Project Syndicate | 15 de noviembre de 2012
En décadas recientes los países de América Latina han realizado esfuerzos significativos en el fortalecimiento del Estado y la consolidación de la democracia en la región. Al mismo tiempo las redes criminales – entendidas como el conjunto de relaciones entre los agentes legales e ilegales que participan en actividades criminales – se han fortalecido. Ahora tienen un papel importante en las economías formales e informales de la región y en las instituciones políticas, erosionan el tejido social y amenazan los avances conseguidos en la región.
Las redes criminales distorsionan las más importantes fuerzas de cambio en América Latina: la globalización, la tecnología, la apertura de nuevos mercados, la cooperación regional y la democracia. En contextos de debilidad institucional, de desigualdades persistentes y de altos niveles de marginalidad y exclusión, estas fuerzas han abierto nuevas oportunidades para la difusión de la estructuras criminales. Hoy Latinoamérica tiene más democracia (formal), un mayor flujo de inversión y comercio exterior, una clase media en crecimiento y mayor desarrollo tecnológico que 20 años atrás. Y también más crimen organizado.
Las redes criminales han pasado por encima las instituciones legales y han tomado ventaja de los cambios en las décadas recientes, aprovechando las lagunas del sistema internacional y las vulnerabilidades de las democracias latinoamericanas. El resultado ha sido su expansión en los mercados internacionales, a través de un sistemas que se encuentra por fuera de la legalidad, basado en relaciones de clientelismo y corrupción. Antes de resistirse al cambio, las redes delictivas han adaptado las fuerzas de la modernización en su propio beneficio.
Las facciones criminales – ya sean los “cárteles” en México, las “bandas” en Colombia o los “comandos” en Brasil – son sólo la parte más visible de estas redes. El crimen organizado es más que esto: un sistema basado en una serie de relaciones complejas que conectan el mundo legal con el ilegal, del cual hacen parte políticos, jueces y fiscales que están dispuestos a modificar decisiones y sentencias por dinero; policías y personal militar implicados en actividades ilegales y empresarios involucrados en el lavado de dinero.
La fuerza de estas redes criminales radica en personas y organizaciones – presentes en los distintos niveles de la sociedad – que se relacionan con el mundo ilegal según dicte su conveniencia. Este sistema se expande global y localmente para satisfacer las exigencias del mercado, proporcionando los bienes y servicios que las sociedades demandan.
Los ingresos obtenidos por dichos mercados ilegales son enormes y compiten en tamaño con los mercados de commodities más relevantes de América Latina. Considérese solo las ganancias de las ventas de cocaína en Norteamérica, que según la Oficina de las Naciones Unidas contras la Drogas y el Delito (UNODC), ascienden aproximadamente a US$35 mil millones. A esto hay que agregarle, otros US$26 mil millones de la venta de esta sustancia en Europa Occidental y Central.
La inmensa mayoría de estos recursos se quedan en poder de las organizaciones delictivas de los países desarrollados y se lavan en los centros financieros mundiales, mientras que sólo una pequeña cantidad regresa a Latinoamérica. Según los economistas Alejandro Gaviria y Daniel Mejía, solo el 2,6 por ciento del valor total de la cocaína colombiana que se vende en las calles de Estados Unidos regresa a este país. En México, según un informe reciente publicado por la revista Nexos, las ganancias totales de la delincuencia organizada ascienden a US$ 8 mil millones de dólares al año, una porción pequeña de las rentas totales, pero suficiente para comprar a policías con bajos salarios, funcionarios públicos corruptos así como para influir en las economías locales.
La expansión de las redes criminales no sólo ocurre a través de las fronteras; los mercados ilegales han aumentado también dentro de los países. Brasil es el segundo consumidor de cocaína en el mundo en términos relativos, y Argentina tiene la mayor tasa de prevalencia, según los datos de UNODC. Asimismo, la extorsión está aumentando en Centroamérica y la minería ilegal es un prospero negocio en Colombia, con el oro convirtiéndose en la nueva cocaína – más fácil de comercializar y con un menor nivel de riesgo.
La violencia es la otra moneda de cambio en América Latina. Con la excepción de unos pocos grupos guerrilleros, el crimen organizado es el único actor estratégico en la región que tiene la capacidad de disputar al Estado el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Dada la inexistencia de formas legales de mediación, la violencia es el lenguaje utilizado por las redes delictivas para resolver sus disputas. Cuando la corrupción y las alianzas con los funcionarios públicos no funcionan, las redes criminales enfrentan a las instituciones estatales directamente.
De hecho, la mayoría de los países latinoamericanos superan por mucho el umbral de los diez homicidios por 100.000 habitantes, que la Organización Mundial de la Salud utiliza para determinar un nivel “epidémico” de violencia. Países como Honduras, El Salvador y Guatemala tienen las más altas tasas de homicidios del mundo, relacionados con una notable densidad de estructuras criminales. La obsesión de los políticos con la imposición del imperio de ley mediante métodos de mano dura y la guerra contra los criminales, solo ha provocado más inseguridad para los ciudadanos.
Para quebrar el poder distorsionador de las redes criminales es necesario primero confrontar las distorsiones que las perpetúan: la fracasada guerra contra las drogas y la penalización de los consumidores; la creciente privatización de la seguridad privada, sistemas carcelarios que incrementan las capacidades de los delincuentes y sistemas judiciales que revictimizan a los ciudadanos afectados por los delitos.
En última instancia, la clave está en construir instituciones democráticas que sean lo suficientemente fuertes como para contener la violencia y proteger a los ciudadanos, lo que a su vez requiere de líderes políticos que propongan nuevas opciones, y sociedades que asuman más responsabilidad acerca de su destino. Estos debates están actualmente en curso en América Latina y han llegado a un punto crucial: Los gobiernos y ciudadanos de Latinoamérica pueden reconocer y abordar las distorsiones de sus propias concepciones o pueden seguir por una senda de corrupción y violencia que erosiona tanto los Estados como la misma idea de la ciudadanía.
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