(Para) ELISA/Alejandro Alvarez
Cada tarde pasaba frente a la parada del microbús
esperando encontrarla en el tumulto de las cuatro, junto al viejo del sombrero
azul o la señora de caderas amplias, la buscaba por encima de los rostros y los
cabellos blancos, sorteaba su mirada
sobre hombros cansados y descuadrados que llevan consigo grandes bolsos
repletos de historias diminutas enmarcadas por el tedio y el desdén.
La buscaba por las tardes porque sabía que a esa
hora la melancolía de sus ojos le haría más fácil y creíble el encuentro, y no
se preocuparía por mostrarle una mirada falsa como la de las mañanas en que
paseaba a su perro y se alejaba del tráfico.
Sabía que no la encontraría, pero para él era más
llevadera una vida de búsqueda continua a resignarse a la pérdida absoluta de
aquel abrazo, era mejor imaginar que una tarde encontraría el aroma de su piel
y los dibujos de su alma en paredes rotuladas, los pasos delgados de su amada en
avenidas inconexas y farolas deslumbradas.
Siempre es mejor intentar un reencuentro que
aceptar un adiós, lo era para él, hasta que no tuvo más mañanas para pasear a
“lalá”, así se llamaba su perro, se fue al cielo de los perros decía, un lugar
en tonos verdes, aunque para los perros eso no importaba, con canciones de cuna y silbidos juguetones,
pelotas saltarinas y correas infinitas.
Esa tarde lalá se cansó y durmió, no una ni
dos horas, durmió para siempre, con una
mirada triste porque recordó los días de sol en que corría por el parque,
porque recordó que alguna vez fue un cachorro juguetón al que todos querían
tocar y también recordó cuando comenzó a hacerse viejo, y se fue con una mirada
triste porque ya no sería joven aunque sonrió, antes de cerrar sus ojos, sonrió
porque era bienvenido a una vida eterna.
Y él siguió esperando las tardes para caminar hasta
la parada del microbús, el tumulto ya no era el mismo, los cabellos blancos se
desvanecieron, las caderas se perdieron, los rostros se arrugaron y el microbús
se hizo viejo con su lámina carcomida por las lluvias.
Cuando por fin aceptó el adiós, cuando se resignó a
perder para siempre aquellas manos blancas en medio de la tarde, cuando nadie
tomó el microbús, cuando ni siquiera hizo la parada frente a la banca pública,
cuando quiso regresar a la silla que aún se mecía en el jardín de su casa,
regresó su mirada y encontró sólo una brisa de su piel, peinándose,
despidiéndose, enviándole un último beso.
Permaneció dos horas añorando a lalá, mirando en
cada colibrí el alma de su amigo íntimo, quiso tomar una rosa para oler el
recuerdo de su amada, pero pensó que ninguna sería lo suficientemente encantadora
para aquél ejercicio y mejor sonrió y durmió, como lalá.
Después de cerrar los ojos el rechinido de la
puerta de su jardín lo despertó, entró una mujer alta y delgada, de piel blanca
y vestido rosa, cabellos negros y una descripción insuficiente para definir
cada detalle de aquella mujer, lo tomó de la mano y juntos caminaron por las
calles que volvieron a ser conexas y dibujaron en paredes sus amores pendientes
y una pequeña farola iluminaba el perfume de sus pasiones mientras en medio de
la sala el viejo tocadiscos sonaba Para Elisa.
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