(Jorge
Carpizo) Un hombre de Estado/Miguel Carbonell
Revista Proceso # 1848, 1 de abril de 2012Jorge Carpizo tenía un enorme sentido del Estado. Nunca tuvo filiación partidista, pero siempre pudo hablar con la mayor franqueza con representantes de las principales fuerzas políticas. Y en todas ellas fue siempre escuchado y respetado.
Aunque fue un importantísimo funcionario en administraciones priistas, tuvo la confianza y la amistad de prominentes miembros de los demás partidos. Fue un amigo cercano de Carlos Castillo Peraza y de Diego Fernández de Cevallos; en fechas recientes se acercó incluso a Cuauhtémoc Cárdenas, de quien estuvo distante por un tiempo.
Su honestidad probada y su inteligencia le abrieron muchas puertas, sobre todo a partir de una trayectoria pública cimentada por sus tareas dentro de la UNAM. De hecho, siempre mantuvo un vínculo estrecho con la Universidad, incluso en aquellos años difíciles en los que su quehacer político lo llevó fuera de su cubículo del Instituto de Investigaciones Jurídicas.
Y aun cuando estuvo al frente de la Procuraduría General
de la República o de la Secretaría de Gobernación, siempre estuvo pendiente de
su Universidad y de su Instituto. En esa época tan complicada, en la que tuvo que
lidiar con enormes problemas, Carpizo se daba tiempo para seguir escribiendo y
para visitar la UNAM cada vez que podía.
Tenía una gran fe en la educación y ejercía las tareas del
pensamiento a fondo, con rigor. Su tarea intelectual fue tan relevante que
varios de sus libros se han convertido en clásicos. Algunos se han traducido a
varios idiomas y se han publicado en muchos países. En los años recientes
acumuló varios doctorados honoris causa alrededor del mundo. Su muerte llegó en
el momento en que iban a empezar los grandes reconocimientos a su trayectoria y
justo cuando todavía le quedaba tanto por aportar.
La causa de los derechos humanos lo apasionaba desde hacía
décadas. Eso lo llevó a crear la Defensoría de los Derechos Universitarios
cuando ocupó la rectoría y, en 1990, la Presidencia de la Comisión Nacional de
los Derechos Humanos, de la que fue fundador. Cuando volvió de tiempo completo
al IIJ-UNAM, luego de su desempeño como embajador en Francia, tuvo la energía
(y el talento) para defender la libertad reproductiva de las mujeres a través
de sus conferencias y textos escritos. Estaba en contra de que se metiera a la
cárcel a las mujeres por abortar y así lo dijo en numerosas ocasiones.
También
fue un firme defensor del Estado laico; le preocupaba sobre todo, me lo dijo
muchas veces, que la Iglesia católica intentara colonizar la educación pública
y rompiera la tradición histórica de laicismo educativo que
ha tenido México desde hace 150 años. Aunque
tuvo enfrentamientos muy fuertes con algunos jerarcas de la Iglesia, lo
cierto es que con otros de sus miembros destacados siempre mantuvo un diálogo
abierto.
Carpizo tuvo la prudencia de no cerrar la puerta a quienes
defendían ideas contrarias a las suyas; por el contrario, le encantaba discutir
en público y en privado. Defendía con vehemencia sus puntos de vista, pero
también sabía escuchar. Fueron muchos los momentos inolvidables que tuve el
privilegio de compartir con él, animados en nuestra común defensa de los
derechos humanos y de la democracia, así como en las tareas que realizábamos en
la Universidad.
Me
tocó sustituirlo cuando dejó la coordinación del área de derecho constitucional
del IIJ-UNAM; también cuando dejó su encomienda como
miembro de la Comisión Evaluadora del Sistema Nacional de Investigadores (SNI).
Tanto en el Instituto como en el SNI fue reconocido como Investigador Emérito,
la máxima distinción a la que puede aspirar un académico.
El
miércoles pasado, dos días antes de su fallecimiento, me habló por teléfono.
Como si fuera un chiste cruel, su llamada era para interesarse por mi estado de
salud, ya que me intervinieron quirúrgicamente hace poco. Me
contó que lo iban a operar en las próximas horas. Me hizo varios comentarios
sobre la nueva edición de un libro que escribimos juntos y quedamos en
llamarnos durante la Semana Santa, para ver cómo iban nuestras respectivas
convalecencias. Me recomendó que, mientras no estuviera recuperado del todo, no
escribiera nada. Seguro si me viera ahora, mientras escribo para recordarlo, me
regañaría. Ojalá pudiera hacerlo, porque no hubiera muerto.
Quienes lo conocieron recordarán que su conversación era
una de las más animadas y francas. No tuvo nunca problema en decir lo que
pensaba y siempre actuó conforme a sus convicciones.
Con Carpizo uno sabía que no había dobleces: fue un hombre
de una sola pieza. México necesita muchas personas como él. Nuestro país sería
muy diferente si en la política todos tuvieran la ética y la capacidad
profesional que tuvo Jorge Carpizo. Lo vamos a extrañar mucho. Descanse en
paz. l
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