisos religiosos personales.
Para los liberales, la pregunta nunca es si las fronteras deben estar completamente abiertas o cerradas; una sociedad abierta a todos no tendría valores que valiera la pena proteger, mientras que una sociedad cerrada a todos no tendría valores que mereciera la pena imitar. Si se busca un principio abstracto para seguir con respecto a la inmigración, el liberalismo no puede proporcionarlo. Sin embargo, una sociedad liberal permitirá entrar a las personas y hará excepciones acerca de las condiciones bajo las que se les impedirá la entrada, en lugar de mantener a las personas afuera y hacer excepciones sobre cuándo se les permite entrar. Además, una sociedad liberal verá el mundo como un lugar lleno de potencial que, no importa lo amenazante que pueda ser para los estilos de vida que se dan por sentados, obliga a las personas a adaptarse a nuevos retos en lugar de internar protegerse de lo extranjero y desconocido.
Finalmente, una sociedad liberal no se centra en lo que puede ofrecer a los inmigrantes, sino en lo que ellos pueden ofrecernos. La apertura como objetivo - implícita en la inmigración- es algo que vale la pena preservar, en especial, si se ponen en la práctica tanto sus exigencias como sus aspectos más promisorios.
La xenofobia es una respuesta no liberal por parte de la derecha hacia la inmigración, pero el multiculturalismo representa prácticamente lo mismo por parte de la izquierda. Muchos teóricos multiculturales, aunque comprometidos con la apertura hacia los inmigrantes, no lo están con la apertura de los inmigrantes hacia su nuevo hogar. Para ellos, los recién llegados, que viven en un clima hostil a su estilo de vida, necesitan conservar las prácticas culturales que traen consigo, incluso si algunas de ellas - por ejemplo, matrimonios arreglados, segregación por sexo, adoctrinamiento religioso- entran en conflicto con los principios liberales. La supervivencia del grupo cuenta más que los derechos individuales.
Una manera de salir de este esquema es reconocer que el cosmopolitismo es un camino de dos vías. Immanuel Kant nos enseña que las circunstancias en las que nos encontramos siempre se deben juzgar en relación con las circunstancias en las que, si no hubiera sido por la fuerza del azar, nos podríamos haber encontrado. Desde esta perspectiva, es injusto que alguien a quien le tocó nacer en EE UU probablemente viva más que alguien nacido en Kenia. Pero eso significa que un neoyorquino debe reconocer que las ventajas que pueda tener sobre un nacido en Nairobi se deben a la suerte más que a su mérito. Desde la perspectiva del cosmopolitismo kantiano, lo menos que puede hacer un estadounidense es abrirse a un cierto nivel de inmigración desde África.
Sin embargo, abrazar el cosmopolitismo también significa que, una vez que una sociedad admite nuevos miembros, éstos están obligados a abrirse a su nueva sociedad. Los multiculturalistas son reticentes a apoyar esta parte del trato cosmopolita, pero los liberales deben hacerlo. Uno puede entender por qué, viviendo en un país extranjero que perciben como hostil, los inmigrantes optan por cerrarse, y algunos países receptores - Francia, por ejemplo- pueden apresurarse demasiado en exigir a que acepten nuevos estilos de vida. Sin embargo, intentar vivir una vida cerrada en una sociedad abierta es una actitud condenada al fracaso y que no debería estimularse.
Un ejemplo aleccionador del trato del cosmopolitismo ocurrió en el 2006, cuando el ex ministro de Exteriores de Gran Bretaña, Jack Straw, planteó su inquietud acerca del niqab, el velo que oculta completamente la cabeza usado por algunas mujeres musulmanas. Straw defendió el derecho de las mujeres de usar prendas para la cabeza que sean menos invasivas; no obstante, también argumentó que algo anda verdaderamente mal cuando, al conversar con otra persona, uno no puede tener una interacción cara a cara.
Straw estaba diciendo que la persona que usa el niqab decide cerrarse a todos quienes la rodean. No estaba planteando un argumento xenófobo de que los musulmanes no pertenecen a Gran Bretaña, o un argumento multiculturalista de que a los musulmanes se les debería permitir usar las prenda que crean que expresa mejor sus sensibilidades culturales y religiosas. Tampoco estaba pidiendo la completa asimilación de los inmigrantes a las costumbres británicas. En lugar de ello, con un ejemplo escogido cuidadosamente, Straw ilustró lo que significa estar abiertos a los demás esperando que ellos también se abran.
Algunos argumentaron que Straw estaba interfiriendo en la libertad religiosa. De hecho, los valores liberales a veces se contradicen entre sí. Por ejemplo, históricamente el islam ha permitido ciertas formas de poligamia, pero ninguna sociedad liberal está obligada a extender la libertad religiosa de modo que socaven su compromiso con la igualdad de sexos. Afortunadamente, el ejemplo de Straw no plantea un dilema así de difícil.
Como lo hizo notar, el uso del niqab no es un mandato del Corán y representa una opción cultural, no un deber religioso. En tanto haya a disposición de las mujeres musulmanas otras maneras de cubrir sus cabezas, aceptar no usar el niqab es una manera de señalar la propia pertenencia a una sociedad liberal, con un mínimo coste en términos de los compromisos religiosos personales.
Para los liberales, la pregunta nunca es si las fronteras deben estar completamente abiertas o cerradas; una sociedad abierta a todos no tendría valores que valiera la pena proteger, mientras que una sociedad cerrada a todos no tendría valores que mereciera la pena imitar. Si se busca un principio abstracto para seguir con respecto a la inmigración, el liberalismo no puede proporcionarlo. Sin embargo, una sociedad liberal permitirá entrar a las personas y hará excepciones acerca de las condiciones bajo las que se les impedirá la entrada, en lugar de mantener a las personas afuera y hacer excepciones sobre cuándo se les permite entrar. Además, una sociedad liberal verá el mundo como un lugar lleno de potencial que, no importa lo amenazante que pueda ser para los estilos de vida que se dan por sentados, obliga a las personas a adaptarse a nuevos retos en lugar de internar protegerse de lo extranjero y desconocido.
Finalmente, una sociedad liberal no se centra en lo que puede ofrecer a los inmigrantes, sino en lo que ellos pueden ofrecernos. La apertura como objetivo - implícita en la inmigración- es algo que vale la pena preservar, en especial, si se ponen en la práctica tanto sus exigencias como sus aspectos más promisorios.
¿Quién teme al 'burqa' feroz?/Timothy Garton Ash
Publicado en El País, 15/10/2006;
Hace ya tiempo que quiero escribir una columna en defensa del hiyab, por los mismos motivos por los que la semana pasada defendía la libertad de expresión. En un país libre, la gente debe poder llevar lo que le parezca, del mismo modo que debe poder decir lo que le parezca, siempre que no ponga en peligro la vida o la libertad de otras personas. Lo único que me hacía dudar era que, desde mi situación de hombre no musulmán, es evidente que no estoy totalmente cualificado para juzgar lo que significa el hiyab para las mujeres musulmanas. Si una periodista musulmana escribiera, por ejemplo, sobre los problemas que representa para los delanteros de rugby llevar suspensores, podría hacer una objeción similar. Claro que, si sólo escribiéramos sobre las cosas de las que tenemos experiencia personal directa, no habría mucho periodismo ni mucha literatura.
¿Qué más nos da a nosotros que las mujeres lleven velo? A medida que nuestra sociedad sea cada vez más variada, tendremos que tolerar mejor la diversidad
Existen ciertos contextos concretos en los que es razonable que un Estado liberal civilizado insista en eliminar temporalmente el velo que oculta el rostro
El otro día me agradó que me recibiera en Heatrow una funcionaria de aduanas de su majestad tocada con un 'hiyab' negro que cubría todo menos el rostro
Sin embargo, la credibilidad de nuestros respectivos artículos aumentaría significativamente si la periodista musulmana hubiera hablado con un grupo variado de delanteros de rugby acostumbrados a llevar suspensores (o, por doloroso que resulte, a no llevarlos), y si yo hubiera hablado con diversas mujeres musulmanas con y sin hiyab, que es lo que deseaba hacer y no he podido hacer todavía. Pero, como estamos en medio de un debate iniciado por otro hombre no musulmán -el ex ministro británico de Exteriores Jack Straw-, que ocupa los medios británicos desde hace una semana, me siento obligado a intervenir, pese a no haber investigado como normalmente me gustaría haberlo hecho. Valga esta advertencia para los lectores.
Straw habló específicamente del velo que cubre todo el rostro salvo los ojos (niqab), o incluso también los ojos (burqa), no de las numerosas variantes del pañuelo que suelen ser la versión más habitual del hiyab en Gran Bretaña y otros países europeos. Sería absurdo pretender que no es ligeramente distinto. El pañuelo no impide la interacción humana, el "cara a cara". En mi opinión, Francia se equivoca al prohibir a las mujeres adultas llevar el pañuelo (llamado a veces en el debate francés "velo", para mayor confusión) en las oficinas públicas. El otro día, al volver de Estados Unidos y llegar a Heathrow, me agradó que me recibiera una funcionaria de aduanas de su majestad tocada con un hiyab negro que cubría todo menos el rostro. ¿Por qué no?
El niqab o burqa, desde luego, es un obstáculo mayor para la comunicación e incluso la identificación. Existen ciertos contextos concretos en los que es razonable que un Estado liberal civilizado insista en eliminar temporalmente el velo que oculta el rostro. Al hacer la fotografía para el pasaporte, por ejemplo, o en el control de pasaportes del aeropuerto (aunque, hoy en día, la identidad quizá se comprueba mejor con los escáneres de dedo y de ojo). Igual que sería mucho pedir que un profesor pueda identificar exclusivamente por la voz a filas y filas de niñas, todas tapadas con el niqab.
Además, el niqab no facilita precisamente la conversación personal. Como decía con razón Straw en su artículo, escrito con toda sensibilidad para un periódico local, cuando se habla cara a cara con alguien es posible casi literalmente "ver lo que quiere decir la otra persona". Fareena Alam, directora de la excelente revista musulmana británica Q-News, que lleva pañuelo, me dice que a ella también le resulta incómodo hablar con mujeres que llevan niqab, porque le falta ese contacto cara a cara. Está claro que aquí hay un problema; aunque el hecho de que Straw decidiera plantearlo en un artículo de periódico -con la consiguiente y previsible oleada de quejas y proclamaciones de que "si quieren vivir aquí, por qué no son como nosotros" por parte de The Sun, The Daily Mail y diversos xenófobos anónimos, sin ninguna distinción entre las mujeres que llevan niqab y los musulmanes en general- es otra cuestión.
En cualquier caso, no creo que Straw tuviera razón al sugerir a las mujeres que llevaban niqab en la consulta médica de su circunscripción de parlamentario que se descubrieran el rostro; ni aunque lo hiciera con toda educación. Al fin y al cabo, estaba en una posición de poder respecto a ellas. Seguramente habían acudido a él a que les resolviera algún problema, una situación en la que la diferencia entre una petición y una orden es muy vaga. Es más, en inglés, "quizá le gustaría a usted a hacer tal cosa" es una forma educada de dar una orden. Dado que esas mujeres estaban utilizando un recurso democrático -y con ello demostrando, de forma mucho más importante que la ropa que llevaran- su grado de integración en la sociedad británica, creo que quizá podía haberse esforzado un poco más en entenderlas.
¿Y era tan difícil? Hace poco participé en una ceremonia de graduación en la Universidad Hallam, en Sheffield. Fue un acto emocionante. Muchas de las que se graduaban eran mujeres británicas de origen asiático, en muchos casos -según me dijeron- las primeras que habían ido a la universidad en sus familias, y algunas subieron al escenario a recibir sus diplomas cubiertas con el hiyab. Hubo educados aplausos para cada alumno y otros más entusiastas para unos cuantos que eran más populares: uno de los más sonoros fue el dedicado a una chica vestida con niqab. Está claro que sus condiscípulos conocían a la mujer oculta tras el velo. Supongamos que hubiera podido investigar como quería para este artículo. Podría haber hablado con mujeres que llevan niqab por correo electrónico, por teléfono y en persona, en inglés o a través de un intérprete. Es verdad que habría perdido ese 10% o 20% extra que representa la comunicación no verbal. Y qué. Al fin y al cabo, no estamos hablando de una historia de amor ni de una relación que dure toda la vida. Estamos hablando de trabajar y salir adelante en una sociedad cada vez más diversificada.
El argumento más manido en todo este debate es que el niqab hace que el inglés blanco de clase media se sienta "incómodo" o "amenazado". Si es verdad, yo digo que son una pandilla de quejicas. Que uno se sienta amenazado por hinchas borrachos de fútbol o por posibles asaltantes lo puedo entender. ¿Pero amenazado por una mujer cubierta por un velo que se dedica tranquilamente a sus cosas? Y en cuanto a lo de sentirse incómodo, yo me siento incómodo ante cierto tipo de inglés de cara rosada que viste tirantes rojos, camisa de rayas con los puños blancos y pajarita. Su niqab deja predecir con facilidad las opiniones que van a salir de su boca. Pero yo no les pido que se quiten los tirantes.
Fareena Alam, que ha hablado con muchas mujeres musulmanas como ella, dice que la mayoría de las británicas con niqab que ha conocido llevan el velo por decisión personal. Las que lo hacen simplemente por continuar la tradición de sus países de origen son una minoría dentro de un grupo que a su vez es una minoría de musulmanas británicas, y las que lo hacen presionadas u obligadas por sus maridos o sus padres son una minoría dentro de esa minoría de una minoría. No he podido comprobar personalmente este dato, su valor estadístico, por así decir, y sólo con que haya un caso de coacción -y más aún de emplear el niqab para tapar las huellas de malos tratos físicos- ya es terrible. Pero basta una rápida búsqueda en Internet para descubrir varios casos fascinantes de jóvenes cultas y preparadas que toman la libre decisión de llevar velo. ¿Por qué no van a hacerlo? ¿Qué más nos da a nosotros? A medida que nuestra sociedad sea cada vez más variada, tendremos que tolerar mejor la diversidad. Debemos ser capaces de distinguir entre los principios fundamentales de una sociedad libre, sobre los que no podemos hacer concesiones, los asuntos que deben ser objeto de una negociación entre las distintas comunidades, y otros aspectos de tercer orden que vale más dejar que se arreglen con el tiempo y el discreto empuje de la adaptación social. La libertad de expresión pertenece a la primera categoría; el velo, a la última.
¿Qué más nos da a nosotros que las mujeres lleven velo? A medida que nuestra sociedad sea cada vez más variada, tendremos que tolerar mejor la diversidad
Existen ciertos contextos concretos en los que es razonable que un Estado liberal civilizado insista en eliminar temporalmente el velo que oculta el rostro
El otro día me agradó que me recibiera en Heatrow una funcionaria de aduanas de su majestad tocada con un 'hiyab' negro que cubría todo menos el rostro
Sin embargo, la credibilidad de nuestros respectivos artículos aumentaría significativamente si la periodista musulmana hubiera hablado con un grupo variado de delanteros de rugby acostumbrados a llevar suspensores (o, por doloroso que resulte, a no llevarlos), y si yo hubiera hablado con diversas mujeres musulmanas con y sin hiyab, que es lo que deseaba hacer y no he podido hacer todavía. Pero, como estamos en medio de un debate iniciado por otro hombre no musulmán -el ex ministro británico de Exteriores Jack Straw-, que ocupa los medios británicos desde hace una semana, me siento obligado a intervenir, pese a no haber investigado como normalmente me gustaría haberlo hecho. Valga esta advertencia para los lectores.
Straw habló específicamente del velo que cubre todo el rostro salvo los ojos (niqab), o incluso también los ojos (burqa), no de las numerosas variantes del pañuelo que suelen ser la versión más habitual del hiyab en Gran Bretaña y otros países europeos. Sería absurdo pretender que no es ligeramente distinto. El pañuelo no impide la interacción humana, el "cara a cara". En mi opinión, Francia se equivoca al prohibir a las mujeres adultas llevar el pañuelo (llamado a veces en el debate francés "velo", para mayor confusión) en las oficinas públicas. El otro día, al volver de Estados Unidos y llegar a Heathrow, me agradó que me recibiera una funcionaria de aduanas de su majestad tocada con un hiyab negro que cubría todo menos el rostro. ¿Por qué no?
El niqab o burqa, desde luego, es un obstáculo mayor para la comunicación e incluso la identificación. Existen ciertos contextos concretos en los que es razonable que un Estado liberal civilizado insista en eliminar temporalmente el velo que oculta el rostro. Al hacer la fotografía para el pasaporte, por ejemplo, o en el control de pasaportes del aeropuerto (aunque, hoy en día, la identidad quizá se comprueba mejor con los escáneres de dedo y de ojo). Igual que sería mucho pedir que un profesor pueda identificar exclusivamente por la voz a filas y filas de niñas, todas tapadas con el niqab.
Además, el niqab no facilita precisamente la conversación personal. Como decía con razón Straw en su artículo, escrito con toda sensibilidad para un periódico local, cuando se habla cara a cara con alguien es posible casi literalmente "ver lo que quiere decir la otra persona". Fareena Alam, directora de la excelente revista musulmana británica Q-News, que lleva pañuelo, me dice que a ella también le resulta incómodo hablar con mujeres que llevan niqab, porque le falta ese contacto cara a cara. Está claro que aquí hay un problema; aunque el hecho de que Straw decidiera plantearlo en un artículo de periódico -con la consiguiente y previsible oleada de quejas y proclamaciones de que "si quieren vivir aquí, por qué no son como nosotros" por parte de The Sun, The Daily Mail y diversos xenófobos anónimos, sin ninguna distinción entre las mujeres que llevan niqab y los musulmanes en general- es otra cuestión.
En cualquier caso, no creo que Straw tuviera razón al sugerir a las mujeres que llevaban niqab en la consulta médica de su circunscripción de parlamentario que se descubrieran el rostro; ni aunque lo hiciera con toda educación. Al fin y al cabo, estaba en una posición de poder respecto a ellas. Seguramente habían acudido a él a que les resolviera algún problema, una situación en la que la diferencia entre una petición y una orden es muy vaga. Es más, en inglés, "quizá le gustaría a usted a hacer tal cosa" es una forma educada de dar una orden. Dado que esas mujeres estaban utilizando un recurso democrático -y con ello demostrando, de forma mucho más importante que la ropa que llevaran- su grado de integración en la sociedad británica, creo que quizá podía haberse esforzado un poco más en entenderlas.
¿Y era tan difícil? Hace poco participé en una ceremonia de graduación en la Universidad Hallam, en Sheffield. Fue un acto emocionante. Muchas de las que se graduaban eran mujeres británicas de origen asiático, en muchos casos -según me dijeron- las primeras que habían ido a la universidad en sus familias, y algunas subieron al escenario a recibir sus diplomas cubiertas con el hiyab. Hubo educados aplausos para cada alumno y otros más entusiastas para unos cuantos que eran más populares: uno de los más sonoros fue el dedicado a una chica vestida con niqab. Está claro que sus condiscípulos conocían a la mujer oculta tras el velo. Supongamos que hubiera podido investigar como quería para este artículo. Podría haber hablado con mujeres que llevan niqab por correo electrónico, por teléfono y en persona, en inglés o a través de un intérprete. Es verdad que habría perdido ese 10% o 20% extra que representa la comunicación no verbal. Y qué. Al fin y al cabo, no estamos hablando de una historia de amor ni de una relación que dure toda la vida. Estamos hablando de trabajar y salir adelante en una sociedad cada vez más diversificada.
El argumento más manido en todo este debate es que el niqab hace que el inglés blanco de clase media se sienta "incómodo" o "amenazado". Si es verdad, yo digo que son una pandilla de quejicas. Que uno se sienta amenazado por hinchas borrachos de fútbol o por posibles asaltantes lo puedo entender. ¿Pero amenazado por una mujer cubierta por un velo que se dedica tranquilamente a sus cosas? Y en cuanto a lo de sentirse incómodo, yo me siento incómodo ante cierto tipo de inglés de cara rosada que viste tirantes rojos, camisa de rayas con los puños blancos y pajarita. Su niqab deja predecir con facilidad las opiniones que van a salir de su boca. Pero yo no les pido que se quiten los tirantes.
Fareena Alam, que ha hablado con muchas mujeres musulmanas como ella, dice que la mayoría de las británicas con niqab que ha conocido llevan el velo por decisión personal. Las que lo hacen simplemente por continuar la tradición de sus países de origen son una minoría dentro de un grupo que a su vez es una minoría de musulmanas británicas, y las que lo hacen presionadas u obligadas por sus maridos o sus padres son una minoría dentro de esa minoría de una minoría. No he podido comprobar personalmente este dato, su valor estadístico, por así decir, y sólo con que haya un caso de coacción -y más aún de emplear el niqab para tapar las huellas de malos tratos físicos- ya es terrible. Pero basta una rápida búsqueda en Internet para descubrir varios casos fascinantes de jóvenes cultas y preparadas que toman la libre decisión de llevar velo. ¿Por qué no van a hacerlo? ¿Qué más nos da a nosotros? A medida que nuestra sociedad sea cada vez más variada, tendremos que tolerar mejor la diversidad. Debemos ser capaces de distinguir entre los principios fundamentales de una sociedad libre, sobre los que no podemos hacer concesiones, los asuntos que deben ser objeto de una negociación entre las distintas comunidades, y otros aspectos de tercer orden que vale más dejar que se arreglen con el tiempo y el discreto empuje de la adaptación social. La libertad de expresión pertenece a la primera categoría; el velo, a la última.
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