Publicado en LA VANGUARDIA, 28/10/11;
Los movimientos de protesta que han estallado en todo Occidente, desde Chile hasta Alemania, han permanecido curiosamente indefinidos y no se han analizado. Algunos hablan de ellos como de la mayor movilización mundial desde 1968, cuando los enragés de países muy diferentes se fundieron en torno a preocupaciones similares, pero otros insisten en que no hay nada nuevo.
El experto búlgaro en ciencia política Ivan Krastev, por ejemplo, ha afirmado que lo que en realidad estamos experimentando es un 1968 “a la inversa”. “Entonces los estudiantes en las calles de Europa”, dice, “expresaron su deseo de vivir en un mundo diferente del de sus padres. Ahora los estudiantes están en las calles para expresar su deseo de vivir en el mundo de sus padres”.
Los movimientos carecen aún de nombre y de una interpretación clara, pero la forma como se califiquen a sí mismos –y como los califiquen los analistas– será determinante para la dirección que adopten. Semejante autocomprensión debería influir también en cómo los ciudadanos en general deberían responder a dichos movimientos.
Sobre 1968 se ha teorizado demasiado. Los dirigentes estudiantiles no cesaban –o al menos eso recuerda la mayoría de la gente– de producir manifiestos enrevesados que combinaban el marxismo, el psicoanálisis y teorías sobre las luchas de liberación del Tercer Mundo. Lo que se olvida con facilidad es que incluso los dirigentes de entonces más aficionados a la teoría entendieron que en última instancia los movimientos de protesta que contribuyeron a caracterizar 1968 no procedían de debates en aulas de seminarios.
El dirigente alemán Rudi Dutschke, por ejemplo, insistió en que lo que impulsaba el movimiento era una “repugnancia existencial” y una rabia provocada por la guerra de Vietnam en particular. Muchos de los supuestos teóricos mismos declararon que los enragés debían abandonar los libros de texto revolucionarios y “problematizar en la práctica” las estrategias radicales heredadas. Dicho de modo más sencillo: debían ir creándolas sobre la marcha.
En ese sentido, las protestas de 1968 y las de hoy no son tan diferentes como afirman algunos observadores. No hay un manual político, pero hay acontecimientos e incluso libros que inspiraron la indignación: Los condenados de la Tierra de Frantz Fanon, en el decenio de 1960, y, en la actualidad, el inesperado éxito editorial ¡Indigaos! del ex luchador de la Resistencia francesa Stéphane Hessel, de 93 años.
Como han señalado en tono de burla los críticos, el librito de Hessel a veces parece más un llamamiento en pro de un deseo en el aire, casi arbitrario, de verse agitado por algo, casi cualquier cosa, en realidad, con tal de que se pueda justificar de algún modo con el propio sentido subjetivo de justicia. A ello contribuyó aún más que Hessel invocara nostálgicamente a Jean-paul Sartre y el existencialismo y la “gran corriente de la Historia”, anhelos reflejados en una pancarta pintada a mano en “Ocupad Wall Street”: “Anímate y haz algo”. Resulta revelador que flanquearan dicha pancarta carteles a favor del filósofo anarquista de izquierdas Noam Chomsky y del político libertario de derechas Ron Paul.
Aun así, pese a las deficiencias teóricas del tratado de Hessel, indignación ha pasado a ser la consigna para los movimientos de Francia, España y de otros países. Y a este respecto el lenguaje tiene su importancia: indignación sugiere que algunos protagonistas sociales –un gobierno o las minorías selectas en general– han violado normas compartidas o acuerdos morales. Ésa es literalmente la interpretación reaccionaria de dichos movimientos: están animados por la sensación de que se ha violado el contrato social y las minorías selectas deben volver al statu quo anterior a las políticas que en última instancia propiciaron la crisis. De ser así, la gente que ha salido a las calles de Madrid, Atenas y Nueva York no están manifestándose tanto contra quienes ocupan el poder –exceptuados algunos anarquistas– cuanto para que quienes ocupan el poder se avergüencen por haber renegado de unos compromisos supuestamente compartidos.
La indignación es diferente de la exasperación, sentimiento que en última instancia es ciego y no está necesariamente relacionado con suposición alguna de compartir compromisos con aquellos contra los que va dirigido. Esa es también, hasta cierto punto, la historia de 1968: la repugnancia justificada propició la exasperación, pero, al encauzarse mediante una teorización revolucionaria carente del menor realismo, también propició el fariseísmo y, en última instancia, la elaboración de justificaciones de la violencia física por parte de las facciones radicales.
En esa situación, las minorías que se arrogan un poder llegan a hablar en nombre de mayorías imaginarias, lo que constituye una forma de populismo y, como todos los populismos, movido por las emociones y no las normas, por no hablar de las razones, o simplemente todo acaba en disturbios. La distinción entre indignación y exasperación podría parecer una nimiedad, pero las enseñanzas que las minorías selectas vayan a aprender –y está claro que quieren aprovechar las protestas para obtener ventajas electorales– dependerán en parte de cómo se caracterice a esos movimientos y de cómo se conciban ellos a sí mismos. A ese respecto los manifestantes han permanecido curiosamente mudos: aún no han articulado exigencias amplias ni una idea de lo que una sociedad diferente o una “democracia real”, expresión propia del movimiento español, debería ser.
Si los movimientos de protesta actuales están basados en una indignación justificada, la falta de exigencias concretas no debería ser un problema: aún se pueden dar ampliamente por sentadas unas normas compartidas (y las políticas que de ellas se desprenderían), pero, si lo que los mueve es la rabia, una falta de fines claros podría producir simplemente más ira y frustración, que, a su vez, podrían propiciar la violencia física y algún tipo de nihilismo político.
Eso significa también que las minorías políticas selectas deben intentar entender el mensaje de la indignación y asimilarlo y no adular a los irritados (y las políticas consiguientes) para obtener una ventaja electoral. No es sólo ridículo, sino también totalmente irresponsable, por ejemplo, que el intelectual del Partido Laborista británico Maurice Glasman se sienta obligado ahora a revelar la “vena de insurgente irritado”, hasta ahora oculta, del dirigente del partido Ed Miliband.
Las minorías selectas –y los conciudadanos de los manifestantes– deben responder consciente y creativamente ante la indignación moral, entender que se trata en última instancia de una afirmación de la democracia liberal y no de una revolución sin cuartel, por no hablar de nihilismo, y deben procurar calmar la ira y apaciguar la exasperación, que puede ser una grave amenaza para la democracia liberal
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When China Rules/By Ivan Krastev, Chairman of the Center for Liberal Strategies in Sofia and a Permanent Fellow of the Institute for Human Sciences, Vienna
Project Syndicate/IWM, 28/12/11:
For a European these days, thinking about the future is disturbing. America is militarily overstretched, politically polarized, and financially indebted. The European Union seems on the brink of collapse, and many non-Europeans view the old continent as a retired power that can still impress the world with its good manners, but not with nerve or ambition.
Global opinion surveys over the last three years consistently indicate that many are turning their backs on the West and – with hope, fear, or both – see China as moving to center stage. As the old joke goes, optimists are learning to speak Chinese; pessimists are learning to use a Kalashnikov.
While a small army of experts argues that China’s rise to power should not be assumed, and that its economic, political, and demographic foundations are fragile, the conventional wisdom is that China’s power is growing. Many wonder what a global Pax Sinica might look like: How would China’s global influence manifest itself? How would Chinese hegemony differ from the American variety?
Generally, questions of ideology, economics, history, and military power dominate today’s China debate. But, when comparing today’s American world with a possible Chinese world of tomorrow, the most striking contrast consists in how Americans and Chinese experience the world beyond their borders.
America is a nation of immigrants, but it is also a nation of people who never emigrate.
Notably, Americans living outside the United States are not called emigrants, but “expats.” America gave the world the notion of the melting pot – an alchemical cooking device wherein diverse ethnic and religious groups voluntarily mix together, producing a new, American identity. And while critics may argue that the melting pot is a national myth, it has tenaciously informed the America’s collective imagination.
Since the first Europeans settled there in the seventeenth century, people from around the world have been drawn to the American dream of a better future; America’s allure is partly its ability to transform others into Americans. As one Russian, now an Oxford University don, put it, “You can become an American, but you can never become an Englishman.” It is, therefore, not surprising that America’s global agenda is transformative; it is a rule-maker.
The Chinese, on the other hand, have not tried to change the world, but rather to adjust to it. China’s relationships with other countries are channeled through its diaspora, and the Chinese perceive the world via their experience as immigrants.
Today, more Chinese live outside China than French people live in France, and these overseas Chinese account for the largest number of investors in China. In fact, only 20 years ago, Chinese living abroad produced approximately as much wealth as China’s entire internal population. First the Chinese diaspora succeeded, then China itself.
Chinatowns – often insular communities located in large cities around the world – are the Chinese diaspora’s core. As the political scientist Lucien Pye once observed, “the Chinese see such an absolute difference between themselves and others that they unconsciously find it natural to refer to those in whose homeland they are living as “foreigners.”
While the American melting pot transforms others, Chinatowns teach their inhabitants to adjust – to profit from their hosts’ rules and business while remaining separate. While Americans carry their flag high, Chinese work hard to be invisible. Chinese communities worldwide have managed to become influential in their new homelands without being threatening; to be closed and non-transparent without provoking anger; to be a bridge to China without appearing to be a fifth column.
As China is about adaptation, not transformation, it is unlikely to change the world dramatically should it ever assume the global driver’s seat. But this does not mean that China won’t exploit that world for its own purposes.
America, at least in theory, prefers that other countries share its values and act like Americans. China can only fear a world where everybody acts like the Chinese. So, in a future dominated by China, the Chinese will not set the rules; rather, they will seek to extract the greatest possible benefit from the rules that already exist.
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