Inseguridad, una pandemia/Alfonso Zárate
Publicado en El Universal, 18 de junio de 2009;
Para Ani, con todo mi amor, hoy que cumple cinco años, pidiéndole perdón por el México que estamos heredando.
El crimen organizado es una pandemia que recorre América Latina; una calamidad que se expande y ejerce, casi sin límites, poderes de vida y muerte. Integrantes de las corporaciones policiales se han convertido, desde México hasta Argentina, en los principales responsables de asaltos, secuestros, torturas y asesinatos; para agudizar estos males, en la mayoría de los casos las víctimas son los más pobres de las ciudades y del campo; sin embargo, los delitos que adquieren mayor resonancia son aquellos que sufren miembros de la élite económica o política. Las reformas tendentes a profesionalizar las corporaciones policiales caminan con dificultad o, de plano, muestran retrocesos.
Lo anterior meramente confirma el viejo dictum: “A los latinoamericanos nos hermanan los defectos”. En todas nuestras naciones, el crimen organizado amenaza la gobernabilidad y los estados no pueden garantizar la seguridad de sus sociedades.
Del más reciente congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos que tuvo lugar del 11 a 14 de junio, en Río de Janeiro, resalto cuatro conclusiones de las mesas sobre seguridad pública: 1) el fracaso gubernamental para garantizar la seguridad, 2) el desprestigio de las corporaciones policiales, 3) la sensación de desasosiego en la sociedad y 4) la búsqueda desesperada y desesperante de alternativas.
La sensación de indefensión ha llevado a salidas que portan sus propios riesgos, entre otras: 1) el auge de las empresas privadas de seguridad y la falta de normas legales que regulen sus actividades, 2) la proliferación de escoltas, carros blindados y otras formas de protección para ricos y ejecutivos de las grandes corporaciones, 3) la contratación de asesores israelíes o ex miembros de organismos policiacos o militares, 4) el cierre de barrios o colonias con policías privados a cargo de los accesos de esas zonas reservadas…
Sólo un dato: en Argentina, la seguridad privada se ha convertido en una formidable actividad económica que alcanza un monto de 2 mil millones de dólares anuales y ocupa, a nivel formal, más de 100 mil policías —la “cifra negra” es del doble—, un verdadero ejército. Como evidencia de su incapacidad, los mismos gobiernos contratan servicios de empresas privadas para controlar distintos puntos estratégicos, como los aeropuertos y sus propias oficinas centrales.
La reforma de los cuerpos policiacos reclama diagnósticos que refieran las causas que explican la situación actual —auge criminal, desprestigio de la política, crisis recurrente de la sociedad y la economía— y un acercamiento integral que incluya el reconocimiento de las duras condiciones de trabajo y sus impactos sobre su entorno familiar: un alto porcentaje de policías padece enfermedades, como la úlcera, derivadas de las tensiones propias de su actividad; sus mujeres tienen que aceptar la condición de “viudas” virtuales.
También es preciso considerar los riesgos que enfrentan y, en consecuencia, otorgarles ingresos y prestaciones que correspondan a esos peligros (seguros de vida, becas para los hijos en casos de fallecimiento del jefe de familia). Una de las claves de la reforma policial está en el reclutamiento: buscar en los nuevos integrantes vocación de servicio, compromiso con sus tareas, incluso, espíritu de sacrificio. La otra clave supone atender la formación inicial y la educación continua: actualización y perfeccionamiento de la práctica policial, lo que reclama incorporar metodologías basadas en estudios de caso (qué hacen y cómo lo hacen), aprovechar experiencias exitosas a nivel local, nacional e internacional, y hacerlo siempre con la participación de los policías.
Convertir las escuelas de policías en formadoras de una nueva cultura de servicio a la ciudadanía (no a la autoridad, no al poder) a partir de valores como la disciplina, la honestidad, la responsabilidad en la esfera pública, implica desterrar los antivalores que hoy prevalecen: el abuso de quien se deje y la construcción de lealtades personales o de grupo en las que todos son cómplices (las “hermandades”).
Pero la reforma policial exige también el involucramiento de la sociedad. La comunidad —su proclividad a la corrupción, su permisividad frente a los abusos— favorece los malos comportamientos de las policías. Sin un cambio en la cultura societal, los resultados serán muy pobres.
En México está en curso un esfuerzo intenso de fortalecimiento institucional que incluye la Ley de la Policía Federal, una iniciativa del Ejecutivo enriquecida en el Congreso de la Unión. En este tiempo latinoamericano signado por la regresión, es alentador que avancemos en la dirección correcta. Un primer paso que debe consolidarse en el corto plazo y, de forma simultánea, debe trasladarse del ámbito federal a los estados y municipios, donde opera el mayor número de efectivos policiacos mal preparados, mal pagados y más expuestos al poder corruptor del crimen organizado.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario, SC
El crimen organizado es una pandemia que recorre América Latina; una calamidad que se expande y ejerce, casi sin límites, poderes de vida y muerte. Integrantes de las corporaciones policiales se han convertido, desde México hasta Argentina, en los principales responsables de asaltos, secuestros, torturas y asesinatos; para agudizar estos males, en la mayoría de los casos las víctimas son los más pobres de las ciudades y del campo; sin embargo, los delitos que adquieren mayor resonancia son aquellos que sufren miembros de la élite económica o política. Las reformas tendentes a profesionalizar las corporaciones policiales caminan con dificultad o, de plano, muestran retrocesos.
Lo anterior meramente confirma el viejo dictum: “A los latinoamericanos nos hermanan los defectos”. En todas nuestras naciones, el crimen organizado amenaza la gobernabilidad y los estados no pueden garantizar la seguridad de sus sociedades.
Del más reciente congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos que tuvo lugar del 11 a 14 de junio, en Río de Janeiro, resalto cuatro conclusiones de las mesas sobre seguridad pública: 1) el fracaso gubernamental para garantizar la seguridad, 2) el desprestigio de las corporaciones policiales, 3) la sensación de desasosiego en la sociedad y 4) la búsqueda desesperada y desesperante de alternativas.
La sensación de indefensión ha llevado a salidas que portan sus propios riesgos, entre otras: 1) el auge de las empresas privadas de seguridad y la falta de normas legales que regulen sus actividades, 2) la proliferación de escoltas, carros blindados y otras formas de protección para ricos y ejecutivos de las grandes corporaciones, 3) la contratación de asesores israelíes o ex miembros de organismos policiacos o militares, 4) el cierre de barrios o colonias con policías privados a cargo de los accesos de esas zonas reservadas…
Sólo un dato: en Argentina, la seguridad privada se ha convertido en una formidable actividad económica que alcanza un monto de 2 mil millones de dólares anuales y ocupa, a nivel formal, más de 100 mil policías —la “cifra negra” es del doble—, un verdadero ejército. Como evidencia de su incapacidad, los mismos gobiernos contratan servicios de empresas privadas para controlar distintos puntos estratégicos, como los aeropuertos y sus propias oficinas centrales.
La reforma de los cuerpos policiacos reclama diagnósticos que refieran las causas que explican la situación actual —auge criminal, desprestigio de la política, crisis recurrente de la sociedad y la economía— y un acercamiento integral que incluya el reconocimiento de las duras condiciones de trabajo y sus impactos sobre su entorno familiar: un alto porcentaje de policías padece enfermedades, como la úlcera, derivadas de las tensiones propias de su actividad; sus mujeres tienen que aceptar la condición de “viudas” virtuales.
También es preciso considerar los riesgos que enfrentan y, en consecuencia, otorgarles ingresos y prestaciones que correspondan a esos peligros (seguros de vida, becas para los hijos en casos de fallecimiento del jefe de familia). Una de las claves de la reforma policial está en el reclutamiento: buscar en los nuevos integrantes vocación de servicio, compromiso con sus tareas, incluso, espíritu de sacrificio. La otra clave supone atender la formación inicial y la educación continua: actualización y perfeccionamiento de la práctica policial, lo que reclama incorporar metodologías basadas en estudios de caso (qué hacen y cómo lo hacen), aprovechar experiencias exitosas a nivel local, nacional e internacional, y hacerlo siempre con la participación de los policías.
Convertir las escuelas de policías en formadoras de una nueva cultura de servicio a la ciudadanía (no a la autoridad, no al poder) a partir de valores como la disciplina, la honestidad, la responsabilidad en la esfera pública, implica desterrar los antivalores que hoy prevalecen: el abuso de quien se deje y la construcción de lealtades personales o de grupo en las que todos son cómplices (las “hermandades”).
Pero la reforma policial exige también el involucramiento de la sociedad. La comunidad —su proclividad a la corrupción, su permisividad frente a los abusos— favorece los malos comportamientos de las policías. Sin un cambio en la cultura societal, los resultados serán muy pobres.
En México está en curso un esfuerzo intenso de fortalecimiento institucional que incluye la Ley de la Policía Federal, una iniciativa del Ejecutivo enriquecida en el Congreso de la Unión. En este tiempo latinoamericano signado por la regresión, es alentador que avancemos en la dirección correcta. Un primer paso que debe consolidarse en el corto plazo y, de forma simultánea, debe trasladarse del ámbito federal a los estados y municipios, donde opera el mayor número de efectivos policiacos mal preparados, mal pagados y más expuestos al poder corruptor del crimen organizado.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario, SC
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