Publicado en EL PAÍS, 21/05/11;
Hace apenas un mes, Jorge Moragas, secretario de Relaciones Internacionales del Partido Popular, declaraba en una entrevista: “Leí y escuché a la izquierda, y me di cuenta de que entre la igualdad y la libertad prefiero la libertad”. Supongo que en este mundo lleno de injusticias algo así solo puede decirlo quien pertenece a lo que antes daba en llamarse una familia bien. Es decir, una familia respetada socialmente, cuyos miembros no han tenido problemas para elegir sus carreras o profesiones, ni por supuesto han sufrido en sus propias carnes la indiferencia o el desdén de los que todo lo tienen. En realidad, hay muy pocas familias así, pues la diferencia entre pobres y ricos, entre los poderosos y los que nada tienen no ha hecho sino crecer durante estos últimos años. Y a quien no tiene dónde caerse muerto ¿de qué le sirve la libertad? ¿Qué le diría una frágil gacela al león que poderoso y magnífico se pasea a su lado por las inmensas llanuras de África: quiero ser libre o quiero parecerme a ti?
“Hay que elegir entre la justicia y el amor. Yo no puedo, yo quiero las dos cosas”, escribe Elías Canetti. Nuestra época ha hecho un mito de la libertad, pero la libertad es una palabra poco convincente. Los que nada tienen no sueñan con ser libres, sino con el fin de sus sufrimientos. Los enfermos sueñan con estar sanos, las mujeres con tener los mismos derechos que los hombres, los cojos con competir con los grandes atletas, y los que van a recoger a la puerta de las iglesias el arroz de las bodas sueñan, como Eleanor Rigby, con tiernas noches de amor. Nos gusta jugar con las palabras, pero las palabras no son nada separadas de las otras palabras. “Las palabras”, escribió Maupassant, “tienen alma. La mayoría de los lectores, incluso de los escritores, solo les piden un sentido. Es necesario encontrar esa alma que aparece al contacto con otras palabras”. Y el alma de la palabra libertad solo puede florecer lejos de la injusticia y el desdén. Hasta el amor sufre los efectos de estos nuevos y presuntuosos legionarios de la libertad. “Estamos a punto de quedarnos sin amor. Y nos lo van a arrebatar con el mismo argumento con el que nos lo arrebatan todo: en nombre de la libertad”, ha escrito Manuel Cruz. Todos anhelamos ser libres, pero la libertad no es nada sin el reconocimiento de la radical igualdad entre los seres humanos, sin la atención a los que sufren, sin la búsqueda de lo fraterno. Se parece a la poesía. John Keats dijo que el poeta era igual a todos los hombres. Si estaba ante un rey, era un rey; si estaba junto a un mendigo, era un mendigo. La poesía postula la continuidad entre todos los seres de la creación, vive en el bosque de las analogías. Nos dice que hay un parentesco entre todo lo creado.
Octavio Paz ha escrito que de las tres palabras cardinales de la democracia moderna, libertad, igualdad y fraternidad, la más importante es fraternidad. La libertad sin igualdad genera injusticia; la igualdad sin la libertad, tiranía. Un ejemplo de tiranía son los regímenes comunistas; un ejemplo de injusticia, el feroz liberalismo económico que padecemos, y que está conduciendo al mundo a la catástrofe, ante el entusiasmo de los que no dejan de llenar sus arcas ajenos a la pregunta de dónde viene de verdad su riqueza. “La fraternidad armoniza las otras dos y nos ayuda a corregir sus excesos.Su otro nombre es solidaridad”.
De las tres historias de la humanidad, la de la violencia, la de la belleza y la del sufrimiento, solo las dos primeras se escuchan. “El sufrimiento”, ha escrito Adam Zagajewski, “es mudo. Quiero decir históricamente mudo. Un grito no dura mucho y no se deja perpetuar en ninguna partitura”. El sufrimiento no deja ninguna huella y basta con mirar a otro lado para que sus efectos desaparezcan. Nadie cuenta la historia de los niños que se mueren de hambre, de los africanos que naufragan en las pateras, del pueblo saharaui, de las vendedoras de rosas en los arrabales de la droga, de las adolescentes mexicanas asesinadas en las fronteras de la corrupción y la perversidad. Nadie quiere escuchar su historia, porque hacerlo supondría tener que preguntarnos, por ejemplo, si tal vez pudimos hacer algo para evitar su sufrimiento, y si acaso no somos responsables de él por nuestro silencio. El alto ejecutivo que va a cobrar bonos millonarios mientras se prepara una brusca reducción de los empleados de su empresa, ¿se pregunta por el destino de todas esas familias que se quedarán sin trabajo? No, no lo hace, le basta con pensar en su libertad. Los sanos no se preguntan por las historias de los enfermos, las grandes damas por el destino de los esclavos que bajan a las minas de Sierra Leona para conseguirles los diamantes que lucirán en las fiestas, los vendedores de armas por el uso que darán a las armas aquellos que se las compran.
Como afirma José María Merino, el modelo del caballero andante ha caído en desuso. Hoy el modelo es el pícaro, el que no duda en hacer lo que sea con tal de conseguir sus propósitos. Pero los héroes de nuestra infancia no eran así. Amaban la libertad, pero sabían que esta no era nada sin el anhelo de justicia. Por eso se ponían de parte de los débiles y los oprimidos. Ellos no podían aceptar vivir en un mundo donde alguien sufriera a causa de los abusos o la indiferencia de los poderosos. Amaban la libertad, pero sabían que esta solo cobraba su verdadero sentido en un mundo desinteresado y fraterno.
El corazón de una sociedad es la ley, el de una comunidad es el amor, dijo Roberto Rossellini. La idea de una comunidad no es nada sin un proyecto común, sin la certeza de que más allá de nuestros intereses particulares hay algo delicado y eterno que compartimos con los demás. La poesía surge de esa certeza, y por eso se empeña en seguir contando la historia del sufrimiento de los hombres. Cesare Pavese dijo que era una protesta contra las afrentas de la vida. Una forma de llamar la atención sobre la tristeza, el dolor y las injusticias, pues mientras haya alguien que sufra en el mundo no somos lo que deberíamos ser.
No nos basta con ser libres, queremos ser amados. Por eso buscamos la compañía y el respeto de nuestros iguales. Puede que la poesía surja de la soledad y el ensimismamiento, pero siempre parte al encuentro de los demás, quiere no defraudarles. Sus palabras son las palabras desinteresadas. En nuestro mundo, escribe Adam Zagajewski, apenas hay lugar para palabras así, pero los grandes poetas siguen empeñados en escribirlas. Está claro que casi nadie les hace caso. “Los críticos matan a los autores. Los lectores se aburren pronto y ahogan los libros como si fueran gatitos recién nacidos Pero ¿dónde está dicho que la fraternidad es fácil? Miren, si no, la Biblia…”.
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