Hidalguía y panismo/Jesús Silva-Herzog Márquez
Reforma, 22 Feb. 10;
En el discurso que Manuel Gómez Morin pronunció en septiembre de 1939 para trazar el rumbo del partido naciente, adelantaba un retrato de los panistas. A diferencia de Vasconcelos, el fundador de Acción Nacional apostaba por una institución, un órgano permanente de ideas y labores. Quienes tendrían en sus manos la proeza democrática serían hombres entregados al compromiso democrático que no se zambullirían por completo al agua de la política. Así los imaginaba Gómez Morin: "un conjunto de hombres de trabajo que no han hecho, que no harán de la política su ocupación constante, que trabajarán en ella por el sentido de un deber que, aun siendo primordial y preferente, no las exime del cumplimiento de otras obligaciones". Así marcaba el rechazo de la política profesional: para nosotros la política no será "ocupación constante", advertía. Ingresaremos al territorio para cumplir nuestros deberes, pero retornaremos pronto a nuestras labores cotidianas. Gómez Morin hablaba con sus palabras y con su propia vida: la política como distracción sabática, como un paréntesis en la gestión del despacho, una pausa en la administración de la empresa, un veraneo patriótico.
En esos mismos momentos se insinuaba otra veta de la psicología de Acción Nacional: la idea del compromiso político como hidalguía, antes que como responsabilidad pública. El primer orador que tomó la palabra en aquella convención fue el delegado por el estado de Veracruz, Manuel Zamora. El abogado e integrante del Club Rotario de Veracruz tuvo a bien referirse a sus compañeros de causa sin emplear la vulgaridad mexicana del "ustedes". Vosotros os habéis echado una honda labor en vuestros hombros, decía. En buena hora evocaba las glorias de los reyes católicos. Los misioneros del PAN tendrían que purificar el alma mexicana. "Yo recuerdo (...) las palabras aquellas del más escéptico de los poetas, aquel que no creía en muchas cosas y que ante la niña de los ojos azules, como dos estrellas azules, después de afirmar que sí creía en el Padre y en el Hijo, agregaba que también creía en el Espíritu Santo, porque yo sé que el Espíritu Santo ha lanzado a la faz de la tierra, un grupo de caballeros que llevan una coraza infranqueable y que van con todas las armas propias para combatir la deslealtad y deshonor, la hipocresía, la concupiscencia, van armados con esas armas capaces de vencer y de destruir a los enemigos del género humano". El Espíritu Santo germinando en México a un grupo de caballeros destinados a combatir la deslealtad y la concupiscencia. Benditos panistas cubiertos por una coraza de nobleza.
En la sala de parto se adelantaban así dos marcas del partido septuagenario: un repudio de convicción al profesionalismo político y la jactancia de hidalguía. Los profesionales de la política son, en principio, sospechosos. Quien se dedica plenamente a la actividad política resulta un dependiente, un siervo del poder, un burócrata. Por ello el panista es un político efímero: entra a la arena política para retornar en cuanto le es posible a su negocio. Su compromiso elude los criterios de la responsabilidad para cobijarse en la heráldica y otros símbolos de señorío. No lo atan las consecuencias de sus actos, sino el aparentar de la decencia.
Esas dos cuerdas pueden percibirse en la renuncia del secretario de Gobernación a su partido. Su despedida del PAN es, desde este ángulo, el acto de mayor coherencia panista: la soberbia irresponsabilidad del hidalgo. Ya había advertido en una entrevista radiofónica con León Krauze que él no era un político profesional. Lo decía orgullosamente. Su labor al frente del ministerio del interior era una digresión biográfica: "Yo sé bien que este es un episodio de mi vida en el cual me siento afortunado de acompañar al Presidente y amigo en una tarea de trasformación del país. Pero no soy un político profesional y no lo voy a ser". Su dimisión al PAN en uno de los momentos más delicados de la administración del presidente Calderón es una muestra de gravísima irresponsabilidad política que apenas sirve para alimentar una vanidad. Emblemática la defensa y el defensor que encontró la estocada. Diego Fernández de Cevallos salió al auxilio: Gómez Mont "no estuvo dispuesto a perder la vergüenza, la dignidad y el sentido del honor".
El penalista se había empeñado en dignificar la política. Defendió con inteligencia y convicción la reforma política porque prestigiaría el oficio. Lamentablemente, su mensaje final al PAN abona al desdoro de la política: alimento al chisme, la especulación y el rumor. Su paso por Gobernación tampoco habrá ayudado al crédito de la acción política: conquistando mediocridades, exhibió que el gobierno al que (todavía) sirve negocia la estrategia electoral de su partido. Si la errática conducción del presidente Calderón le resultaba inadmisible, al gobierno y no a su partido debió dirigir su despedida. El hidalgo regresará pronto a lo suyo.
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